Opinión

Crítica teatral

Rafael Toledo Díaz | Lunes, 20 de Septiembre del 2021
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Aunque observando todo el protocolo de seguridad, ya saben, reducción de aforo, gel, mascarilla y distancia social, por fin, después de muchos meses, he vuelto al teatro. No sabría cómo calificar mi estado de ánimo al volver a pisar la moqueta de un patio de butacas, pero algo de alivio y satisfacción noté al regresar a esos pequeños templos de la cultura que son los teatros madrileños, y también cualquier teatro de nuestra geografía, locales que deberían estar protegidos por ley para evitar que desaparezcan ante la voracidad de la piqueta y la salvaje especulación urbanística del centro histórico de las ciudades.

Para la ocasión podía haber elegido alguna comedia agradable o divertida que me alejara del agobio y la fatiga ante la enésima ola de la pandemia que se dilata continuamente. Sin embargo, fue ver en la cartelera el título de "Tartufo" y al momento me decidí ante la nueva propuesta del clásico de Molière, por la que, además, tenía razones personales para ello.

Apenas me informé antes de la función, pero la imagen de un cómico de prestigio como es Pepe Viyuela encabezando el reparto me incitó a no demorar más mi reencuentro con el teatro.

Empieza y termina la obra con un ejercicio de metateatro, un supuesto ensayo de actores dispuestos a representar el clásico inician la farsa, y al momento se advierte la frescura del personaje de Dorina que interpreta la joven actriz María Rivera con un lenguaje actual y descarado.

Después, el texto rimado tiene altibajos en función de los personajes. Tartufo es interpretado por Viyuela que, con soltura y oficio, a poco que gesticule, consigue personificar al gran hipócrita que es Tartufo. La actuación de Paco Déniz en el papel de Orgón logra transmitir con exageración la ingenuidad, la sumisión y su fascinación por el pérfido impostor. 

Pero en la escena cumbre de la mesa, cuando Orgón se esconde para descubrir en última instancia la falsa piedad y, sobre todo, la lujuria que exhibe Tartufo intentando seducir a Elmira, aunque el trance se resuelve eficazmente en cuestión de movimientos y plasticidad, sin embargo, es demasiado evidente, porque ni siquiera existe un elemento que oculte al marido engañado, un camuflaje que podría haber dado más enjundia a la escena.

No es que desee agarrarme a la excelencia y el barroquismo de la escenografía que mi paisano Paco Nieva utilizaba en sus montajes, pero considero que los roperos rodantes que utilizan como atrezo están muy desaprovechados, pues apenas los personajes femeninos utilizan algún vestido y los personajes masculinos se difuminan en un vestuario actual y convencional.

Recuerdo con nostalgia cuando al final de los años setenta, el grupo de teatro de aficionados al que pertenecía se atrevió a representar la transgresora versión que escribió Enrique Llovet y que en los teatros comerciales representó Adolfo Marsillach. En aquel montaje utilizamos pequeños y determinantes elementos de vestuario para darles identidad a cada uno de los personajes. Así, alguna de las actrices vistieron trajes de la época, además conseguimos varios sombreros y casacas que completaron la indumentaria, evidentemente nuestros recursos eran mínimos y apenas teníamos presupuesto. Por eso me sorprende que, con las enormes posibilidades actuales, no se hayan aprovechado del vestuario que aparece colgado en los percheros, y más cuando gran parte de la obra es realmente texto original. Reconozco que esa sobriedad escénica facilita mucho una posible gira por provincias, sin embargo, personalmente, no considero un acierto la excesiva sencillez del montaje.

Resultan ocurrentes algunos guiños a la realidad actual, a las redes o la reivindicación   con el recurso de las activistas de la FEMEN que realiza el personaje de Mariana enfrentándose a su padre cuando quiere casarla con el gran fingidor.

La obra termina con un guiño a la realidad reciente, cuando Tartufo asciende por la escalera realizando un saludo muy significativo (vamos a dejarlo ahí y que el espectador adivine y piense), dejando al resto de orgones embobados y resignados contemplando la escapada del gran embaucador.

En resumidas cuentas, el clásico siempre nos deja su enseñanza y, a pesar del paso del tiempo, parece que algunas cosas no cambian demasiado, y me refiero a la inconsciencia de una sociedad sumisa e indulgente ante las tropelías y los desmanes que los Tartufos de turno realizan continuamente.


Releo el texto y concluyo que quizás expreso más dudas que certezas sobre esta función, y es que reconozco que no llegó a complacerme lo suficiente y pienso que quizás me dejé llevar por el llamativo cartel, una imagen que luego ni siquiera se refleja en el limitado vestuario.  Es más, creo que para asistir a la representación es necesario saber algo del clásico porque si no, estarás perdido.

Leo opiniones y críticas tratando de contrastar y me encuentro que, la mayoría son benévolas tirando a publicitarias, y es que hay que tener en cuenta que ahora casi todo es interesado y apenas existe el análisis y la reflexión. Quizás alguna crónica del evento muestra esas reticencias que yo expreso y por supuesto, en las redes hay opiniones para todos los gustos.

Al finalizar el público aplaudió y yo también colaboré en esos aplausos porque todo aquel que sube a un escenario merece el respeto a su trabajo y todo es opinable como este sincero y respetuoso artículo.


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