Opinión

Siniestra Navidad

Dolores la Siniestra | Domingo, 15 de Noviembre del 2020
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Seré impopular –vaya, Dolores, como si fuera algo nuevo, se dirán ustedes. 

No me gusta la Navidad.

Como toda afirmación rotunda, tiene grados, y filias y fobias. 

Es decir, odio a Papá Noel y prefiero a los Reyes –aunque nunca me hizo ilusión lo de despertarme a mitad de la noche desde que descubrí la identidad de los Magos de Oriente. 

No entiendo lo de colocar el árbol, las bolitas y las guirnaldas y no poner el Portal de Belén –con su molino, sus pastores, el río o el nacimiento coronado con el Ángel. 

Sufro, especialmente, con las mastodónticas y pantagruélicas cenas de Nochebuena y Nochevieja y tampoco me prodigo mucho en las comidas de empresa. 

Evito las prendas rojas en la última noche del año y esquivo los dulces de la época, salvo el Roscón –y esto, quizá, también, cuenta con su explicación freudiana respecto de la mezcla de la dulzura de la nata y el salado del sudor de la piel humana. 

No alcanzo a comprender la necesidad de iluminar la ciudad entera con vomitivos arcos pero asumo que ayudan a aligerar la cartera de los ciudadanos –y engordar la de los comerciantes- en “esas fechas tan entrañables”. 

Me sé algunos villancicos –o alguna parte de ellos- pero, casi siempre, en su versión más verde –aquél del que está haciendo botas se erige como sublime por su simplicidad.

Quizá mi animadversión no llegue a los límites del Sr. Scrooge pero, desde luego, pasados los primeros días de noviembre, el anuncio –aluvional- de las festividades navideñas me genera algo muy similar a la más honda desesperación. 

Desconozco si existe el espíritu navideño, pero lo cierto es que tampoco creía en el espíritu maternal y mis descendientes, y mi adolescente amante, no se tientan las ropas al llamarme madre –mi amante, Mami, y ya imagino yo por qué. 

No me gusta la Navidad, joder, y, ahora, con la cuarentena –de edad- inaugurada, siento que la llegada de este helador invierno tiene menos de fenómeno atmosférico que de glaciación sensitiva. 

Por eso, porque odio la Navidad, voy a decorar la casa, sacar todas las figuras del Belén, colocar las luces más potentes e intermitentes sobre el árbol, dejarme en regalos para la familia mi prestación por desempleo del ERTE y acudir a la Misa del Gallo. Iré a la cena de empresa, aunque sea virtual, preparé pavo y preñaré de turrones y mazapán la mesa de los días 24 y 31. Incluso –prometo esforzarme al máximo- lloraré con los anuncios de los que “vuelven a casa por Navidad”, del calvo de la Lotería, de las espumosas burbujas del cava de turno y me comeré las uvas para despedir el año –consciente de que la bondad o la maldad de los días dista mucho del fruto de la vid. Y, como remate, prometo levantarme con la mayor de las resacas para tirarme en el sofá, con la televisión encendida, y ver los saltos de esquí y el concierto de Año Nuevo de Viena, batiendo palmas con la marcha Radetzky –si es que esta puta pandemia permite mantener incólume alguna tradición.

Porque con mis cuarenta, mis ovarios doloridos, mis miedos a la flaccidez y a los espejos, más insegura que nunca, con un cúmulo de incertidumbres por bandera, he decidido enfrentar, cara a cara, algunos fantasmas. 

No confío en salir victoriosa. 

Tampoco tengo la menor fe en amar la Navidad.

Pero ¿qué cuesta afrontar los miedos cuando, quizá, la que más temor me ofrece soy yo a mí misma?


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