Opinión

Andrés Buena-persona

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 16 de Marzo del 2019
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La siguiente historia tuvo su tiempo en los años posteriores a la guerra civil española. Podríamos situarla en la veintena de años que discurre de los cincuenta a los setenta.

En un pueblo del Campo de Montiel vivió un hombre (no digo señor, porque tal sustantivo en ese tiempo solo lo dedicaban, para referirse a los señoritos). Los señoritos eran los dueños de la mayor parte de la tierra del término municipal de aquel pueblo. Tenían criadas para las faenas de las  casas y criados para las del campo.

Los sueldos, cuando alguien tenía la suerte de "ajustarse" con el señorito, eran escasos, para pagar lo que el ama de casa había dejado a deber en la tienda, intentando que los hijos comieran y al mismo tiempo echar a su  "hombre" la merienda que, la mayor parte de las vez, consistía en un trozo de pan "corrusco" (así llamaban en el pueblo para distinguirlo del tierno) a partir del día de la cocción en el horno, y un trozo de tocino sin mucha veta o un par de arenques sin pelar, para que conservaran la grasa hasta el festín de medio día.

Andrés viste siempre de negro, una blusa ancha sobre chaqueta raída y con brillo porque nunca pasó por la piedra de lavar y ésta sobre una camisa morada; a modo de corbata un cordón trenzado de colores morados y dorados; lleva pantalón que baila cubriendo unas piernas delgadas.

Todo su ser es completamente magro, acostumbrado a la vaciedad continua de su estómago; incluso su alma es sencilla y agradecida a la magnanimidad de sus paisanos.

Cubre la pelambrera de la cabeza con una boina, que se viste de gris por las belluscas de la lumbre escasa, que lo calienta y rebaja la gelidez de su morada. Una barba abundante que es rapada cada quincena, como mucho. Terminan de adornar su cara unas cejas gruesas y negras, que luchan por darse la mano por encima de la nariz.

Su morada, se alcanza tras subir unas escaleras de yeso, que dan paso a un reducido espacio-recibidor; la puerta es de madera, vieja y no encaja en el marco que un día fue nuevo. Las paredes están enjalbegadas desde el comienzo de los siglos lo que le da un sin fin de capas, de modo que al desconcharse una por accidente, siempre queda la anterior cubriendo el incipiente hueco.

En esta pieza hay, a la derecha, una tronera disimulada por una cortina, ya sin color definido y sujeta con un barretón a dos escarpias en la pared. Detrás  hay un cuartucho de menos de dos metros cuadrados con ventana de reja en forma de cruz, contiene algunos trastos que se utilizan alguna vez en el año.

Se  accede a la morada desde la escalera, cruzando el pasillo y entrando en la cocina, que también la cierra otra tela a modo de división que no se lava habitualmente.

A la izquierda (la cocina) tiene una alacena con dos puertas con dibujos taladrados en la parte superior que guarda unos platos, alguna sartén y un cazo para hervir  la leche aguada, que le regala cada día una señora piadosa del pueblo. Algunos vasos de porcelana, que un día hicieron juego con los platos, intentan esconder los lunares causados por tan larga vida y las veces fregados.

Enfrente de la alacena y como lugar importante se halla la chimenea, y la lumbre sobre unas baldosas que hacen ángulo con la pared, la cornisa de la chimenea contiene algún resto de vela (velote en argot del pueblo) una caja de cerillas con el rasque mellado y algunas todavía sin utilizar. Un candil dorado usado cuando se va la luz. Una cruz de Caravaca entre la chimenea y el techo sujetada con un clavo hace de mediadora de la pared.

En la parte izquierda una banca  vieja y desvencijada con colchón relleno de farfolla (hojas de las panochas, también llamadas maíz), una manta basta y casi rígida, que antaño abrigó a alguna mula, cubre unas telas, que podrían ser sábanas.

La cocina se alumbra con la luz que entra por la chimenea y por un ventanuco alto, y raquítico que toca el techo; el suelocuadro no dista del piso ni dos metros. Una mesa camilla con cuatro sillas ocupa el centro. Está adornada con un hule que disfruta de un dibujo de la península Ibérica y sus provincias remarcadas con líneas continuas. También se observan los mares donde bailan las islas Baleares. Abajo a la derecha encerradas en un marco las Islas Canarias.

(Continuará)

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