Opinión

El fantasma (16)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 25 de Enero del 2020
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Encendieron sendos cigarros, el guardia esperó en silencio las dos primeras caladas del pitillo, para que el visitante calmara su intranquilidad.

-Se preguntará usted, por qué lo he citado aquí, en la casa cuartel,   -comenzó la entrevista el  guardia.

-Sí, señor, me extraña bastante, ¿no irá usted a carrañarme, como decimos en Aragón? porque mi conciencia está tranquila; soy honrado en mi trabajo e intento no dar escándalos de mal gusto.

-Pues ciertamente por eso; no solo me fío totalmente de usted, sino que lo tengo en la mayor de mis estimas. He aquí la razón por  la que lo  he llamado. Necesito  pedirle un favor.

-Si está en mis manos, cuente usted con él.

-Mire, don Joaquín, se trata de un asunto de alto secreto. En breves palabras lo pongo al corriente: Está por demás informarlo, de que hemos encontrado dos personas asesinadas en nuestro tranquilo pueblo. He de  confesarle, que hasta el momento, no tenemos avance sustancioso en la investigación. Después de dedicarle mucho tiempo y energía mental al asunto, tengo in mente un par de ideas que, con un poco de suerte, nos podrían ayudar a solucionar en parte la investigación.

-Don Anastasio, a lo largo de mi vida he tenido que hacer frente a  trabajos ímprobos y situaciones difíciles, pero hacer de investigador, no se me habría ocurrido ni si cien años viviera.

-No voy a vestirlo con el uniforme verde ni gris, -rió con  gusto el cabo viendo lo despistado que estaba su contertulio. Solo pretendo que me eche una mano con su perro.

Los ojos de don Joaquín seguían como platos. «Me llaman al cuartel, me citan los asesinatos que se han cometido estos días, y me habla de echar una mano en las investigaciones; cuando ellos, los entendidos, no son capaces de resolver, yo un simple taxista, convertido en comerciante por las tristes circunstancias, investigando crímenes; que me aspen si entiendo algo» decía para sí sin salir de su asombro y mirando sin ver a Bornes.

-Voy a comenzar por el principio, -oyó que decía el cabo y prestó toda su atención a las palabras que se iban emitiendo-. No le voy a pedir nada que usted no pueda hacer, y esto con su libre consentimiento, así pues tranquilo. Es evidente, querido don Joaquín, que no avanzamos nada, hasta el momento, en la resolución de los casos que están en boca de todos, como le he comentado al comienzo de nuestra charla. Tengo entendido por distintas líneas informativas nacionales y extranjeras que utilizan perros de raza adiestrados, para descubrir, por el sentido olfativo de los canes, personas u objetos de ciertos casos investigados.

-Señor Cabo, mi perro es un portento descubriendo los rastros de perdices y conejos; cierto que he cobrado muchas piezas gracias a su ayuda imprescindible, pero de ahí a perseguir asesinos hay un trecho como desde aquí a Aragón.

-Aguarde, hombre inquieto, que continúo. No hace mucho recibí un paquete bien cerrado con unos guantes dentro, junto a un escrito. También disponemos de la carta que encontró la Francisca en casa de su tío Joselillo; incluso dos eslabones de cadena que traían, como presente, los asesinados. Mi idea es: hacer una prueba con su perro, a propósito ¿Cómo se llama?

-Cinca, como el río que riega las tierras donde me crié y que todavía disfrutan  mis hermanos Rosa y José en Mediano y Olsón, -las últimas palabras se le enredaron en la garganta con la emoción que salía de su corazón en recuerdo a sus seres queridos, tan lejanos para el en estos tiempos.

-Ya veo que le trae recuerdos tiernos hablar de su tierra de infancia.

-Qué remedio; nunca puede olvidar un hombre de bien a sus seres queridos y los terruños donde se crió.

-De acuerdo en lo que dice, don Joaquín, a  mí me ocurre algo parecido, quiero mucho a este pueblo pero en cuento me jubile volveré a mi tierra de origen, si vivo. Bien, aparcamos estos recuerdos queridos y volvemos a lo que íbamos. Estaba explicándole mi idea: Quiero hacer una prueba con su perro, para ello vamos a quedar una tarde, cuando usted pueda, y se trae al cánido aquí, al cuartel; quiero esconderle una piel de conejo a ver si la encuentra. Posteriormente le daré a oler algo de ropa de mi señora, ella se esconderá en otra sala y esperaremos que la encuentre.

