Los humanos resultamos ser complejos,
muy complejos, tanto es así que somos capaces de lo mejor y lo peor. La
inteligencia y la afectividad, nuestra cabeza y nuestro corazón son dos motores
que nos abocan continuamente a pensar, decidir y actuar libremente de una
determinada manera.
La característica más
relevante, la mayor grandeza que encierra el ser humano reside en poder ser
piloto de la “nave donde viaja”, de su vida, con lo que conlleva de riesgo, de aciertos
y errores que como en el tenis son o no forzados, provocados por las propias
limitaciones y circunstancias que hacen de ese viaje vital un trayecto sometido
a escollos y adversidades de distinto calado. Tener la capacidad de sobreponerse,
reconducir y superar esas vicisitudes para llegar al puerto deseado es lo que
hace al hombre un ser grande, noble e irrepetible.
Entre esas adversidades, el
contratiempo más complicado a superar en este viaje vital es el perdón. Existen
otras muchas de distinto calado, pero creo que perdonar es el acto más difícil
a la vez de gratificante que una persona puede realizar. Y lo es porque supone en
la mayoría de las ocasiones renunciar a la lógica, incluso a la razón y al
propio yo. Gratificante porque tras el perdón, el corazón se ensancha y se
llena de paz.
Porque perdonar en su estado
más profundo no solo consiste en condonar, sino también olvidar y…volver a amar.
Perdonar de verdad es volver a empatizar con quienes han sido hirientes,
ofensivos e injustos y eso únicamente se puede hacer aplicando la escala de una
virtud que en principio es humana, la bondad, pero que a partir de cierto grado
se trasforma en cristiana, siendo su máxima expresión la santidad. La
envergadura de la ofensa determinará si se trata de una u otra.
En el Evangelio, Jesús nos habla
de una manera directa sobre el camino que hemos de seguir si queremos alcanzar
la perfección cristiana que en esto consiste la santidad. Pues bien en este
camino el perdón es posada irrenunciable. Nadie puede lograr la santidad si
antes no ha perdonado setenta veces siete.
El “amar y perdonar a
nuestros enemigos”, expresión del mismo Jesús aparecida en Mateo y Lucas, junto
a la parábola del joven rico narrada por los tres evangelistas sinópticos, son
las dos exigencias evangélicas que todo cristiano ha de aceptar y seguir si
quiere alcanzar la vida eterna.
Si la temperatura de la Fe está
reflejada por la Caridad, la de santidad queda expresada por la capacidad de
perdonar. En ambos se trata del amor y el perdón al prójimo, a un prójimo que en
algunas ocasiones es el enemigo, aquél que puede atentar incluso contra nuestra
propia vida como en el martirio.
Estamos en Semana Santa, la
Semana Grande para los cristianos porque en ella celebramos el gran Misterio de
la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Pues bien, la Semana Santa es también la
gran semana del Perdón, de la suma bondad de Dios encarnado en su Hijo
Jesucristo, el santo de Dios. Tras cuarenta días en los que la Iglesia nos ha
invitado de una manera más explícita a la conversión, ahora es el momento de mirar
al Señor en la Cruz y recibir de Él su completo perdón.
El perdón de Aquél que haciéndose
Hombre, nació y vivió de manera humilde y pobre, muriendo inocente, libre de
toda culpa, redimiendo así nuestras faltas y pecados; y lo hizo por puro amor
pidiendo al Padre que perdonara y justificara a quienes lo habían llevado hasta
allí porque no sabían lo que hacían. Jesús en la Cruz ama y perdona hasta el
límite. En el Calvario, Jesús hace propio todo aquello que predicó durante su
vida pública. La pasión de Jesús es la coherencia de su mensaje. La muerte de
Jesús es la coherencia de su vida.
“Por eso Dios lo levantó sobre
todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de
Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda
lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Del
Himno a Filipenses.
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
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Viernes, 19 de Abril del 2024
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