En
un encuentro con un poeta y escritor de renombre tuve la posibilidad de hacerle
alguna consulta. Aunque ruborizado por su prestigio, la curiosidad pudo más y,
entre otras cuestiones, le pregunté si la escritura podía ser una forma de
terapia.
No se anduvo por las ramas, ni se entretuvo en rodeos para evadir la cuestión y rotundamente me contestó: Por supuesto, el acto de escribir siempre es un ejercicio terapéutico, entre otras cosas, se utiliza para deshacerse de los fantasmas personales, sirve para el desahogo de las emociones a la hora de contar e incluso al inventar o recrear un texto.
El
secretario del ayuntamiento de aquel pequeño pueblo manchego se desgañitaba
desde el balcón nombrando a los quintos de aquel año de principios de siglo. No
eran demasiados mozos, sin embargo, a pesar de que todos los vecinos se
conocían, había un nombre que no respondía con el formulismo de decir presente
o ni siquiera manifestar su presencia levantando un brazo. Es verdad que los
apellidos se correspondían con uno de los jóvenes que acudieron a la plaza,
pero no era aquel el nombre que asignaban a mi abuelo paterno.
El
malentendido se aclaró rápidamente. Aquel muchacho llamado a filas y que no
encajaba en el listado sólo podía ser él, pues ya no quedaba nadie a quien
nombrar, tenía todas las papeletas para poder aclarar aquella confusión.
Hablando con las familias descubrieron que, las abuelas, en un exceso de
protagonismo le inscribieron con distinto nombre y cada una por su cuenta. En el
registro civil le pusieron Faustino, mientras que en la parroquia donde le
bautizaron, lo hicieron con el nombre de pila de Rafael.
Sin
embargo a mi abuelo todos le conocían por aquel que le habían asignado en la
iglesia y, apenas unos pocos, sabían de su nombre a efectos jurídicos y
administrativos; de manera que ese episodio de desconcierto se convirtió en una
anécdota que le gustaba contar a mi abuelo.
De
su matrimonio con mi abuela nacieron siete hijos. Al menor de los cinco varones
le volvieron a bautizar con el conocido nombre del padre. Más tarde la mayoría
de los hijos también volvieron a nombrar a uno de sus vástagos con el nombre
del abuelo y así, llegamos a juntarnos en la familia hasta seis personas con el
mismo nombre y el primer apellido.
A
veces, haciendo referencia a la curiosidad del hecho, me gustaba decir en tono
divertido y nunca jactancioso que éramos como los personajes de “Cien años de
soledad”, me refiero a la saga familiar de los Buendía, personajes literarios
donde los haya y que han pasado a la posteridad gracias al mago de las letras
que fue Gabriel García Márquez. Sin embargo mi abuelo no se dedicó a fabricar
pescaditos de oro como en la famosa novela. Después de la guerra civil siguió
ocupando su puesto de guardia municipal y en sus ratos de ocio ejercía de
zapatero remendón, nunca mejor dicho. Nuestra familia, aunque extensa, es de lo
más normal, nadie de nosotros ha destacado ni por defecto ni por exceso; todos
hemos tenido y tenemos ocupaciones humildes y de cualquier tipo, aunque nunca
hemos sido labradores en una zona eminentemente rural.
Sólo
al llegar a la generación actual donde ya no se repite el nombre del abuelo,
hemos logrado que algunos de nuestros hijos hayan conseguido un título
universitario. Nos llevamos bien, nos respetamos, pero observamos rigurosamente
lo que dice el refrán popular: “Cada uno en su casa y Dios en la de
todos”.
Aunque
bien pensado cada familia es una novela por escribir, sólo habría que saber
componerla y no es éste el caso, pero modestamente creo que somos gente
humilde, honesta y trabajadora.
