Feria 2019

Aliento de vida

Premio Local de Narraciones "Félix Grande"

Eva María Baos Ruiz | Domingo, 11 de Agosto del 2019
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Se sirvió un vaso de agua, respiró hondo y se reclinó en su asiento. Cerró los ojos.  Se dejó envolver por el silencio para romperlo segundos después. Hábleme de Ana, mi madre, dijo buscando la mirada de su anfitrión. El eco de aquel nombre salió disparado de sus labios como un dardo, cruzó el salón y se clavó en el corazón del viejo perforando la costra de la que el tiempo lo había cubierto, anegándole el alma en dolorosos recuerdos. El joven comprendió, y retuvo el aliento como se retiene en el cuarto de un enfermo grave. Quiso pronunciar unas palabras de consuelo, ninguna le vino a la mente. Oró entonces en silencio por las almas que un día habitaron aquellas paredes. Deseó poder aprehender las imágenes que se proyectaban en la mente del anciano en ese momento. Éste se había vuelto hacia la ventana. Se acercó a él con andar lento y lánguido. En los cristales, como un holograma, se dibujaba el sombrío rostro de un anciano centenario de cabello cano, nariz afilada, finos labios y ojos húmedos. El viejo soñaba la vida de personas que un día dieron luz a las sombras. En su rostro había una expresión de pena tan honda que mostraba el estado del alma que lo habitaba. 

Querido sobrino, dijo al fin, me parece estar viendo a Ana en el fondo de tus ojos. Una tos áspera le sacudió el pecho. Es culpa del tabaco, sentenció, el médico me ha dicho que tengo que dejarlo o me matará. Pero moriré de todos modos. Mañana te hablaré de tu madre, te lo prometo. Se ha hecho tarde. Tu carta avisándome de que venías llegó ayer, pero tu habitación está preparada desde hace días. El viento me contó que había muerto mi hermana y que tenías la intención de venir a verme. El viento siempre me trae las malas noticias. Es mucho más rápido que el correo...

El viejo salió de la estancia. En el pasillo encendió un cigarrillo. No me queda mucho tiempo, se dijo mientras se acercaba el pitillo a los labios. Nunca fumaba en su alcoba. Tampoco lo había hecho su padre. Ambos habían sido fumadores toda la vida, pero nunca fumaban donde dormían. Por la noche el viento les traía noticias, y el viento nunca hablaba si la habitación estaba llena de humo.  

Aquella primera noche en casa de su tío, Manuel no pudo conciliar el sueño. Se levantó temprano y fue directamente al salón. Levantó la tapa superior del piano de cola, y la apoyó sobre el bastón a media altura. Deslizó las yemas de los dedos por la caja de resonancia hasta situarse frente al teclado. Mientras acariciaba las piezas de marfil y ébano, recordaba a su madre. Al oír la dulce melodía, el viejo entró en la sala. La sencilla bagatela le hizo viajar en el tiempo. Guardó la partitura, tomó a su sobrino del brazo y le pidió que se acomodara en el sofá.   

Recuerdo aquel día como si fuera ayer, le dijo. Ana estaba cansada, el día había sido largo. Le esperaba aún una interminable noche de insomnio. No podía dejar de pensar esperanzada en el joven médico del que le habían hablado. Deseaba con todas sus fuerzas que pudiera curar a su hijo. Al amanecer, el sol pintaba de luz verde el trigo y lo mezclaba con el bermellón de las amapolas. Ana bajó la ventanilla del vagón y se relajó contemplando el paisaje mientras su hijo dormía acunado por el vaivén del tren. Al toque de campanas, una cigüeña huye; probablemente es la misma que tardó en visitarla y le trajo al fin un niño, pero débil y enfermizo. Al anochecer, vuelve de la ciudad convencida de que si seguía las prescripciones del doctor, su hijo crecería sano y fuerte. 

Una tarde de la última semana de abril, continuó el viejo, Ana acunaba a su hijo.

Controla su respiración y lo besa en la frente. Se abraza a él y lo baña en lágrimas.

El niño arde en fiebre. Ni los consejos del médico ni las inyecciones funcionan. Perdida la confianza en lo humano, su esperanza se abraza a lo divino. Promete salir descalza en la romería al día siguiente, y saldrá en procesión por las calles de Tomelloso tras un carro tirado por mulas. Acompañada por carrozas y reatas, anduvo cuatro kilómetros hasta a la ermita de la Virgen de las Viñas con su hijo en brazos. A los pies de la Virgen pide que su hijo crezca fuerte y sano. Sin embargo, pasan los días y los meses, y el milagro no llega. El niño crece débil y enfermizo.

Apenas se veía ya. El sol se escondía tras las colinas, las últimas luces del día se perdían más allá del horizonte. Empezaba a refrescar, Ana se echó un chal sobre los hombros. La Navidad estaba próxima y el invierno se haría largo. La habitación se había ido quedando a oscuras. Sintió que había algo más que el malestar que le producía la oscuridad prematura. Recordó que cuando volvía de la iglesia aquella mañana el reloj de la iglesia había dado trece campanadas. Era un mal augurio. Contaban las viejas que trece fueron las veces que tocaron las campanas de la iglesia el día en que estalló la guerra. Al día siguiente, el niño amaneció como tantos otros con fiebre muy alta. Esta vez, además, tenía convulsiones, a media mañana aparecieron los vómitos y más tarde unas manchas moradas en la piel. Ana rezaba mientras trataba de bajar la fiebre de su hijo con paños de agua fría. 

