Comenzaba a calmarse el
verano después de hacer amarillear la poca hierba restante en el Valle de
Alcudia. Las primeras lluvias del otoño empaparon las tierras fértiles en
pastos. Por aquellos años, dicen ahora, llovía más. Lo mismo comentaban en las
esquinas al sol los hombres mayores, mientras acompañaban a las señoras,
sentadas en sillas con asiento de enea, que remendaban una camisa o zurcían
unos calcetines del muchacho, que no paraba de jugar en todo el día y gastaba
la ropa que le pusieras, aunque su hermano había sido más cuidadoso y le había
pasado las prendas, que ya le venían pequeñas.
Días después comenzaron a
llegar trenes cargados con ovejas procedentes de Castilla la Vieja (así se
llamaba todavía), con sus pastores que parecían gentes con estudios, porque
pronunciaban correctamente las palabras. Ayudaban los perros en el desembarco,
al tiempo que mastines gigantes parecían aplastar el asfalto con las pisadas
fuertes y retumbantes, cuyas patas
traseras iban cubiertas de pelo
largo contaban con seis dedos.
Un buen grupo de curiosos
del pueblo observaban las idas y venidas de los protagonistas con gritos de
mando a los canes y ovejas, consiguiendo
llevar a buen término la bajada de miles de ovinos traqueteados durante
días desde los pastos de origen.
Entre los curiosos
observantes está Cándido, para los amigos Candi. Era una persona conocida en
los contornos habitados. Se presentaba ante conocidos y desconocidos con una
sonrisa en su cara redonda. No muy alto, con andar basculante, de cuerpo
fuerte, hacia doce que había nacido. La alegría del nacimiento no terminó de
ser completa. No sabía leer, no había ido a la escuela. De pasada diré que
vivía con síndrome de Down, no lo sufría, sí sus familiares. Era feliz recorriendo
las tres calles de su pueblo y respondiendo al saludo de los que se encontraba.
Todos los paisanos tenían una palabra agradable para Candi.
Cuando por fin, acabándose
la tarde, dejaron de gotear ovejas los vagones del tren, Candi entró a la oficina
que Josué regentaba como jefe de estación.
-Buenas tardes, Josué.
-Buenas tardes, Candi.
Llegas a tiempo, mira, esta mañana el
correo de las 10,30 me dejó esta carta para ti.
- Ah, ¿sí? ¿Qué dice?
-No lo sé ábrela y te la
leo.
Días atrás unos del pueblo,
que conocían los sueños de nuestro protagonista, habían tenido la idea de
prepararle una especie de documentación; como un carnet que identificaba a
Candi como “policía secreta”. Es que era su futuro ilusionado. De mayor sería
policía, y ya era casi mayor. Así con todo el cariño del mundo, con letras de
imprenta en rojo y negro, con cuños y firmas a pié de documento, habían
preparado la carta del correo de las diez.
Fue la persona más feliz
durante mucho tiempo. En el bolsillo, bien cerrado con un botón, de su camisa,
siempre limpísima (“me la prepara mi Mamá”, decía), llevaba muy custodiado el
documento acreditativo de su identidad.
En cualquier momento ante
un grupo de hombres refrescándose en el bar se presentaba Candi, ponía cara muy
seria y pedía al personal bebiente se identificara correctamente, so pena de llevárselos
a la cárcel. Todos aceptaban lo que para él era una ficción casi real.
Observados los “deneis”, quedaba conforme y volvía a retomar su sempiterna
sonrisa diciendo: “Os he asustado. ¿He?. Es que vengo de incógnito”. La escena
terminaba con la invitación a una coca-cola para el agente secreto.
En el bolsillo trasero de
su pantalón vaquero escondía muy ladinamente un transmisor, de los que usan en
las películas de la tele los inspectores policiacos. Había tenido una genial
idea. Entre los trastos viejos de su casa encontró un micrófono de teléfono y
desde ese momento las comunicaciones con sus superiores en caso de alguna
infracción, comunicación o chivatazo de importancia estaban resueltas. Siempre
estaba operativo el teléfono, sin baterías ni necesidad de cuotas mensuales.
Hay que decir, sin que se
entere nadie, que también usaba el trasmisor para comunicarse con Encarna, la
novia que vivía en su mente, de la que estaba enamorado y que le hacía sentir
sonrojo con las cosas que le decía al oído; por eso cuando conectaba con ella
se retiraba a un rincón y susurraba sus novedades más tiernas
y sus “tequieros”.
Se hizo también amigo del
cura que llegó, como las ovejas, en los comienzos de otro septiembre. Desde ese
momento su presencia en la iglesia los domingos era obligada. Se le había
duplicado el trabajo, ahora también ayudaba a decir misa, tocar las campanas y
preparar el altar. El presbítero le explicó que cuando estuvieran celebrando la
eucaristía había que ser respetuoso y no gastar bromas a la gente. No se
trataba de estar tan serio como los santos, pero sí con una cierta reverencia.
Candi lo entendió a la primera. Salía al lado del celebrante. Animaba a los
presentes a ponerse de pié moviendo las manos hacia arriba. Los fieles obedecían
religiosamente las observaciones del monaguillo-policía.
Qué feliz era, cuánto
disfrutaba, qué respeto y cariño le tenían sus vecinos. Qué importante era sentirse
querido. Nunca se comentó que alguien se
burlara de él ni de sus cosas.
Viernes santo por la
tarde. Segundo día del triduo sacro rememorando la muerte de Cristo. Candi,
como siempre, al lado del oficiante. Todo transcurre como día de fiesta que es.
Llega el momento litúrgico de la adoración de la cruz. Se anuncia que todos los
fieles que lo deseen pueden pasar en fila, como se hace en la comunión, a besar
el santo signo. Comienza el coro una canción triste de perdón y
arrepentimiento. Se hace silencio y en ese momento Candi da un grito, saca una
pistola de juguete de la cintura del pantalón y con la cara de circunstancias
usada en momentos cruciales, dice: “Todo el mundo al suelo. Lo repito, todo el
mundo al suelo o disparo”.
Te puedes imaginar, atento
lector, la que se organizó en el templo. Se pasó en una décima de segundo de la
tristeza de la pasión a la risa de los presentes. ¡Ya está Candi con sus
cosas!, comentaban. Hubo quien incrédulo no salía de su asombro; evidentemente,
los que no lo conocían. Costó su tiempo volver a la normalidad semanasantil.
Candi se llevó una aparente regañina del sacerdote, que entre suspiros de risa
contenida se veía impotente para imponer cierto orden. El asaltante se puso muy
rojo, posiblemente porque no había medido bien la sorpresa que iba a dar.
Comenzó a suspirar, iba a romper a llorar. Pero un abrazo de su amigo el cura,
hizo que todo quedara en anécdota.
Había quedado muy grabado
en su mente el miedo, que muchos pasaron
aquel 23 de febrero viendo los acontecimientos del Congreso de los Diputados
con Tejero empuñando una pistola. Seguramente aquél recuerdo saltó de su
inconsciente a la mente y le jugó una mala pasada, porque su educación y
respeto a los demás estaba por encima de
las bromas de mal gusto.
Candi se fue al cielo una
tarde cuando la primavera se hacía presente en
la naturaleza y en su persona. Con su andar oscilante y su sonrisa
bonachona lo recordamos con ternura los que tuvimos la suerte de ser sus
amigos.
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Miércoles, 27 de Marzo del 2024
Viernes, 29 de Marzo del 2024
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