Era cuestión de tiempo que los homicidios cometidos por robots
psicópatas aparecieran en escena. A finales de siglo, los autómatas se contaban
por miles, así que la ley de los grandes números hizo su trabajo, produciendo
el primer asesino en serie no humano.
En un primer momento, la policía no las tenía todas consigo. No
obstante, tras la tercera coincidencia, se declaró que un nuevo psicópata
campaba a sus anchas en torno a un radio de unos cincuenta kilómetros, quitando
la vida a adultos con edades comprendidas entre los treinta y cinco y los
cincuenta años, sin predilección por el sexo de los mismos. Fue, precisamente,
la ausencia de más detalles al dibujar el perfil, lo que llevaría a los
investigadores a considerar la posibilidad de que un autómata estuviera detrás
de los crímenes.
El cuarto cadáver confirmó las sospechas. Junto al mismo, fue
encontrada una nota que había escrito el robot. La tipografía era exquisita y
el trazado de la escritura revelaba una ausencia completa de pulso. Por último,
la estructura del lenguaje empleado se correspondía con los modelos diseñados
por los recientes algoritmos. No había dudas: se trataba de un robot y el
departamento de policía no tenía ni idea de cómo iba a manejar el caso ante los
medios. Todo el mundo se puso nervioso.
A Selene Tomas, responsable del condado, no le hizo gracia el
informe policial que leyó esa mañana. Por si ello no fuera suficiente, tener a
dos o tres periodistas preguntando por un autómata asesino no era lo que había esperado
del día al levantarse y acudir a su despacho.
—¡Vamos a ver! ¿Me estáis diciendo que tenemos por ahí a un robot
que se carga a la gente y que, encima, va dejando notitas a la policía?
—preguntó a gritos, delante de su asesora.
Los dos comisarios, Helen Reus y Leo Mat, asintieron en silencio.
Todo estaba en el dossier que habían entregado, minutos antes. Selene estaba
muy cabreada. Y lo que le quedaba:
—¡Un puto robot! ¿De esos que hacen la compra y limpian las casas?
¿Uno de los que la semana pasada estuvieron manifestándose delante de este
edificio para pedir mejoras salariales? ¿Uno de esos? ¡Por Dios! ¡Si en mi vida
he visto cosas más absurdas que esas! ¡Sólo hay que mirar cómo se mueven! ¡Lo
torpes que son! ¿Cómo es posible? ¡Dime Leo! ¿Cómo es posible?
En algo llevaba razón Selene.
Esas cosas, como ella las llamaba, eran torpes al moverse. Su diseño era muy
básico aún. Estaban preparadas para llevar a cabo tareas domésticas y no solían
contar con responsabilidades más allá de cuidar a los ancianos durante las
mañanas o sacar a pasear a las mascotas. Agrupados en sindicatos y con el apoyo
de varias asociaciones provida electrónica, los robots habían comenzado a
reivindicar derechos básicos y una parte pequeña de la población los apoyaba,
ayudada por el desempeño de algunos medios de comunicación a los que Selene,
ciertamente, no les tenía demasiado cariño.
El teléfono móvil vibró. La prensa deseaba conocer cuándo iba a
confirmar el gobierno el rumor de que un robot vagaba por la ciudad aniquilando
a personas.
—¡Todo es mentira! —acertó a responder Selene, con el timbre de
voz propio de quien miente.
Las noticias de las ocho estaban siendo monopolizadas por el
asunto del robot asesino en serie. Dos periodistas se alternaban, dándose paso
el uno al otro, revelando detalles de la investigación. Las redes sociales se
hacían eco de la información y la magnificaban. En cuestión de horas, la
población estaba atemorizada.
—Podemos estar tranquilos —relataba un adolescente, mientras era
entrevistado en plena calle, junto a sus amigos. —El robot no asesina a los
jóvenes, sólo a los que tienen entre treinta y cinco y cincuenta años, así que
a mí me da igual —interpelaba otro de los chicos, mientras bailaba al son de la
música.
