Opinión

Las fotos de estudio de la Cena de Gala

Dolores la Siniestra | Viernes, 14 de Agosto del 2020
{{Imagen.Descripcion}} Desfile del mantenedor, Antonio Castro Villacañas, acompañado de la Reina de la Feria y Fiestas, Adela Fernández Penadés, y de varios pajes y corte de honor, el día de la Fiesta de las Letras de 1976 Desfile del mantenedor, Antonio Castro Villacañas, acompañado de la Reina de la Feria y Fiestas, Adela Fernández Penadés, y de varios pajes y corte de honor, el día de la Fiesta de las Letras de 1976

En esta sociedad distópica que nos ha ofrecido el Coronavirus –postergando los besos infieles y encubriendo nuestras sonrisas tras bozales–, el único remedio para intentar superar los momentos que ya no podremos vivir igual es hacer memoria y visitar nuestros recuerdos.

Por eso, ahora que todos estamos con esa sensación –vaya palabra, sensación, háganse el favor de distanciarse de quiénes la utilizan frecuentemente en cualquier contexto– de preFeria, y con el nudo en el estómago por saber que no podremos vivirla igual que siempre, les voy a contar lo que me ocurrió el otro día.

Estaba haciendo limpieza de las de verano –de las de sacar todos los “apechusques” de los armarios- cuando, frente a mí, se presentó un álbum de fotos de mi adolescencia –adolescencia pura, que ya saben que a mí se me truncaron las tonterías y el pavo con el embarazo juvenil.

Y, en ésas, dejé la mopa en el suelo, me arremangué la bata y me senté en posición de estiramiento de mariposa –que también ando ahora con los entrenamientos del Nike Training Center ése; porque cuando una habita lechos adúlteros conviene cuidar su flaccidez–, dispuesta a ojear lo que ya intuía que, plastificado, se hallaba dentro. 

Primero, repasé las fotografías con el uniforme del colegio de las monjas y esa odiada falda de pliegues y tablas gris que siempre intentaba subir por encima de la cintura para que, coquetas, mis nalgas pudieran asomar, al menos, palmo y medio arriba de las rodillas.

Luego, una instantánea en una tarde primaveral en Ruidera, completamente desenfocada. Todos sonrientes, con las hormonas de los quinceañeros que éramos, seguros de que el Mundo se acababa a la vuelta de aquella curva o en el beso de esa noche en algún oscuro escondite entre calles. 

Pero, como siempre, cautelosa y tranquila, esperando, la fotografía que adivinaba se alzó majestuosa, ocupando una página entera. 

Estaba tomada por el maestro Valenzuela, en blanco y negro, y con su peculiar técnica del retoque, en la parte superior de su estudio, la tarde de la Noche de Gala.

Me dio el sonrojo propio del recuerdo del primer amor y, sobre todo, de la difícil justificación de vestirse como una mujer cuando, aún, una es una niña. 

Emperifollada, maquillada como una puerta, con un escote que pretendía cantar verdades poderosas que apenas se insinuaban y con unos tacones que acabaría maldiciendo cuando los rayos de sol saludaran un nuevo día en los chiringuitos. Como diríamos de aquéllas –creyéndome mierda y no llegando, tan siquiera, a pedo. 

Él, Miguel, mi primer amor –que igual también era mi novio, si es que significa algo esa cualidad a los dieciséis–, recién pelado y afeitado en Izquierdo, con un traje quizá de dos tallas más, una corbata con un estampado que ahora me haría vomitar y la cadena del reloj asomándole por el chaleco –siempre gustaba de alardear que le hubiera gustado vivir en la Edad Media, en época de caballeros y doncellas.

Pero mi corazón palpitó más rápido, por el gesto. 

Yo sabía que estaba ahí, quizá desapercibido para cualquier observador externo, pero ineludible para los protagonistas. 

Y es que el reflejo del espejo delataba que, respetando la composición que Valenzuela nos había ordenado –“juntaos y haceos uno, conformad líneas con los cuerpos, que no haya salto, ni huecos”, nuestras manos estaban unidas, entrelazadas, la metáfora de que ambos aspirábamos a que, pasado el tiempo, ese estrecho lazo habría soportado avatares, vicisitudes, vendavales y tormentas de todo pelaje. 

Nunca he posado en un estudio con Paco, mi marido –y entenderán que si a Marcos, esa infidelidad casi descuidada que mantengo, se lo propusiera, quizá tendría que explicarle, primero, que es un estudio fotográfico. Los millennials ni siquiera tuvieron cámara de fotos que no estuviera adherida a sus móviles. 

Es más, dudo que le haya entrelazado sus manos con esa sensación –otra vez la puta palabreja; apártense, ya les avisé– de vaciedad y total entrega. 

Sé que guardo esa fotografía solo por esa ingenuidad, por poder mirarme con complicidad y piedad, por perdonar a esa niña que creía en el amor y su eternidad.

Este año no habrá de Cena de Gala. 

Valenzuela, el maestro, se murió. Y las fotografías ya no las retoca nadie.

Izquierdo, también ha fallecido. Por lo que, me temo que, tristemente, ya nadie afeitará hablando de lo divino y lo humano. 

Y yo, avistando la cuarentena –de edad, y la otra también–, demasiado próxima, me aterro al pensar qué hubiera sucedido si, algún día, me hubiera dejado llevar por la superioridad de la edad y hubiera quebrado ese recuerdo –reduciendo a mil pedazos esa lámina en blanco y negro que supera, en significado, su mera imagen. 

No por sus personajes, ni por sus derrotas, sino por ese gesto de ingenua, pero imbatible, filiación al amor.

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