Opinión

El anciano y la fuente (2)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 20 de Marzo del 2021
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Debió haber sido muy guapa la señora, aún con los surcos de la vejez por su cara, seguía siendo bella. Destacaban en su faz los ojos, negros, profundos y muy brillantes, el pelo recogido con destreza y envuelto en un velo tan azul como cielo. Su estatura casi como la del marido firme y derecha, a pesar de los trabajos que, gritaban sus manos endurecidas, había realizado durante toda su vida. Era dulce como la miel o la leche que habían anunciado los embajadores que Moisés envió a Canaán en su éxodo por el desierto. 

Derramaba una musicalidad al hablar parecida al canto de los jilgueros, como dicen por estos parajes.  Acompañaba sus palabras con gestos de sus manos y sonrisas en los ojos. ¡Qué bendición de mujer! Muy parecidas a ella,  me  había imaginado en mis caminatas solitarias de pueblo en pueblo, a las grandes mujeres.

-¡Oye, Cálamus! que te estás enamorando de mi esposa, -dijo a modo de broma mi amigo el anciano, mientras sonreía mirándome.

-Perdón, señor, es que su esposa debe ser una mujer especial, es un encanto de persona; no había encontrado a ninguna como ella en mis viajes, -respondí azorado y reconociendo lo que mi mente gritaba.

-Dime, joven, ¿qué asuntos te han traído a nuestro pueblo? Porque ni tu modo de hablar ni tu ropa dicen que seas de estas tierras, -comentó la señora para saber algo  de mí-.

-Soy viajero, y colecciono historias y recuerdos de personas importantes. Aprovecho mi memoria para grabar todos los detalles, que soy capaz de retener, para, posteriormente, escribir lo que he vivido; así otras personas, que no pueden o no quieren viajar, tienen la oportunidad de conocer otros mundos y otras gentes.

-Es decir, que vas de paso, ¿verdad?, -comentó el anciano interviniendo en la conversación.

-Esa era mi intención al llegar a este lugar pero me encuentro cambiando de parecer, estoy pensando en quedarme por aquí unos días. Mi instinto periodístico me aconseja dedicar unos días a este lugar y convivir con ustedes.

-Dudo mucho que esta parte del mundo pueda ser benigna para tus tareas, aquí no sucede nada importante  casi nunca, y personas importantes como  no vayas a Roma, Éfeso, Corinto, Atenas o Egipto, que es donde residen los reyes, gobernadores, intelectuales, generales de los ejércitos.

-No…, mire señor…

-Por favor, Cálamus, no me llames “señor”. Aquí sólo llamamos “Señor” a Dios, el único digno de ese nombre. A mí llámeme como todos, José, porque José es mi nombre.

-Perdón, José. Cuando he dicho que busco historias y personajes importantes no me refería a esos, que usted ha entendido, esos son iguales en todos los países, déspotas como los emperadores de Roma, tiranos, asesinos como Herodes, no…; esos los dejo para el hagiógrafo a quienes ellos mantienen comiendo de su pesebre.  Los que yo busco son como perlas escondidas, como tesoros enterrados. Aquellas personas o sucesos a los que hay que revisar varias veces para encontrar su valor. No brillan ni llaman la atención por su apariencia. Su importancia muchas veces está en su interior.

-Pues no sé, Cálamus, tú verás lo que haces, -apostilló el anciano encogiendo los hombros y levantando sus cejas, en un intento de mostrar su desacuerdo.

-Lo que vamos a hacer, José, -dijo Marta tomando como inicio las últimas palabras de su marido- es invitar a comer en nuestra casa a este joven. El sol dice que se acerca el medio día, y me lo confirma mi estómago. Así pues, chico, levanta y vente con nosotros, no te vas a arrepentir.

-Señora, yo…, 

-Jovenzuelo, aunque de puerta afuera manda mi marido –hay que decirlo así-, en mi casa mando yo…, en nuestra mesa, en cada comida hay un sitio más, preparado para quien lo necesite; ese sitio es tuyo hoy, por lo tanto, vamos, arriba…

No tuvo que decírmelo dos veces. Sentía ya hambre suficiente para no contradecir las intenciones de la señora. Me puse en pié, me colgué mi bolsa con mis pertenencia a la espalda. Llené el cántaro con agua fresca de la fuente, y le pedí a la mujer que me dejarla llevarlo. Al fin y al cabo estaban haciéndome un favor y me sentía obligado por mis convicciones morales, que aquí coincidían con la vista en el plato de comida.

