Andrés era buen contador de historias. En las trasnochadas de invierno y con el calor de la lumbre de la casa de algún vecino, antes de irse a cenar y acostarse, hacía recuento de sucesos ocurridos en sus días o transmitidos en reuniones de este tipo; ninguna narración podría encontrarse por  escrito.

 Parecía como si los leyera entre las llamas de la lumbre, que quemaban el último tronco del día. Miraba las ascuas o el humero (éste ocupa la zona que va desde la base de la lumbre, sube hasta la cornisa y desaparece en el negro boquete, que ésta forma hasta llegar al tejado, terminando en la chimenea, por donde se expelía el humo producto de la combustión de alguna cepa y bastante paja de la casa de los pobres).

Fruncía el ceño y comenzaba:  ¿Os acordáis de “fulano” hijo de “zutano” que un día…?  sí el que vivía en la calle Buenavista. 

Andrés situaba las narraciones  sin rigor geográfico ni histórico, su estilo era más bien evangélico, no por la elevación teológica o doctrinal, sino por el modo cómo narran los evangelistas los acontecimientos, “por aquel tiempo”, “bajaban del monte y se encontraron a…” Pues así. 

Si estaba suficientemente inspirado, ponía nombres a los personajes y territorios testigos del sucedido. En las repeticiones subsiguientes de los mismos hechos no coincidían los datos con lo memorizado por nuestras cabezas de niños. 

Pero como lo importante era la historia y no los detalles, pues oíamos calladamente atentos y no perdíamos datos narrados, ni apostillas de las personas mayores, que participaban de la escenificación literaria de lo historiado.

En un momento como éste, a consecuencia del suicidio de un vecino del pueblo, recordó la siguiente historia.

La situó en un pueblo vecino,  el tiempo hacía unos años, ese era el rigor temporal. Para hacernos una idea más palpable, diremos un pueblo bastante pequeño y “corrían los años anteriores a la guerra” sic en boca del narrador. Se trataba de Estanis (diminutivo de Estanislao así se conocía familiarmente).

Estanis era trapero,  se ganaba  su pan, recogiendo por el pueblo trapos viejos, suelas de cáñamo de zapatillas desechadas, pieles de conejo y de liebre, cuernos de alguna cabra metida en años, que habían sacrificado los dueños, porque se le había agotado la fuente de la leche. El negocio no era como para salir de pobres. 

Estanis además de trapero era recovero. Una ocupación  perdida en la segunda parte del  siglo XX.

Nos refrescaba Andres la memoria y nos añadía, a modo de notas marginales, distintos conocimientos que por nuestra infancia o falta de observación habíamos perdido. Hay que decir –decía- que como siempre ha funcionado la ley de la oferta y la demanda, por aquellos años en casi todas las casas había gallinero, aunque fuese en un rincón diminuto del corral, en él las amas de casa procuraban mantener unas gallinas, y algunos, menos, gallos. Ellas ponían huevos casi todos los días del año a partir de santa Águeda (5 de febrero).  El problema les sobrevenía a causa de la esterilidad de producción. Dada tal circunstancia, la mujer las llevaba a la cazuela con la excusa de algún remedio, para fortalecer al muchacho que, como tanto había crecido, parecía una hilacha y debía “reponerse”. 

Ellos, los gallos fertilizaban las gallinas todos los días (¡Quién pudiera, decía el dueño de la casa, “cumplir” matinalmente, como lo hacen estos virtuosos de la procreación!). Con su canto recordaban las horas que el reloj no daba. Los más avezados y experimentados anunciaban con la repetición  del ki-ki-ri-kí el cambio de tiempo, decían los meteorólogos del momento contando: lluvia, viento, sol…  Cuando estaban orondos y  llegada la feria o la fiesta de la Patrona hacían unas pepitorias, que quitaban el hipo en manos de la señora del hogar.

-Andrés, le decíamos, estabas hablando de Estanis el recovero y te has ido al corral con las gallinas y los gallos.

-Estáis hechos unos troneras sin paciencia, callad que sigo…

(Continuará)