El dormitorio al fondo, cruzando el umbral, está al
completo. Inmediatamente a la izquierda en una mesa con paño blanco hace de
altar a una capilla de madera, de las que se pasean por las casas del pueblo,
con la imagen de Jesús de Medinaceli, del que Andrés es devotísimo y del que
copia en su vestimenta los morados (de la camisa) y el cordón de su cuello.
Otro ventanuco eximio da luz y vistas a los patios del
vecino, donde dos acacias regalan sombra en el verano; apoyadas en la pared sin
blanquear dos ruedas de carro desvencijadas, y bajo cubierto la tartana del
señorito de al lado. Dos camas estrechas, frente a frente, separadas por una
mesita de noche sin barnizar desde su hechura, dan descanso al propietario y
ocasionalmente a algún huésped familiar.
Andrés vive de la caridad de las gentes del pueblo y
algunas perrillas que consigue con los mandados, que hace a las vecinas y
conocidos; ayuda de vez en cuando en la matanza del cerdo casero y criado en la
pocilga de la casa como otro habitante más. Colabora en la elaboración artesana
y de tradición añada de chorizos y morcillas.
También es diestro en faenas artesanales; se ofrece con
gusto, cuando alguien lo llama, para hacer jabón casero, cuyos ingredientes son
(como se sabe) hidróxido sódico más conocido como sosa, agua y aceite
multiusado en comidas y fritos; lo cual demuestra que el reciclaje no es
invento de nuestros días y a la vez es fruto de la necesidad. Esto ocurre generalmente a terminación de
otoño y comienzo del invierno.
En la rutinaria noria del lebrillo, removida con un
palo de álamo blanco pulido por la navaja del amo de la casa, va entremezclando,
espesando y por fin a punto de verter el resultado de los compuestos químicos
habituales. La cansinería de horas y vueltas hacen que Andrés sienta una
somnolencia que le hace perder el ritmo de la rueda jabonera.
En ese momento inicia su acostumbrado, típico y
exclusivamente propio movimiento. Con lentitud litúrgica de frailes cartujos,
sube su mano derecha a la cabeza, echa la boina hacia atrás, se rasca la
pelambrera larga y ahora desmelenada;
baja la mano a lo largo de la cara hasta la barbilla, donde con un
movimiento de vaivén se remueve el bigote y la nariz, para terminar con una
especie de caricia, como si retorciera suavemente la barbilla. En este momento las peludas cejas parecen
cortinas sobre sus ojos. Devuelve el movimiento ahora hacia arriba y las coloca
de nuevo en su lugar de origen y de descanso.
Entre tanto a los dos niños de la casa les atrae el
rito, se comunican con un codazo observando circunspectos la escena, contienen
la risa a duras penas, dejando escapar algún resoplido, al ver la figura con
los ojos cubiertos por la vellosidad de los arcos supraciliares, no pueden más
y estallan en carcajadas mientras corren a la calle.
Terminado la ceremonia vuelve la parsimonia de la
noria, las vueltas, los bostezos y a las tres horas de haber comenzado, decide,
por sus conocimientos empíricos y recordados, que ya está a punto. “Prepara, -dice a la Lola (la de
Pardiñas, para entender)-, el cajón,
recúbrelo con papel de estraza que esto ya está listo”.
Cuando abren los días, en los que da gusto tomar el
sol, Andrés sale a la calle acompañado siempre de su garrota y su perro, Pinto
de nombre y de pelaje, en este caso blanco y negro. Se pasea arriba y abajo de la calle de la
Encomienda hasta la plaza.
Cuando se acerca alguien de quien puede obtener alguna
ayuda, da unos pasos vacilantes, como si se trastabillara por alguna piedra
suelta o un mareo inesperado, en ese momento se agarra la frente, cierra los
ojos y dice como para sí, pero con el suficiente volumen para que se oiga: “Huy, huy… que me voy a caer”.
El aproximante,
ahora junto al mareado, movido por el intento de ayuda que le surge del
corazón, ha avanzado con zancadas rápidas, se planta junto al tambaleante y le
dice: “¿Qué te pasa, Andrés?” - “Nada,
se ve que me he mareado un poco”.
–“Bueno, a ver si te cuidas, (responde el buen samaritano) y toma…” (Saca la cartera y le da una
un billete de cinco pesetas).
El mareado, ahora ya firme pero con cara compungida,
mete el donativo en el bolsillo derecho de la chaqueta y da las gracias con un “Dios te lo pague” y añade “que es el mejor pagador”.
El caritativo se despide, “Hasta luego, Andrés, y no te dejes”. Andrés retoma el paseo,
pensando que ya tiene solucionada la comida de unos días. Como no es ansioso,
se conforma con ocasiones como esta, que lo llevan a alternar días de comida y
otros de ayuno.
(Continuará)
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Miércoles, 27 de Marzo del 2024
Viernes, 29 de Marzo del 2024
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