La casa era muy sencilla, desde la calle se entraba  a un recinto bastante amplio; demasiado me pareció para ellos dos solos, cerca de la puerta a la derecha, bajo una chimenea pequeña había una lumbre que había quemado los troncos primeros y permanecían las ascuas envueltas en una capa de ceniza. Al fondo de la habitación  una mesa grande, alargada, ofrecía sitio para más de diez personas, a su alrededor cojines, y esteras de esparto cocido, para acomodarse en su entorno. El ambiente era más bien de penumbra, solo entraba luz por la puerta; ahora cubría la entrada una cortina, y a través  un ventanuco situado por encima de la mesa. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me di cuenta de que no hacía falta candiles ni antorchas para ver perfectamente. 

Cuando estuvo preparada la comida nos sentamos a la mesa. Éramos solo cuatro personas, el matrimonio, una mujer de mediana edad sirviente, pero no esclava, me aclararon, y yo. Como ellos no hablan, los imité y no abría la boca nada más que para dar las gracias a la cocinera cuando me servían algo.

Se me ha olvidado una cosa muy importante. Cuando estuvo todo preparado, la criada y la señora pusieron sus manos en la frente, copié el gesto. José, el padre de familia, levantó las manos hacia el cielo y dijo una oración preciosa; como Dios me ha dado una memoria extraordinaria se me quedó grabada, dijo: ¡Padre santo, te alabamos y te bendecimos, porque nos amas cada día. Te damos gracias por la comida que nos regalas. Hoy te agradecemos de modo especial la presencia con nosotros de Cálamus. Te pedimos que sepamos servirlo como si se tratara de ti mismo!

Todos respondieron en su lengua: “Amén”. Yo conozco la palabra, se utiliza para confirmar que aceptamos y estamos totalmente de acuerdo con lo que acaba de decir José. Es como si cada uno hubiéramos rezado al unísono las mismas palabras.

Sentí un calor muy fuerte en la cara cuando el anciano daba gracias porque me tenían a la mesa y querían servirme de tal modo. Si yo era un simple correcaminos en busca de noticias. Mi categoría y mi fama no daban para tanto, al fin yo era un simple mortal…

Terminamos de comer, entre las mujeres  recogieron las sobras de la comida, y los platos. Intenté, llevado por mi gratitud, ayudar en la terea, pero Marta levantó una mano y me dijo:

-Joven, tú eres nuestro invitado, no puedo permitir que te muevas de tu sitio. Quédate con tu vaso y bebe el agua que te queda porque vamos a degustar un vino que hacemos aquí.

-Tenemos costumbre, Cálamus, en los días de fiesta o en la visita de algún amigo, al terminar la comida, degustar el vino que elaboramos en casa con las uvas de nuestras viñas. Mis hijos continúan con los modos inmemoriales de producción, transmitidos de generación en generación. Seguro que no has probado nunca este licor, -me informó José.

Estaba viviendo la experiencia de ser tratado como alguien importante para ellos, cuando, en realidad, hasta hace unas horas ni nos conocíamos. Pero caí en la cuenta de que en los libros sagrados (Éxodo y Deuteronomio) aconsejan tratar al forastero con los honores de una persona cercana o familiar. 

-Se trata de un vino al que le añadimos una pequeña cantidad de miel, también producida por nosotros, bueno, mejor dicho por las abejas que son maravillosas, -dijo esto sonriendo, mi ya amigo, José.

Llevábamos un rato los cuatro (el matrimonio, la señora que hacía de criada y yo) disfrutando del exquisito licor, habíamos hablado de muchas cosas. Yo les conté algunas historias recogidas en mis viajes que me parecían interesantes, cuando el padre de familia me cogió el brazo que tenía apoyado sobre la mesa y me dijo:

-Necesito contarte una vivencia muy fuerte de mi familia para que la guardes en tu memoria o la escribas en tus pergaminos si te parece interesante.

-Cuente, José, procediendo de su familia debe ser muy bonita, -respondí animado por mi curiosidad y por la familiaridad con que me sentía tratado.

-Marta y yo tenemos dos hijos. El mayor se llama Leví, y el menor Juan. Este un día quiso vivir experiencias nuevas, porque, según él, se aburría en nuestro pueblo  trabajando las tierras. El mayor se llama Leví, y el menor Juan. Este un día quiso vivir experiencias nuevas, porque, según él, se aburría en nuestro pueblo  trabajando las tierras. Me pidió la parte de la herencia que le correspondería cuando muriésemos mi mujer y yo. Se la di y se marchó…


 (Continuará)

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