La víspera de la nochebuena más fría de su vida, Ana caminaba lentamente borracha de tristeza, ajena al trasiego de gentes en un ir y venir sin fin, la alegría de la calle llena de vida, a los villancicos, al alboroto confuso de sonidos. Tiene la mirada perdida en el infinito y los ojos hinchados por el llanto. Las lágrimas le saben a hiel. Al toque y repique de campanas, alza la vista. Cruza la plaza. Sube los escalones y accede a la iglesia. Se detiene frente al altar bajo una pintura que representa la creación, y deja allí al niño que lleva en brazos. No puede contener las lágrimas. Él ya no respira. Con cada lágrima que derrama va despojándose de todos los temores que durante años se le han ido pegando a la piel. Siente la fuerza en su interior y acepta que no puede detenerla. Se condenará, pero ya no le importa. Está preparada. Blasfemia frente a la Cruz y jura ante Dios que venderá su alma a Satanás si devuelve la vida a su hijo. Sin respuesta, regresa a casa llevándose la mortaja de su hijo. 

En casa, unos extraños ruidos, llantos y gemidos enredados en una persistente e inquietante maraña de sonidos que parece provenir del doblado la sobresaltan. Sabe que no debe ir, pero no puede evitar hacerlo. Exhausta, toma asiento en una vieja silla de madera de nogal con respaldo, asiento y brazos acolchados. Seducida por su apariencia confortable, decide darse un descanso. Hace una eternidad que no descansa. Frente a ella hay un espejo que le devuelve la imagen de una bella dama. Es su propio reflejo. Es ella antes de que la desgastaran el tiempo y el sufrimiento a partes iguales. La dama del otro lado del espejo le tiende su mano de alabastro. Es tan real que puede verse reflejada en sus pupilas verdes. Ven. Ven. Ven. Su voz es como el susurro de las hojas entre los árboles, como el canto de una sirena al que no puede resistirse. La habitación se hunde en la oscuridad. Tan sólo puede ver el fuego fatuo de dos ojos verdes que la guían en las tinieblas como un faro en la noche. El cabello del color del azabache pierde de pronto su brillo y encanece. La tez rosada se arruga y amarillea como el pergamino, los pómulos se hunden bajo la piel. Los ojos rasgados, las pestañas largas y negras desaparecen bajo los párpados que se precipitan al vacío. Los labios cárdenos esbozan una desdentada sonrisa. Un escalofrío le recorre la espalda, siente una punzada en el corazón. La aterradora imagen que le devuelve el espejo es ahora ella en ese mismo momento. Grita. Nadie puede oírla. El reloj de la iglesia daba la una en trece campanadas.

Encontramos a Ana de madrugada tendida en el suelo bajo la ventana del doblado, con el rostro desfigurado, y la mandíbula desencajada en una terrorífica mueca de dolor. Junto a su cuerpo sin vida, tú llorabas llamando a tu madre. Un vecino juró haber oído un grito desgarrador, tal como si le hubiera sido arrancada el alma a pedazos mientras caía al vacío. Era Nochebuena. El cuerpo de Ana yacía sobre el lecho. Familiares y vecinos la velaríamos y la acompañaríamos para darle nuestro último adiós unas horas antes de ser devuelta a la tierra. Te abalanzaste sobre tu madre. Te abrazaste desconsolado a ella, y la besaste en la frente, en los ojos y en los labios amoratados. Entonces acaeció el milagro. Ocurrió tal y como profetizó Ezequiel, el espíritu entró de nuevo en el cuerpo inerte de Ana, y volvió a la vida gracias al dulce aliento de su hijo. El amor es la fuente de energía más poderosa de todo el mundo, porque no tiene límites. Después de aquel día, Ana dejó el pueblo llevándote consigo. Empezó una nueva vida lejos de aquí y no volvió nunca. El viento me trajo muchos años después la noticia de su muerte. 

El viejo acabó su relato exhausto. Todos aquellos recuerdos habían caído sobre él como una losa. No dijo una palabra más y se retiró a su alcoba. A la mañana siguiente el joven se levantó temprano. Quiso despedirse de su tío, pero este aún no se había levantado. No quiso molestarlo, le dejó una nota diciéndole que iba a la ciudad un par de días para arreglar un asunto urgente prometiendo regresar pronto.

Aquella noche, la borrasca provocó un fuerte temporal en el Mediterráneo. Las rachas de viento huracanado arrastraron la letanía de las trece campanadas de la iglesia de Tomelloso hasta Barcelona, el joven pudo oírlas desde su cama. El viento le trajo también el susurro de una canción sin palabras. Asistió al sepelio, y cuando le preguntaron quién le había dado la noticia del fallecimiento de su tío confesó que había sido el viento. 

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