Opinión

El fantasma (15)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 18 de Enero del 2020
{{Imagen.Descripcion}} Villahermosa, lugar donde se desarrolla El fantasma Villahermosa, lugar donde se desarrolla El fantasma

Llegó un momento en que el cabo del Guardia Civil de Bellavilla comenzaba a perder el sueño, aunque se acostara cansado de la faena diaria. Alguna infusión de tila le preparaba su señora, con el fin de que se relajara, por lo menos en la noche. A tal punto de obsesión había llegado la preocupación, por la resolución de los dos casos con resultado de muerte y presentación sarcástica de los cadáveres. En una noche de esos insomnios después de barrenar mentalmente, se le ocurrió la idea de utilizar los guantes y los cartas, aparentemente enviadas por “El fantasma”, no como objetos de observación, puesto que no había conseguido avance alguno y sí la chacota de la persona que los hubiera enviado. Utilizaría aquellos elementos con la ayuda de la ciencia llamada Cinología, de la que se hablaba mucho en estudios e informes, que mensualmente le mandaban del Ministerio del Interior de Madrid.

  Había leído y casi estudiado que se utilizaban  perros adiestrados para descubrir personas perdidas,  víctimas en un derrumbe, e incluso en la búsqueda de drogas ocultas, y en asuntos de contrabando. Siempre citaban casos experimentales y otros reales con un  resultado siempre sorprendentemente positivo. 

Aquellas lecturas le dieron la idea: Podría conseguir un perro que haciéndole oler las cartas y los guantes le llevara a la persona originante de aquellos. Los problemas le surgieron como por sortilegio: ¿Dónde encontrar un perro que fuera fiable? ¿Cómo llevar el animal por la calle, oliendo a todo el que se encontrar con él? Sería inútil, quedaría ridículo y el “Fantasma” se reiría más.

A la mañana siguiente, sentado en su mesa habitual de despacho le volvió la idea nocturna. Le pareció ridícula. Esos trabajos podrían hacerlos en lugares, donde hubiera personal con más conocimiento de causa y más medios que en estos pueblos. En el mismo instante sintió el resorte de su espíritu de lucha «si otros lo hacen, por qué yo no». Nunca se había rendido ante nada, ahora tampoco.  «Me las ingeniaré como sea» –se oyó decir a sí mismo al tiempo que daba una palmada fuerte sobre la carpeta negra del despacho.

A partir de este momento se puso a funcionar la maquinaria de su imaginación a toda potencia, y no era poca hasta el momento,  lo testaban los éxitos conseguidos.

Se dejó guiar por la imaginación. El primer paso sería ir a visitar al hermano  ”Pardiñas”.

Así habían rebautizado los vecinos a don Joaquín Pardina Soro, era un vecino más de Bellavilla por estos tiempos.  Oriundo de la provincia de Huesca, exactamente de un pueblecillo llamado Olsón, había nacido en una familia de campesinos con otros tres hermanos, de los cuales él era el pequeño. La vida quiso que una maestra llamada Dolores, recién terminados los estudios, fuera destinada a tal pueblo oscense. Allí se conocieron y se enamoraron. Al cabo de unos años de noviazgo y de consecución de puntos en su carrera, el Ministerio de Ecuación la destinó a nuestro pueblo, y el suyo, donde al cabo de poco tiempo contrajeron matrimonio. Fruto de esa unión nació una niña, a la que impusieron el nombre de Dolores, como su madre.

Don Joaquín no tenía estudios universitarios, pero sí una fuerte formación académica y un elevado empuje negociador y de lucha. El «don» se lo agregaron los vecinos por ser cónyuge de maestra y sobre todo porque se hacía respetar por su cordura y  acertados consejos. En poco tiempo se ganó la estima y el reconocimiento del vecindario.

Como no quería vivir a costa de la maestra y no poseía tierras en las que trasplantar sus conocimientos de Aragón, compró un coche  «Ford A» con los ahorros de casi toda su vida y lo destinó a “servicio de taxi” tras las necesarias documentaciones y permisos. Poco le duró, porque estallada la guerra el bando republicano se lo requisó «para el servicio de las milicias», le dijeron a modo de excusa.

Al poco tiempo murió su mujer de una afección cardíaca, dejándolo con una hija y una mano delante y otra detrás. Se las ingenió de nuevo para poner una tienda de ultramarinos, él la llamaba “el tienduche”, por lo reducción del espacio y los pocos productos a la venta. Su fama de persona recta y buena le fue garante ante las gentes que en unos meses se habían hecho clientas fijas, de modo que hubo de dedicar una habitación de la casa como almacén.

Sonó la campañilla de la tienda. El tendero estaba sentado en la cocina calentándose las manos, después de haber pelado unas patatas, para hacer ‘ajo mortero’ para medio día. Salió su hija, también llamada Dolores, iba a decir, como siempre que entraba alguien, «buenos días, ¿qué quiere usted?», pero se quedó muda al ver al guardia.

-Enseguida salgo, si no puedes tú despachar a la clienta, -se oyó decir desde dentro.

La niña entró corriendo a la vez que decía:

-Padre, hay un guardia en la tienda.

Salió el comerciante con su guardapolvos de color caqui, que le servía casi de uniforme y en cuanto apareció oyó decir al guardia.

-Buenos días, don Joaquín, no se asuste que no vengo en plan requisitorio, -le dijo con una de las pocas sonrisas que dedicaba a la gente que no fueran su mujer e hijos.

-Buenos días, don Anastasio,  -fue la respuesta del comerciante al que no llegaba la camisa al cuerpo, añadiendo- ¿En qué puedo servirle?

-¿Tiene Usted  todavía aquel  perro pachón, que llevaba cuando se juntaban los amigos algún domingo, para conseguir algunos conejillos?

-Pues, sí señor, ahí en el patio lo tengo. El pobre está deseando salir al campo y dar unas carreras, pero solo lo saco a las eras, para que se airé y estire las patas. De caza sabe usted que no.

-Don Joaquín  quiero proponerle un asunto de enjundia y alto secreto, pásese por el cuartel esta tarde, al anochecer y lleve su escopeta como si fuera a pasar revista. Necesito que hablemos tranquilamente sin que nadie nos observe y qué lugar mejor que allí. He venido personalmente porque, como le digo, es un asunto importante. Tranquilo. Para  mí, usted es una persona honorable y respetada en el pueblo, así que no tema nada.

Se le hicieron las horas siglos al hermano Pardiñas. Le gustaba mucho la comida que había preparado junto con su hija, pero parecía como si se le hubiese cerrado el estómago. El pega-ojos de la siesta no le hizo tranquilizarse.

Volcaba la tarde cuando salía de su casa con la escopeta desmontada y guarda en la funda. La hija la dejó con Andrés un vecino muy querido por ellos dos.

Llegó en pocos minutos a su destino, saludó al guardia de puertas.

-Buenas tardes, he quedado con el cabo Bornes, para la revisión de la escopeta.

-Muy buenas, don Joaquín. Pase, lo está esperando en su despacho, -tocó con los nudillos el guardia en la puerta y se oyó la respuesta.

-¡Pase!

-Da usted su permiso, mi cabo, dijo con un hilo de voz el de la escopeta.

-Claro que sí, pase y siéntese, -lo hizo en una silla frente al de la Benemérita, mientras éste se levantaba y le estrechaba la mano. Deje la escopeta en esa otra mesa. Tome un cigarro y relájese, por favor; soy muy serio pero todavía no me he comido a nadie, -dijo el cabo con una carcajada de bajo profundo.

(Continuará)

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