No
nos falta algún que otro desencuentro, enfrentamientos y divergencias que
perduran, acontecimientos ocasionados cuando dejaron de estar entre nosotros
mis abuelos. Quizás lo más triste es que todo sucedió de la forma más estúpida
posible, por una minucia, una tontería, una cabezonería que nos divide y nos
angustia, que nos produce tirantez en cada encuentro multitudinario. Un suceso
ridículo que se perderá en la memoria y que seguramente quedará desvirtuado o
desfigurado con el paso del tiempo. Considero que es un exceso de orgullo tonto
y pueblerino que suele darse en la zona y, aunque en cada encuentro intento
solucionarlo hablando con los miembros enfrentados, creo que nunca llegaré a
resolver el altercado y eso me fastidia, me incomoda y me crea desasosiego.
De
lo que sí nos acordamos todos con nostalgia es de la vieja casa de mis abuelos,
situada muy cerca de la estación de Renfe, casi en las afueras del pueblo. La
conversación sobre su recuerdo sale fluida a la menor ocasión. Pequeña y algo
destartalada, guardaba todos los ingredientes para ser mencionada. Un mundo por
descubrir era la cámara o camaranchón repleto de trastos viejos y donde mi
abuelo colgaba cada año por septiembre los hilos de racimos de uvas que después
se convertirían en pasas o el patio con su parra. También destaca entre los
recuerdos aquella cama de hierro, alta, de enormes dimensiones, coronada con
borlas de latón dorado y que popularmente la bautizamos con el nombre de “el
camión”. Allí, cuando nos quedábamos en casa de los abuelos arropados hasta
las cejas en el frío invierno, escuchábamos las campanadas del reloj de la
plaza o el traqueteo de los vagones de los múltiples trenes que pasaban durante
la noche. Después por esa cama pasaron casi todas las generaciones restantes,
para descansar en interminables y calurosas siestas o para lo que la
imaginación del lector quiera o desee fantasear.
Aunque
muchos de nosotros tuvimos que salir del terruño buscando un futuro mejor, como
la familia crecía, siempre estábamos convocados por la celebración de las
bodas, primero de mis tíos, luego la de los primos. Aquellos encuentros siempre
eran afables y la fiesta primaba por
encima de cualquier cosa, más si cabe en aquellas tornabodas donde sólo los más
íntimos nos juntábamos a comer y los más pequeños a jugar.
Gratos
recuerdos salpicados con algún que otro rifirrafe o desencuentro fruto de la
pasión, malentendidos lógicos en una familia con muchos miembros pero a los que
les unía y les une un fuerte vínculo.
Ahora
que ya ha pasado mucho tiempo, que los abuelos a pesar de su longevidad pasaron
a mejor vida, son otros los que nos dejan. Tristemente las nuevas convocatorias
son por hechos luctuosos, por el fallecimiento de algunos de los que empiezan a
ser mayores, y ya van unos cuantos.
Mi
tío, el segundo Rafael Toledo ya ha fallecido y, a pesar de su aparente
fragilidad, se enfrentó con sus ganas de vivir al dolor y a la enfermedad. De
él recordamos siempre su honestidad y el compromiso con su trabajo, un buen
hombre que se distinguió por su honradez y el amor a su familia.
No
sé cómo explicar la emoción que me invade cuando visito su tumba en el
camposanto de la “Ciudad de la Furia”, que es como ahora llamo al municipio de
Parla, lugar donde vivimos y sufrimos desde los años setenta, desde que llegué
aquí buscando un futuro mejor. Confieso que me siento extraño al ver reflejado
casi mi nombre en el mármol de su sepultura.
Realmente
no sé que motivo o circunstancia me ha provocado para escribir con sinceridad
sobre mi familia paterna, una ocurrencia que seguramente ni siquiera me sirva
de esa terapia de la que habla el escritor. Todavía me estoy preguntando: ¿Por
qué me he atrevido a escribir sobre algo íntimo y personal?
Tal
vez sea la necesidad de nombrar o reivindicar a mis ancestros, un ejercicio
necesario para que permanezcan en la memoria, para que no se cumpla esa doble
muerte que significa el olvido... de cuando ya nadie nos nombra.
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
Sábado, 20 de Abril del 2024
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