Opinión

El Forastero (6)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 29 de Junio del 2019
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Imposible pinchar con el tenedor  un trozo de queso.  Con menos dificultad pudo sorber un trago del vaso, donde se había escanciado parte de la cerveza del bote que tenía delante.

En esas estaba cuando de nuevo oyó la voz de Adriano inquiriendo y afirmando: “Está usted temblando ¿Le ocurre algo? ¿No le gusta la cerveza? ¿Tiene fiebre”?. 

Iba a responder cuando descubrió junto a la mano derecha del recepcionista una toalla pequeña, tapando algo abultado, parecida  a la que en la mesita de noche cubría la “Super Star” bien lubricada. A punto estuvo de salir corriendo, pero las piernas no obedecieron al mandato de levantar el cuerpo.

Sucedió lo que nunca pudo imaginar el ganadero. El Forastero rió con gana durante unos segundos al observar al compañero de mesa y contemplar sus espasmos, sudores y gestos.

Volvía a leerle los pensamientos. “Pero hombre ¿de verdad cree usted que le voy a hacer algo malo?” y continuó riendo.  “Lejos de mí hacer daño a ningún ser humano”.

Para este momento, Edelmiro ya no estaba sentado en la butaca de mimbre. Sí, su cuerpo estaba presente, pero su ánimo estaba a kilómetros de distancia. Era como si físicamente estuviera allí, pero no. Oía, como si se hallara dentro de la caverna de Platón,  lo que Adriano decía, sus ojos clavados en el vaso de cerveza, que tampoco veía, toda la realidad se había difuminado.

En un momento y a lo lejos oyó una voz que le decía, “Edelmiro ¿le ocurre algo? ¡Oiga!”. Por fin volvió en sí. El anfitrión se había dado cuenta de la situación del invitado, se levantó de su silla y comenzó a zarandearlo a ver si se le pasaba el trance.

Recobrada la existencia normal miró alrededor y observó que la actitud de su vecino era amistosa y preocupada. “Uy, perdone usted, no sé lo que me ha ocurrido, debe ser un síncope de esos que dicen en los pueblos”. Articuló todavía con la duda de su anclaje personal.

Recompuestos ambos contertulios, continuó la reunión y el aperitivo con cierta intranquilidad por ambas partes. Pero Adriano tenía muchas tablas en el asunto y dominó la situación en un santiamén. Le comentó que él conocía las opiniones de la gente sobre su persona, sus viajes, sus ausencias de la casa, las habladurías varias con las que el personal se entretenía en los bares y corrillos de las esquinas, cuando pasaba por el pueblo.

Como es usted persona de bien, por lo menos así lo considero yo, y así me lo ha demostrado durante estos años que hemos sido vecinos, voy a revelarse un secreto. No, varios secretos”, continuó el forastero tras el trago cervecero. Para estos momentos Edelmiro ya se había tranquilizado, iba por el segundo bote de cerveza y casi terminado con los aperitivos, que en su momento hubo sobre las bandejitas de la mesa.

Los secretos fueron varios;  algunos casi sin importancia como el de que cuando entró en la casa pensando que el vecino estaba fuera, lo había visto arropado por la penumbra de la habitación de dormir sin ser descubierto, mientras Edelmiro muy interesado en su contenido registraba el armario, así como cuando salió corriendo sobresaltado a la vista de su figura reflejada en el espejo. “A punto estuve de soltar una carcajada, pero pude contenerme con el moquero  en la boca”, confesó el contertulio.

El mayor secreto que Adriano contó a Edelmiro y para ello se puso muy serio, fue el referente a los objetos sagrados descubiertos en el armario. No habían sido robados, eran de su propiedad. No servían para ritos ocultos, ni brujerías como podría suponerse, desconociendo el origen de ellos.

Sí. Adriano era de familia pudiente y bien acomodada, poseía algunas fincas, unas dedicadas a la explotación agraria y otras, de menos riqueza agrónoma, dedicadas a la explotación de la caza y servicio de esparcimiento para sus parientes y amigos, de ahí le venía su afición y puntería con las armas de varios calibres.

El cura de su pueblo, en una de las charlas posteriores a la cacería, le había aconsejado ingresar en el seminario y reflexionar sobre su vocación sacerdotal, porque, a opinión del tonsurado, estaba despreciando el llamamiento divino de servir a la feligresía. 

Idea que él rechazó, alegando que estaba en trámites de compromiso matrimonial con la hija de unos amigos de sus papás, los cuales disfrutaban de categoría social elevada, con lo que la vida se le presentaba muy atractiva y atiborrada de placeres para todos los gustos.

(Continuará)

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