Opinión

La herencia

Rafael Toledo Díaz | Lunes, 29 de Abril del 2019
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Asociar la primavera con los libros es un gran acierto, sacar los textos a la calle como pujantes brotes en una estación llena de luz y de vida es una idea genial. Por eso se celebran en esta época del año multitud de eventos relacionados con la cultura y, más concretamente con la literatura en sus dos facetas, leer y escribir.

En todas estas celebraciones siempre suele haber un acto serio y riguroso que trata  sobre la industria editorial y la necesidad de publicar, sus consecuencias, la responsabilidad y el compromiso del escritor frente a una sociedad que, cada vez más, remolonea y tilda a la cultura como algo poco necesario o residual.

Es verdad que en todos estos actos los roles de los ponentes están muy definidos. Por un lado tenemos al sesudo poeta o escritor que te larga un rollo de cinco folios lleno de citas y razonamientos tan refinados como complicados, reflexiones que sólo los muy eruditos entienden. Después el docente que trata de explicar su lucha diaria frente a unos jóvenes que no conectan con los clásicos y que demandan una nueva literatura, una nueva forma de escribir. Para terminar llegamos al ponente que, menos envarado que los demás, nos habla del sentido común y dice cosas tan lógicas como que, los guionistas de las buenas series de televisión son los herederos de la literatura en mayúsculas.

Porque en definitiva la literatura es un instrumento que sirve para mantener la memoria colectiva. Siempre refleja los acontecimientos cotidianos, los recrea y los transmite para sean utilizados por las  generaciones futuras. Qué si no es el Quijote. Y añado, escribir a veces implica declarar sueños e ideales, reflejar en el papel los mejores deseos que uno quisiera para los suyos, para sus posibles descendientes. Manifestar que la necesidad y la responsabilidad de transmitir un legado va más allá del simple valor material de las cosas. 

LA HERENCIA 

Había llegado al amanecer en un vuelo transoceánico directamente desde la ciudad de los rascacielos. Volvía después de casi cinco años de ausencia. La excusa para demorar el regreso consistió en que a la inicial beca de doctorado se habían añadido unos cuantos contratos de trabajo y la posibilidad de perfeccionar el inglés.

Después del largo viaje, cuando por fin llegó a la ciudad donde pasó su infancia apenas notó diferencias con los hábitos y costumbres adquiridos en el otro continente, ya que la globalización tenía esas consecuencias, la falta de diferencia. Regresaba sola y deseaba seguir así, por eso le pidió a su madre las llaves del piso de los abuelos, quería instalarse cuanto antes en aquella vivienda que ahora estaba vacía.

Cuando abrió la puerta pudo comprobar que casi nada había cambiado, recordaba a la perfección aquellos muebles que ahora habían pasado de moda, ni siquiera los habían cambiado de ubicación, los descoloridos sofás y el enorme aparador seguían siendo un referente en el clásico salón.

Sólo uno de los dormitorios individuales lo habían convertido en una modesta biblioteca, ordenadas en las estanterías estaban muy claramente definidas las preferencias lectoras de sus abuelos maternos, los libros técnicos y de cocina pertenecían a su yaya. Sin embargo, las lecturas de su abuelo eran pura anarquía en géneros y estilos.

En aquella estancia, y sin demasiado polvo, se amontonaban varias cajas que contenían los suplementos dominicales de un prestigioso periódico del pasado siglo. Seguro que hojeándolos se podría conocer aquella etapa que llamaron "La Transición". También había bastantes libros de poemas de autores clásicos y algunos de desconocidos poetas locales conocidos de su abuelo.

Sin un orden específico reposaban en los estantes gran cantidad de novelas, pero también biografías y algún que otro ensayo, amén de otros géneros tan diferentes como viejos tebeos, modernos libros de cómics mezclados con algunos textos sobre filosofía y teatro.

Pero lo que directamente le llamó la atención fue un paquete envuelto en papel de regalo que llevaba una etiqueta con su nombre. Su madre le comentó que esa caja la habían dejado expresamente sus abuelos para ella, era parte de su legado.

Al abrirla comprobó que contenía una carta de despedida repleta de amor, tres folletines viejísimos que aun olían a moho y que fueron rescatados del fuego de cualquier chimenea posiblemente por su bisabuelo. También contenía otra pequeña caja de lata con recortes de casi todos los relatos y artículos que su abuelo escribió para un periódico local.

Empezó a leerlos por curiosidad aquella misma mañana tratando de combatir el jet lag. Más tarde, atrapada por el interés de aquellos escritos, resolvió que los utilizaría como material para confeccionar la tesis de la nueva carrera que había empezado a estudiar.

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