-¿Eso es todo?

-Sí. ¿Quedamos para mañana?

-Por mí perfecto, cuanto antes mejor.

Mientras bajaba “Pardiñas” hasta su casa, en la calle Encomienda, fue dándole al magín y apretando el paso para llegar pronto. El guardapolvos le iba bailando al ritmo de sus zancadas y del viento que venía terco y frío del norte. Llevaba bien ajustada la bufanda de lana que le había regalado su hija, reutilizando  lanas de jerséis manidos. No iba a esperar a mañana para hacerle alguna prueba a «Cinca».

Andrés el vecino acompañaba a la hija, en este caso investida de dependienta, única atendente de la tienda. No se detuvo en responder a las preguntas que ambos esperantes le realizaron con la necesidad urgente de saber, lo que había ocurrido en el cuartel de la Guardia Civil.

-Ahora después os cuento todo lo que pueda, he prometido guardar secreto de lo hablado y no voy a faltar a mi palabra. Cuando pueda ya os informaré convenientemente. Ahora necesito, Andrés, que me des tu boina; no te vas a resfriar porque te quedes sin “tapadera” unos instantes, -comentó en son chanza.

-Qué ocurrencias tiene usted, ¿para  qué la quiere?

-Tú dámela y calla un momento. Mientras decía esto salió al patio y dejo pasar al perro, que le adelantó en el portal, sabedor del calorcico que había en la cocina, junto a la lumbre, donde dormía en las noches de invierno.

Tomó la boina del visitante Andrés; en sus tiempos fue negra, ahora  las belluscas, junto a los avatares del tiempo,  habían desleído la intensidad del color. Hizo que la oliera «Cinca» unos instantes, por dentro, por fuera, y se marchó a esconderla. Volvió a la cocina y mandó al perro:

-¡Cinca! Huele, -dijo mientras lo acercaba a Andrés; el perro hizo lo que le ordenaba su amo y compañero de correrías.  Seguidamente ordenó: ¡Busca, busca!, animando a encontrar el objeto andresino, ahora desaparecido para el cazador de cuatro patas.

Como si  hubiera entendido lo que le pedía, el animal co0menzó la búsqueda, caminando con el hocico casi pegado al suelo, absorbiendo aire lentamente y expulsándolo de golpe. Algunas dudas en una dirección y otra, de pronto acelera el paso el cánido y sin dudarlo un instante se presenta en el dormitorio y se sienta frente a la mesita de noche, levantando la mano derecha.

Muy biennnnn, -dijo el aragonés, mientras habría el compartimento donde había colocado la bona del vecino- acarició al perro en la cabeza y el lomo, seguidamente le dio una rodaja de salchichón de la marca “Cabo” que tanto gustaba a los clientes.

Volvieron los dos buscadores uno con la sonrisa de oreja a oreja y el otro sin parar de mover el rabo, saltando de alegría.

-Muchas gracias, Andrés, toma tu boina, el experimento ha funcionado perfectamente. Tengo el mejor perro de caza del mundo y parte del extranjero, -aseguraba el cazador-investigador con la  mejor de sus alegrías.

-Vamos a ver, don Joaquín ¿qué está haciendo? Ya es mayorcito para jugar con mi boina y su perro al escondite. ¿No tiene nada mejor que hacer? Porque lo conozco y sé que no le gusta el vino, que si no, diría que le ha dado fuerte a la botella. ¡Por Dios y mi Jesús Nazareno!

-Estoy en mis cabales, sabéis que soy hombre serio y no me gustan las bromas más que las justas. Cuando pueda explicaros, lo haré con todos los detalles, ahora fiaros de mí, por favor.

-¡A ver qué remedio!, no nos queda más que esperar a que el señor quiera desvelarnos los secretos que lo embargan -respondió la hija con cierta sorna a la vez que tan intrigada como el vecino, sin entender las rarezas de su padre. Era un hombre serio y esto no encajaba, por lo menos en apariencia, con lo que ella conocía de él.

(Continuará)

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