Opinión

El fantasma (20)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 22 de Febrero del 2020
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Las últimas afirmaciones las hizo el Cabo bajando de tono su voz, arrastrando cada palabra y mirando directamente a los ojos de don Manuel, que asentía con la cabeza conociendo la tozudez y valía del personaje que tenía enfrente. Todavía se oía el eco del diálogo en la sala cuando sonaron unos nudillos en la puerta.

-¡Pase!, ordenó el juez.

-Con el permiso de la autoridad que dirige esta oficina, -dijo una voz en la entrada.

Bornes reconocería a un kilómetro ese timbre locuaz y el olor a colonia transida, que portaba el visitante. Giró todo el cuerpo hacia la figura, al tiempo que acariciaba con la mano derecha la culata de su pistola, cosa que dejó de hacer inmediatamente. Le había traicionado el subconsciente, pero solo a medias. Efectivamente era don Fructuoso Luengo de los Molinos, el que se decía pertenecía al cuerpo de la  policía nacional secreta del Estado Español.

Al ver el movimiento del guardia, apareció una sonrisa burlona a la vez que una mirada despectiva.  «De ningún modo se atrevería en semejante escena a utilizar el arma», -pensó el recién llegado. Su prepotencia era ilimitada y así la mostraba en cualquier momento, en especial en situaciones como la presente. Se sentía dueño del tiempo y del espacio que le rodeaba. “Un dios del Olimpo” como lo veían los de la villa, vividor y despectivo.

-¡Que suerte tienen algunos! -espetó el Guardia mirándolo a los ojos, con tal odio en la cara que parecía agrandar el mostacho, ya de por sí gigante y denso-. A cada cerdo le llega su san Martín, -añadió mientras se levantaba de la silla y salía de la sala dando un portazo.

Se quedó el juez con la despedida en la boca y la mano levantada en señal de un “hasta luego”. ¿Habría oído la conversación que acababan de tener?, -pensó en su fuero interno-. No, el  municipal que hace de portero no le hubiera permitido acercarse demasiado. Salió de sus pensamientos para responder al saludo del nuevo visitante:

-Buenos días, don Fructuoso. ¡Cuánto tiempo sin verlo!

-Buenos días, don Manuel. Pues sí, me han ocupado unos días los negocios de Madrid y he tenido que ausentarme, pero habiendo resuelto las obligaciones, ya me tiene de nuevo entre ustedes. A ver si por fin conseguimos entre todos descubrir al  malhechor que les trae de cabeza.

-Corre mal tiempo para los negocios crematísticos y bancarios en todo nuestro bendito país, no conseguimos levantar cabeza.

-No don  Manuel, mis negocios no tienen que ver con los bancos, sí con un «affaire», como dicen los franceses, que me trae preocupado una temporada.

-No dude en hacernos partícipes de sus inquietudes, si con ello podemos ayudarle.  Cuénteme, ¿de qué se trata?, -dijo el juez con toda la picardía de que era capaz.

La pregunta cogió de sorpresa al negociante y sobre todo la imperiosidad que el magistrado impuso en sus palabras, de modo que en unos segundos no acertó a responder con una excusa intencionada de credibilidad, pero utilizando el vaivén de sus ojos entre la mesa y las paredes, como queriendo escapar, por fin arguyó:

-Nada de importancia, una herencia de unos tíos lejanos que han fallecido y que los sobrinos nos disputamos, intentando imponernos unos a otros  los intereses, que nos mueven.

-Una herencia…, -arrastró el juez- y debe ser de suma importancia cuando le obliga a ausentarse de su trabajo, porque el compromiso que tiene usted encomendado es descubrir al asesino, que vaga por nuestro pueblo, ¿no? Además todavía estoy esperando que me informe del avance de sus investigaciones, a ver si por fin podemos comenzar el proceso de encause y acusación de los asesinos, porque a mi juicio estos asesinatos se comenten entre varias personas, ¿no le parece señor Luengo?

Demasiada experiencia tenía el policía, como para que lo acosaran de nuevo, y es que «la primera se la dan al galgo, pero a la segunda esconde el rabo» debió recordar.

-No lo dude, ser juez, que estos delitos son cometidos de modo corporativo. Por la experiencia que acumulo he de aunarme a su opinión y asertar que son varios los delincuentes.

-Ya…, pero de ahí no pasamos y eso que Bornes está preocupadísimo con el asunto; dedica el día con su noche en el intento de avanzar, pero ni por esas, -con toda intención añadió- creo que se nos está haciendo viejo y ya no tiene el desarrollo investigador de antes.

-No lo dude; se le ve a la legua, este cabo no debería estar en el puesto que ocupa actualmente; personalmente le aconsejaría pidiese su  relevo lo antes posible. Un pueblo como este no debe sufrir la intranquilidad de estos meses. Nadie sabe si habrá otro asesinato, ni quien será. Puede ser usted mismo, don Manuel, -añadió con toda la sangre fría de que era capaz: se habían tornado los papeles, ahora era él el acosador y el juez el acorralado.

-No creo que ose “el quipo asesinador” –según usted- a eliminar a una autoridad, hasta ahora han matado a un pobre hombre sin relevancia alguna, y nos han traído a otro de fuera para horror de los vecinos, -arguyó la autoridad con la mirada intensa en los ojos del interlocutor.

-Comparto su sentencia, no se arriesgarían a tanto, ¡por favor!, -reconoció el policía soltando dos chorros de humo por la nariz. Le había cogido por sorpresa la afirmación/duda, que había adjuntado el juez-, según mis investigaciones, todavía sin contratar, se trataría de asesinos con mentes desquiciadas; arguyo esto, por las posturas en las que se encontraron las víctimas, a mi parecer, muy relacionadas con la religión: de rodillas, en cruz…, -soltó la retahíla mientras recomponía sus nervios azotados por el comentario jurídico.  

(Continuará)

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