Opinión

El fantasma (4)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 26 de Octubre del 2019
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Al finado no se le reconocían enemigos del calibre de asesinos, tenía enemistades con algunos vecinos, pero lo normal en los pueblos, alguna discusión aunque nunca llegó la sangre al río, sobre todo por su corpulencia más bien escasa y poco defendible. 

Entendido en asuntos de compra y venta de terrenos y casas, o sea  corredor de fincas, con la habilidad de no dejar contentos ni a vendedores ni compradores, causa por la que los negociantes habían huido de sus servicios, ahí la razón de que últimamente se le veía taciturno y poco locuaz. Alguien apuntó que su muerte podría ser el efecto de una operación,  cuyos protagonistas quedaran descontentos. Pronto se desechó la opinión por la lejana temporal de la última compra-venta de Joselillo. 
Hubo un tiempo durante el cual actuaba de soplón para algunos cargos políticos forasteros, cercanos al pesebre del poder dictador. Las decisiones se tomaban inoculando una obediencia ciega a los mandatos de los ganadores de la guerra; el arbitraje siempre corría a cargo de los individuos asesorados por las opiniones del ahora difunto, muy servicial hasta lamer sus pisadas. 
Esta idea rondaba la cabeza del cabo Bornes sin excluir “otras líneas de investigación” para descubrir el motivo del crimen y desde ellas al asesino. Podría tratarse de alguien a quien hubieran castigado, siguiendo los consejos de la víctima en las visitas inspectoras. El guardia  nunca olvidó que en las decisiones de “afecto o no afecto al régimen” pesaba mucho su opinión, injusta en muchas ocasiones, por lo que tampoco era aceptado salvo en los ambientes de los “azules”.
Joselillo había sido de movimientos ágiles en su juventud, pero ahora por su edad ya ralentizados; es más, cuando le apretaba la depresión (en aquellos pueblos se le llamaba “estar mal de los nervios”) se debilitaba mucho y hasta arrastraba el zapato izquierdo, como si le costara levantarlo. Este modo de renquear había facilitado la fechoría a quien lo sorprendió, porque, claro estaba, no pudo  huir.
Conforme el galeno retiraba más y más nieve de la figura yacente, se iban conociendo más datos. Vestía un traje raído y paseado infinidad de veces los días de fiesta; pero ninguna prenda de abrigo teniendo en cuanta la gelidez de las tardes  y noches anteriores. Tampoco se percibían manchas de sangre "con lo escandalosa que es la nieve para esto” decían los aprendices de investigadores.
“Le ha alcanzado ya el rigor mortis y todo el cuerpo está congelado cual témpano”, aseveró don Epifanio, al tiempo que, agarrando de un brazo al fiambre, intentaba asegurarse de la rigidez corporal, de modo que al mover el brazo se movía todo el cadáver de Joselillo. Decidió que debía ser trasladado inmediatamente al depósito del cementerio, donde se le practicaría la autopsia, sin la observancia de tantos mirones. 
Al instante uno de los municipales salió a escape para llamar a Domingo, el señor que trabajaba como enterrador en el cementerio del pueblo, a la vez llevaba el encargo de idear algún método para el traslado, que no sería fácil, dado que por la congelación no podían ajustarle los brazos al cuerpo. 
Los fogonazos del fotógrafo, a cada indicación del forense, hacían palidecer los rostros de los presentes multiplicados por el resplandor blanco de la nieve.
Extrañó mucho al señor Bornes, cabo de los guardias destinados en el pueblo, que no hubiera ninguna mancha de sangre en el lugar, ni signos de haber arrastrado el cuerpo, ya que, aunque la nieve hubiera tapado las señales más recientes, quedaría constancia de anteriores pisadas u otros signos. No había perdido detalle desde que accedió a la plaza, observando todo lo que se había visto y dicho en su entorno.  Parecía como si aquel cuerpo lo hubieran traído volando, para colocarlo de ese modo tan extraño.
Un brillo surgió de pronto ante los ojos del cabo de la Benemérita. Acostumbrado por su carrera a captar la minuciosidad, este detalle no se le escapó, de modo que, sin articular palabra, siguió con la mirada en la repentina luz; captó un trozo de hierro en la mano cerrada del cadáver que sobresalía por encima de tres de los dedos, precisamente de la derecha.  Se le figuró, sin el menor atisbo de duda, que se trataba de un eslabón de alguna cadena o quizás el chisque contra el que se choca el pedernal para hacer lumbre. 
“Mejor, pensó, me callo y en el momento de la autopsia estoy presente y lo recojo”. No había terminado de pasar la idea por su cabeza, cuando la desechó y agachándose hasta el cadáver de Joselillo, a la vista de todos y observado por el forense, forzó la mano del muerto y extrajo el metal brillante. 
Se trataba no del chisque, sino de un eslabón de cadena de gran tamaño. Lo envolvió en una hoja de papel de periódico, que llevaba en el bolsillo, al tiempo que ordenaba al secretario escribiente (Jenaro) que tomara nota exacta de este descubrimiento último, podría ser de gran importancia. Él lo tomaba en custodia para evitar su pérdida o sustracción por algún interesado.
(Continuará)

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