Opinión

Andrés Buena-persona (2)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 23 de Marzo del 2019
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El dormitorio al fondo, cruzando el umbral, está al completo. Inmediatamente a la izquierda en una mesa con paño blanco hace de altar a una capilla de madera, de las que se pasean por las casas del pueblo, con la imagen de Jesús de Medinaceli, del que Andrés es devotísimo y del que copia en su vestimenta los morados (de la camisa) y el cordón de su cuello.

Otro ventanuco eximio da luz y vistas a los patios del vecino, donde dos acacias regalan sombra en el verano; apoyadas en la pared sin blanquear dos ruedas de carro desvencijadas, y bajo cubierto la tartana del señorito de al lado. Dos camas estrechas, frente a frente, separadas por una mesita de noche sin barnizar desde su hechura, dan descanso al propietario y ocasionalmente a algún huésped familiar.

Andrés vive de la caridad de las gentes del pueblo y algunas perrillas que consigue con los mandados, que hace a las vecinas y conocidos; ayuda de vez en cuando en la matanza del cerdo casero y criado en la pocilga de la casa como otro habitante más. Colabora en la elaboración artesana y de tradición añada de  chorizos y morcillas.

También es diestro en faenas artesanales; se ofrece con gusto, cuando alguien lo llama, para hacer jabón casero, cuyos ingredientes son (como se sabe) hidróxido sódico más conocido como sosa, agua y aceite multiusado en comidas y fritos; lo cual demuestra que el reciclaje no es invento de nuestros días y a la vez es fruto de la necesidad.  Esto ocurre generalmente a terminación de otoño y comienzo del invierno.

En la rutinaria noria del lebrillo, removida con un palo de álamo blanco pulido por la navaja del amo de la casa, va entremezclando, espesando y por fin a punto de verter el resultado de los compuestos químicos habituales. La cansinería de horas y vueltas hacen que Andrés sienta una somnolencia que le hace perder el ritmo de la rueda jabonera.

En ese momento inicia su acostumbrado, típico y exclusivamente propio movimiento. Con lentitud litúrgica de frailes cartujos, sube su mano derecha a la cabeza, echa la boina hacia atrás, se rasca la pelambrera larga y ahora desmelenada;  baja la mano a lo largo de la cara hasta la barbilla, donde con un movimiento de vaivén se remueve el bigote y la nariz, para terminar con una especie de caricia, como si retorciera suavemente la barbilla.  En este momento las peludas cejas parecen cortinas sobre sus ojos. Devuelve el movimiento ahora hacia arriba y las coloca de nuevo en su lugar de origen y de descanso.

Entre tanto a los dos niños de la casa les atrae el rito, se comunican con un codazo observando circunspectos la escena, contienen la risa a duras penas, dejando escapar algún resoplido, al ver la figura con los ojos cubiertos por la vellosidad de los arcos supraciliares, no pueden más y estallan en carcajadas mientras corren a la calle.

Terminado la ceremonia vuelve la parsimonia de la noria, las vueltas, los bostezos y a las tres horas de haber comenzado, decide, por sus conocimientos empíricos y recordados, que ya está a punto. “Prepara, -dice a la Lola (la de Pardiñas, para entender)-, el cajón, recúbrelo con papel de estraza que esto ya está listo”.

Cuando abren los días, en los que da gusto tomar el sol, Andrés sale a la calle acompañado siempre de su garrota y su perro, Pinto de nombre y de pelaje, en este caso blanco y negro.  Se pasea arriba y abajo de la calle de la Encomienda hasta la plaza.

Cuando se acerca alguien de quien puede obtener alguna ayuda, da unos pasos vacilantes, como si se trastabillara por alguna piedra suelta o un mareo inesperado, en ese momento se agarra la frente, cierra los ojos y dice como para sí, pero con el suficiente volumen para que se oiga: “Huy, huy… que me voy a caer”.

El  aproximante, ahora junto al mareado, movido por el intento de ayuda que le surge del corazón, ha avanzado con zancadas rápidas, se planta junto al tambaleante y le dice: “¿Qué te pasa, Andrés?”  - “Nada, se ve que me he mareado un poco”.         –“Bueno, a ver si te cuidas, (responde el buen samaritano) y toma…” (Saca la cartera y le da una un billete de cinco pesetas).

El mareado, ahora ya firme pero con cara compungida, mete el donativo en el bolsillo derecho de la chaqueta y da las gracias con un “Dios te lo pague” y añade “que es el mejor pagador”.

El caritativo se despide, “Hasta luego, Andrés, y no te dejes”. Andrés retoma el paseo, pensando que ya tiene solucionada la comida de unos días. Como no es ansioso, se conforma con ocasiones como esta, que lo llevan a alternar días de comida y otros de ayuno.

 (Continuará)

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