En el aula se
cuentan, aproximadamente, unos veinte y cinco, así que les digo a la mitad que
salgan al pasillo y esperen, pues he de comunicarles algo importante a los que
se quedan. Tras unos segundos de titubeo, me encuentro en silencio con un grupo
reducido.
—Me gustaría
conocer vuestra opinión acerca de las intenciones del Ayuntamiento, expresadas
durante el día de ayer en el Pleno. Como sabréis, el Consistorio piensa
eliminar la mitad de los árboles de la localidad, pues su mantenimiento es muy
costoso y, a su juicio, aportan poco a la comunidad.
Sorprendidos, se
miran entre ellos, encogiéndose de hombros. Una alumna pregunta:
—¿Es eso verdad?
—Sí que lo es
(por supuesto que no lo es). Y me gustaría aprovechar la ocasión para lanzaros
una pregunta: ¿qué cantidad de dinero estaríais dispuestos a exigir como
compensación al daño que se le va a infligir a nuestra localidad con esta
medida? Eso sí, —me apresuro a comentar antes de escuchar ofertas, —quisiera
que me lo entreguéis por escrito y que esa valoración sea secreta.
Una vez descansan
en mi mesa doce papelitos con la valoración individual del daño de la medida
institucional, les pido que, ahora, sean cómplices, guardando silencio ante lo
que voy a trasladar al resto del grupo, una vez regresen al aula. Acceden.
—Gracias por
esperar en el pasillo. En realidad, os he hecho salir porque me interesa
especialmente contar con vuestro punto de vista, sin que se halle contaminado
por las opiniones de esta otra mitad del grupo. Veréis, es muy sencillo…
Lo que le
traslado al grupo que esperó en el pasillo es idéntico al que no salió del
aula. Es decir, el Consistorio planea eliminar la mitad de los árboles de la
localidad. Sin embargo, ahora la pregunta es diferente. No se trata de indicar
cuánto exiges para compensar el daño, sino todo lo contrario:
—¿Qué cantidad de
dinero estaríais dispuestos a pagar para evitar el daño que se le va a
infligir a nuestra localidad con esta medida? Eso sí, —me apresuro a comentar
antes de escuchar ofertas, —quisiera que me lo entreguéis por escrito y que esa
valoración sea secreta.
El grupo inicial
capta la diferencia, pero guarda silencio (son cómplices). Pasados unos
minutos, en mi mesa hay dos montones con papelitos. En uno, el dinero exigido
como compensación; en otro, las disposiciones a pagar para evitar la medida.
La acción
(eliminar la mitad del arbolado) es la misma en ambos casos. Pero no así los
resultados. La compensación media exigida oscila entre el 1.000.000 y los 10.000.000
de euros. La disposición media a pagar, entre los 10 y los 50 euros (estas
cifras varían algo cada año).
El experimento (que
intento realizar todos los cursos) no es una invención mía. Nos acompaña desde
hace mucho tiempo y muestra lo difícil que resulta valorar adecuadamente los
bienes que, en Economía, se denominan «públicos». Las personas no vemos con los
mismos ojos, ni el mismo bien (ni la misma política) cuando se trata de pagar o
de recibir.
Si me preguntan
por la fuente de este sencillo caso práctico, les diré que recuerdo haberlo
visto reseñado en una obra de Azqueta
(economista dedicado a la investigación de la valoración económica del medio
ambiente). De la mano del mismo autor (y otros colaboradores) es esta cita:
««La diferencia
entre lo que una persona estaría dispuesta a pagar por impedir el deterioro de
un bien ambiental (...) y lo que exigiría como compensación para permitirlo,
suele ser muy grande»
Introducción
a la economía ambiental. D Azqueta, M Alviar, L Domínguez, R O’Ryan. McGraw
Hill. Madrid. 2007.
Este curso, con
las debidas medidas de seguridad, volveré a llevar a cabo el experimento. Les
adelanto que la edad y la procedencia social son independientes del resultado
(de hecho, el experimento original se realizó con personas adultas). Una vez completado,
nos será más fácil hablar de problemas económicos que nos afectan seriamente
como el de los precios de la electricidad, la fiscalidad de los carburantes, la
transición verde o la suficiencia de las pensiones y sus consecuencias sobre la
equidad intergeneracional.
En todos estos
temas, económicos, existen ganadores y perdedores. Las posturas frente a ellos,
a menudo, están condicionadas por la cita anterior, lo que nos lleva, en
numerosas ocasiones, a incurrir en contradicciones.
Así, es habitual
escuchar opiniones en defensa de una transición verde que reduzca drásticamente
el CO2 y, simultáneamente, exigir luz barata o subvenciones a la misma (¿debe
subvencionarse una fuente de energía? ¿debe la energía eléctrica ser un recurso
al margen del mercado y proporcionarse a bajo coste? ¿para todos los usos?).
Si algo sabemos
en Economía es que los precios son señales y, como tales, nos indican la
dirección que debemos tomar. ¿Tiene el mismo calado social el consumo eléctrico
de una lavadora que el propiciado por dejar los aparatos en stand by? ¿Puede
defenderse, al mismo tiempo, una transición verde y unos precios energéticos
bajos? Si es así, ¿cómo incentivaremos el consumo responsable? En esta
transición, el precio de la energía será alto. Actuar sobre las rentas
(garantizando que todos puedan poner la lavadora) y no sobre los precios,
podría ser una propuesta más consistente.
¿Y qué me dicen
de las pensiones? Estamos dispuestos a salir a la calle (ni un paso atrás) para
blindar las pensiones y, al mismo tiempo, nos avergüenza la precariedad laboral
que sufren nuestros jóvenes (a los que posiblemente se les esté condenando a
soportar una mayor tasa de dependencia y a destinar más recursos para el
sostenimiento de esta factura).
La transición
verde no la pagarán otros. Tampoco las pensiones ni los impuestos al diésel.
Tenemos todo el derecho a posicionarnos donde nos dé la gana e, incluso, a
cambiar de opinión (faltaría más). Eso sí, aun sabiendo que no es lo mismo
llamar que salir a abrir, lo que es seguro es que el timbre ha sonado y que la
puerta, más tarde o más temprano, dejará de estar cerrada.
Ramón Castro Pérez es profesor de
Economía en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos, Ciudad Real).
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Jueves, 25 de Abril del 2024
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