Nos va mostrando Jesús Sánchez la zona donde estuvo el jaraíz, además de dos hermosas prensas y una destrozadora. Lo gatos que deambulan por el patio agradecen el sol de otoño que , de vez en cuando, se hace un hueco entre las nubes. Pero disfrutaremos poco del astro rey porque, como siempre, nos toca entrar en las oscuridades para ver una cueva, que en realidad serán dos. Acompañan a los dos periodistas, José María Díaz y Ana Palacios, nuestros ya fieles acompañantes y miembros de pleno derecho de este entusiasta cuarteto que intenta aportar su granito de arena para poner en valor las tradiciones de nuestra ciudad.

La puerta de la cueva es vertical, de  una madera desvencijada que ha soportado soles, vientos, hielos, humedades y otros rigores de la interperie manchega. La escalera es muy empinada, la contrahuella de cada peldaño es alta, como notaremos sobre todo al subir. Las paredes de piedra y adobe están encaladas, con lo que el blanco se combinará con el ocre de algunos esconchones . 

Al bajar, mirando al frente, nos topamos con la cueva más antigua, sin empotre y con tinajas de barro de tres tamaños diferentes, siendo mayoritarias las de 350 arrobas. Pero ¡sorpresa!, resulta que al bajar, a mano derecha, aparece una cueva que se hizo después, concretamente en el año 1962, más moderna con quince flamantes tinajas de cemento, de 450 arrobas de capacidad, que están como nuevas. “Como esta cueva no es demasiada baja y tiene buena ventilación, no hay humedad; y por tanto las tinajas se han conservado bien”, explica el propietario que nos ofrece una graciosa conversación, evocando curiosas vivencias familiares.  

“Esta casa la compró mi abuelo, -nos cuenta-,  y el fue el que me dio 50.000 pesetas para la construcción de la cueva más nueva. Tenía por costumbre dar diez fanegas de viña al que se casaba”. Seguimos mirando y admirando. La cueva tiene varias lumbreras, algunas dan al corral y otras a la calle. El suelo de la cueva más reciente es de cemento, contiene grabada la fecha de la construcción y es más alto en su parte central para facilitar la llegada del liquido a las pozatas. En esta cueva más reciente el empotre y el balaustre están impecables, pintado este último en tonos blancos y verde turquesa. 

Jesús Sánchez nos pide que nos fijemos en el túnel que sirvió para sacar el orujo y es que aquellos “hombres enjutos” que admiraba el gran Eladio Cabañero tenían soluciones para todo.  El techo está en la tosca, y de ahí al suelo habrá unos siete metros y medio, calcula José María. En la cueva más antigua la altura es algo menos, unos 60 centímetros más baja.  El propietario recuerda episodios del temido tufo, “había que hacer una lumbre para que el aire que subía lo sacara fuera” y también de una tinaja que reventó  y que provocó un buen susto a su padre.

Estas dos cuevas muestran fielmente la evolución constructiva de estas joyas arquitectónicas que no dejan de sorprendernos. Todas guardan muchos elementos comunes, pero siempre tienen un elemento diferenciador que le otorga su propio sello y personalidad. La cueva de Jesús Sánchez Torres tiene muchos rasgos singulares.