Opinión

La batalla perdida

Rafael Toledo Díaz | Jueves, 7 de Marzo del 2019
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Y así seguimos, luchando como barcos contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado.        Francis Scott Fitzgerald

 

Escribe Antonio Machado versos con palabras llanas y sabias que convocan a la nostalgia: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero, mi juventud, veinte años en tierras de Castilla ...

Obligadas por el ritmo trepidante que generan estos tiempos, dudo que las nuevas generaciones a pesar de las prestaciones que ofrecen las actuales tecnologías, dediquen algún momento al recuerdo, a la morriña, en definitiva, a la nostalgia.

Otros, a pesar de luchar contra ese sentimiento que nos empuja al pretérito y a la melancolía, no conseguimos desconectar lo suficiente de aquel pasado, de aquellos lugares, de aquella infancia que, aunque llena de carencias, seguimos teniendo idealizada en la memoria.

Algunas fotos descoloridas y quizás los más avanzados alguna cinta de super8 nos inducen demasiadas veces al recuerdo y a la comparación. Evocamos lugares o paisajes que ya no existen, defendemos actitudes y comportamientos que han quedado obsoletos y aludimos a la pérdida de valores. Deseamos volver a aquella ingenuidad, a la sencillez y sentimos añoranza por olores y sabores primarios.

En mi torpe intento de imitar al poeta confieso que, mi infancia son recuerdos de un enorme corral de una casa que fue construyéndose poco a poco con el esfuerzo y el tesón de mis padres. Aquel sitio fue durante mucho tiempo mi mundo particular. Un lugar que acaparó desde el principio toda mi atención y donde ocupé gran parte de mi niñez en jugar y divertirme, pero también realizando tareas domésticas que, aunque simples, me sirvieron para crecer y adquirir responsabilidad.

Han pasado demasiados años, pero me acuerdo con total nitidez de todo lo que en aquel lugar había. Podría empezar por enumerar los diferentes árboles plantados, dos membrilleros, dos olivos jóvenes y un paraíso o pangino. Al fondo a la izquierda, una cuadra donde criábamos palomas y al lado un gallinero, justo en el lado de la derecha estaba el basurero, un recinto donde se depositaban todo tipo de residuos.

Además en el centro del solar había media tinaja de barro que mi madre utilizaba para lavar y, en uno de sus lados, se apoyaba una típica losa de madera donde restregar la ropa.

Desde muy pronto fui el dueño de aquel territorio, cada mañana regaba los árboles, barría el pasillo empedrado que llegaba hasta el fondo, daba de comer a las gallinas y limpiaba el gallinero. Aunque era muy pequeño, recuerdo un suceso que pudo ser trágico pues empleando una minúscula manguera de plástico pretendía sofocar un fuego porque en la casa de al lado, y por un despropósito, se había incendiado una gavillera.

Pero también allí y junto a mi amigo de la infancia, hacíamos competiciones para matar moscas con una simple goma. Después, y juntos, competimos en transformar la cuadra de nuestras respectivas casas en taller, laboratorio, biblioteca, un lugar íntimo y privado para imaginar inventos o para componer canciones pésimas de letra y ritmo. Durante nuestra infancia apenas hubo juguetes con los que jugar, pero tampoco hacían demasiada falta, porque teníamos espacio e imaginación para ocupar una y mil horas.

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Después, sin renunciar con mi responsabilidad en los estudios, disfruté de la incipiente juventud para llegar a la decisión más difícil, dejar aquella casa y aquella ciudad donde fui feliz.

Muchos años más tarde, cuando mis padres decidieron regresar al pueblo, se encontraron con la tesitura de volver a comprar otra casa, pero en la memoria aún pesaban los recuerdos de aquella otra morada. Mi padre pretendía adquirir otro caserón con grandes espacios abiertos, porque quería que la nueva vivienda tuviese patio y corral donde poder construir un gallinero, más que nada para volver a repetir experiencias con los nietos. Pero la comodidad y las limitaciones que ocasiona la edad determinaron que adquiriese otra edificación más pequeña y más práctica, un lugar donde hubiese menos que limpiar y tareas más cómodas para realizar.

Ahora esa casa vuelve a estar vacía, nadie, salvo en momentos puntuales de vacaciones o fines de semana vive allí. Sin embargo, aunque no pueda compararla con aquel hogar de mi infancia, en esta otra permanecen los recuerdos acumulados a través del tiempo.

Presidiendo el comedor aún sigue el viejo tapiz que traje de la mili por tierras africanas y, una foto de recluta guarda, desde el otro extremo, la habitación. Completan la estancia la foto de boda de mis padres y algunas otras de mis tíos, retratos nupciales que me transportan a momentos familiares llenos de gozo y felicidad. Pero también existen otras instantáneas secuestradas en cualquier cajón, imágenes ocultas que evidencian los efectos adversos de las relaciones humanas con el paso del tiempo. También cuelgan de las paredes pinturas infantiles que muestran la inocencia de aquellos momentos.

Completan las demás estancias de la casa los tradicionales cuadros que se repetían en muchas de las viviendas de la época, viejos crucifijos coronan las camas de las alcobas y en la vitrina del aparador, acumulan polvo algunas tazas y copas que pasaron de generación en generación. Un legado que pretende retener en la memoria los nombres de los antepasados, una lucha perdida frente al olvido de aquellos que fueron antes de nosotros, nombres que ya apenas pronuncio y que sólo son rescatados en la tradición oral que supone la anécdota.

Pero ahí vamos, luchando, siempre tratando de vencer a la nostalgia pero perdiendo batalla tras batalla, volviendo una y otra vez al pasado. Cuando retorno, percibo el silencio de la casa y la quietud de sus objetos guardianes. Aguanto como puedo la melancolía a la que me invita cada carta o postal que encuentro en los cajones del armario, antiguos documentos, certificados médicos, cartillas de la mili o listados de notas escolares junto a múltiples fotografías en blanco y negro.

Y yo, ingenuo de mí, quiero compartir este sincero texto para que me sirva de alivio y desahogo frente a la añoranza, sin pensar que a algunos de los posibles lectores les puede suceder algo muy parecido, ¿verdad?

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