Opinión

Deidades

Dolores la Siniestra | Jueves, 15 de Octubre del 2020
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Que sí, que lo sé. Que la culpa es mía por acudir. Pero, ¿qué le iba a hacer si me lo piden como favor personal y era un domingo de esos ventosos de septiembre que anticipan el invierno?

Les ahorraré lugares comunes. Todo estaba abarrotado. Respetando (o casi) las normas sobre distancia de seguridad en tiempos COVID-19. Una parroquia llena de machotes que parecían recién salidos de la arenga del entrenador de turno y acompañados (Ave María Purísima) de algunos de sus vástagos menores de edad. 

Testosterona desatada. Aire de momento importante. Como la previa de una final de Champions. Porque no se podía fumar, ni beber, pero ustedes ya saben al tipo de ambiente cargado al que me refiero.

El acto empezó tarde, como acostumbra. Hubo un presentador. Guapo, de buenas hechuras, de los que serían ricos si cotizaran sus horas en el gimnasio, pero que apenas dijo nada. 

Luego proyectaron un vídeo –ahora, en casi todo, bodas, comuniones, entierros… hay siempre un vídeo. Con fotos del autor. Que si posturitas por aquí, que si la típica del grupo de amigos, aquélla del servicio militar… Y más intervenciones. De gente que explicaba su relación con el autor de la obra pero que, en puridad, aprovechaban para promocionar sus trabajos –darse mucho bombo, que decimos por el pueblo. Y alabanzas, muchas alabanzas, de aspectos triviales, pero muy engrandecidos.

Tras eso le cedieron los trastos al autor. Y se hizo un silencio extremo. Mientras hablaba, con un discurso farragoso, preñado de agradecimientos, nombrando a parentela y a amigos, se oían hipidos –sí, los hombres también lloran; en ambientes cerrados, pero lloran- y mucho gesto de asentimiento y hermandad. Yo ya saben que piso las iglesias lo justo, pero se asemejaba a una misa del Gallo de las de antes. No falto el manido “yo soy lo que soy por vosotros. Y estoy aquí para serviros”. ¿Han visto “El Lobo de Wall Street”? Pues eso.

Cuando acabó su perorata, se le ofrendó una larguísima ovación, gente de pie, por un momento parecía que lo sacarían en hombros, como una deidad pagana que descendiera de alguna suerte de cielo o, mejor aún, que hubiera escapado, en último término, de las manos de la parca. 

A partir de ahí, solo podía empeorar. Y, a fe, que lo hizo.

Se dio la palabra al público. Y, como en los chats más machirulos y soeces de Forocoches, conforme las intervenciones avanzaban el nivel alcanzaba cotas de mayor surrealismo. 

Lloraron prácticamente todos. Le agradecían su experiencia vital. Le colocaban en una suerte de altar supremo. Le pedían que no se fuera, que les hacía mucha falta. Hubo quien aseguró haber tenido una revelación gracias a él –y lo peor es que la narró con todo lujo de detalles. También alguno compartió una confidencia, de carácter sexual, en la que el estruendo de risas atronó cuando se reveló algo que debería saber un niño de ocho años y que el autor y su amigo descubrieron a los veinte –y en una consulta médica.

Después dieron la palabra a alguien institucional –que, como los vídeos, siempre aparecen en este tipo de actos. Y aquí, también, les ahorraré los lugares comunes. 

Se firmó el libro, se tomaron fotografías para la posterioridad y mi amiga y ya salimos de allí, sin la obra, con la sensación de dos horas menos de vida en los bolsillos y con el hondo temor de qué hacían esas tiernas criaturas en un espectáculo de tamaño calado.

Mi amigo, al que le hice el favor, pagó en carne. En carne de buey, villagodio, en concreto. En otra como éstas, se lo aseguro, no me pilla.

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