Opinión

Fracaso

Rafael Toledo Díaz | Martes, 2 de Abril del 2019
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Ella apenas había leído un libro en su vida, nunca supo en realidad quién era Delibes, más allá de alguna reseña en la tele, y menos, “Carmen Sotillo”, el personaje del genial vallisoletano de su novela “Cinco horas con Mario”. Pero allí estaba, en aquel aséptico y moderno tanatorio interpretando sin saberlo el mismo papel, el mismo personaje.

¿Quién era aquél que vislumbraba tras el cristal de la sala? Una vida entera a su lado y a poco que buscara en su interior era apenas casi un desconocido. ¿Compartir qué? se preguntaba. Aquel cuerpo que yacía rígido y frío había sido partícipe con ella de engendrar a cuatro hijos, dos varones y dos hembras. En aquellos momentos su llamada era desesperada ¿dónde estaban ahora que los necesitaba? Aquellos desagradecidos a los que amamantó y por los que se desvivió hace mucho tiempo que volaron del nido y no querían saber nada, apenas unas cartas, una llamada de justificación para felicitarla en días puntuales. La excusa, mil de ellas, la vida, la distancia, el trabajo, quehaceres que impedían la comunicación, un valor que desgraciadamente nunca supo transmitir a la familia. Ella nunca fue consciente de ese gran error y pensaba que era mejor aislarlos de los problemas, limitándose a comprar la paz. La distancia supuso la puntilla final. Cada vez sabía menos de ellos, por eso hacía tiempo que ya no los tenía en cuenta. Cuando de repente se presentó la enfermedad del padre supo que era sólo un problema suyo. 

Quizás Sonia vendría al funeral pues era la que vivía más cerca, unos kilómetros de autopista y a lo mejor se acercaba. Le había dejado el recado en el contestador. Los demás andaban desperdigados por medio mundo, viviendo su vida y casi otras culturas. La última vez que Claudio la telefoneó  notó cómo le costaba hablar en castellano. Alguno de ellos, al conocer la noticia, le mandarían una carta llena de excusas para justificar la ausencia.

En aquella larga noche le había dado tiempo a rememorar el pasado, algo que últimamente la asaltaba. Volvía a sus años mozos en aquella ciudad del sur, los patios, la música, la arrolladora fuerza de la juventud a pesar de la escasez de aquel entonces.

Su difunto marido era o fue un novio auto impuesto, un apaño de su madre porque ella bebía los vientos por otro muchacho del barrio. Pero tenía que gustarle a su progenitora primero, él era cortés, educado, trabajador y cumplía los requisitos del yerno ideal. Pero no era su tipo, aquella sumisión no fue la primera, aceptar a aquel hombre fue un error más de los que cometió. Ahora se pregunta por qué fue tan cobarde, tan cómoda, tan sumisa. En cada elección anteponía la satisfacción y la complacencia de su madre a la suya.

Durante toda su vida la constante fue la renuncia de sus sueños, su ciega obediencia fueron sumiéndola en la desidia y la apatía de la rutina. Sólo cuando los hijos eran pequeños, sus cuidados y las múltiples tareas del hogar lograron calmar sus sentimientos e inquietudes.

Ahora era demasiado tarde para resurgir. La dolencia del marido la había dejado exhausta, la última etapa había acabado con todas sus fuerzas. Aunque su matrimonio no fue fruto del amor ni de la pasión, tras aquel cristal no estaba el culpable de su castigo, no trataba de justificarlo, él fue un buen hombre. Un hombre dotado sólo para el trabajo y para conseguir el pan de los suyos. Fueron tiempos duros para los dos, pero ni siquiera esta lucha juntos les produjo complicidad. Sin darse cuenta, el paso del tiempo les derivó a una rutina peligrosa, un aislamiento individual aceptado en gustos y entretenimientos. Después, la dura enfermedad acabó con todo.

Pensándolo bien la experiencia vital de su marido fue como la de una planta que  nace, crece, se reproduce y muere. Un hombre vulgar, simple y egoísta que sin embargo la adoraba y la obedecía en todo. Quizás la falta de personalidad de su consorte influyó en la educación de los hijos, es posible. A veces, desesperada, trataba de implicarlo en los problemas familiares que provocaban la actitud rebelde de los vástagos. Se preguntaban cuando él estaba bien: ¿En qué nos hemos equivocado para que se comporten así? Ninguno de los dos sabría responder, pero ella al menos necesitaba un motivo, una justificación, saber que motivó el distanciamiento de la prole, a él no parecía preocuparle lo más mínimo y eludía toda responsabilidad.

Sin embargo los reproches a aquel cuerpo inerte no eran tales, apenas servían para justificarse. Aquel momento del velatorio fue un instante íntimo para volver a hacerse las mil y una preguntas que le asaltaban desde hacía demasiado tiempo. Preguntas sin respuestas, errores sin solución que la habían convertido en una vieja amargada que saltaba como un resorte ante cualquier dificultad, incapaz de racionalizar los momentos.

Estaba enfadada con ella misma, ¿cómo no se dio cuenta de tanta mentira y tanta equivocación?. La docilidad ante la adversidad, esa era la ecuación que nunca supo resolver.

Ahora sabía que el tiempo jugaba en su contra ¿cuántos años más podría vivir? Tenía demasiados achaques, casi tantos como dolores, pero a pesar de todo reconocía que ninguno de sus males actuales eran mortales. Ocho o diez años más de vida, eso le pedía al futuro, un futuro para reconciliarse con ella misma y con el mundo. Los hijos, ¿qué importaban en estos momentos? Ni siquiera sabía si alguno vendría al funeral.

Hacía algunas horas que había amanecido, acostumbrada al insomnio sólo estaba algo cansada. Instintivamente sacó de su bolso el móvil, buscó en la agenda el número de la peluquera, eludiendo hablar del inminente funeral dijo con voz firme:

- Paqui, necesito que me des hora para pasado mañana. Sí, ya sabes, corte tinte y moldeado. 

Nada mejor que reafirmar su imagen. Más tarde dejaría pasar un par de jornadas, después se llegaría a la agencia de viajes para reservar un crucero por el Mediterráneo. Dudó un momento, ¿sola?, la verdad es que no le resultaría difícil convencer a su amiga y vecina, la viuda del quinto, la única que estaba al tanto de su sufrimiento y su frustración. No le importaba el costo de ese capricho, el dinero era lo de menos, al fin y al cabo había sido capaz de ahorrar de la pequeña pensión. Además, estaba segura que más pronto que tarde aquellos interesados le reclamarían la parte de la herencia del padre. Cuando volviese del viaje se compraría un ordenador y se apuntaría a un curso de Internet, siempre le apasionaron las nuevas tecnologías.

El bullicio de la gente y el olor a café le confirmaron el cambio de actitud, sabiéndose sola y libre pensó, ahora o nunca.  

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