—¡Los robots tienen derechos! —gritaba una mujer anciana, cerca de
los reporteros. Tras llamar su atención, se dirigió hacia ellos y se colocó
frente a la cámara para seguir hablando:
—No podemos criminalizarlos, sólo porque uno de ellos sea un
asesino. Además ¿por qué hemos de creer que quien está matando a estas personas
es un robot? ¿Acaso la policía tiene pruebas? Creo que están intentando señalar
a todo un colectivo ¡justo en el momento en el que demandan sus derechos,
injustamente arrebatados!
Las declaraciones de aquella
señora corrieron como la pólvora. El vídeo estaba en todas partes y pronto las
calles se llenaron de personas marchando en favor de los robots, lanzando
consignas contra el gobierno del condado y contra su policía. Todo ello, en
mitad de la ola de crímenes más intensa que pudiera recordarse. La cifra de
asesinados continuaba en ascenso y los medios, divididos, trataban de
rentabilizar los sucesos.
De esta manera, algunos diarios
aludían al asesino en serie, cuidándose mucho de incluir la palabra robot en el
titular. Otros, en cambio, aseguraban que detrás de las muertes no se
encontraba la mano humana. La opinión pública se hallaba polarizada, si bien
los robots recibían la mayor parte de todo el apoyo social y mediático.
A medida que se sucedían los asesinatos, se iba consolidando la
hipótesis de la edad. Todas las víctimas (y ya eran sesenta y ocho) eran
adultas y con edades comprendidas en esa horquilla fatal. El ambiente en las
calles era irrespirable y los enfrentamientos entre ciudadanos se sucedían
continuamente, exigiendo a las fuerzas del orden actuaciones contundentes. Esto
ya no iba de asesinatos, sino de derechos.
—¡Cuidemos a los robots! —podía leerse en las pintadas del metro.
Mientras tanto, los comisarios Helen Reus y Leo Mat, bajo mucha
presión, continuaban sus investigaciones. Selene les había dado un ultimatum:
debían arrestar a un robot en las próximas horas y presentarlo como culpable.
Eso o se iban a la calle.
Aquella madrugada, Helen repasaba las fichas de los fallecidos,
cuando sintió un vuelco en el corazón. Se volvió hacia Leo y le preguntó:
—Oye, Leo ¿las sesenta y ocho víctimas trabajaban?
Leo dio un salto hacia el escritorio. Activó el ordenador y tecleó
unos comandos. El dato que solicitaba Helen era fácil de obtener.
—¡Todos trabajaban! ¡Los sesenta
y ocho!
Habían encontrado un buen hilo
del que tirar. A pesar de que la mayoría de las personas contaban con un
trabajo, el problema del desempleo no había podido erradicarse del todo. Era
una lacra del pasado que aún existía y que sufría, aproximadamente, el cinco
por ciento de la población activa. Los dos investigadores se miraron y, casi al
mismo tiempo, se dijeron:
—¡Tenemos algo!
Como suele suceder, pequeños
avances en una investigación criminal se convierten en voz populi a los cinco
minutos. Selene los llamó al despacho, muy enfadada.
—¿Qué significa que todas las víctimas tenían trabajo? ¿Cuándo me
lo pensábais contar? ¿Tengo que enterarme por la prensa?
Los asesinatos cesaron. El número de víctimas se detuvo en sesenta
y ocho. El porqué era sencillo: todas las personas, entre los treinta y cinco y
cincuenta años de edad, dejaron de trabajar. Helen y Leo habían acertado al
filtrar sus sospechas. Eso sí, procuraron que Selene no supiera que ellos eran
la fuente.
—La economía del condado se hunde —transmitió uno de los técnicos
de la oficina tributaria a Selene. —Se ha colapsado —prosiguió —Comercios,
bancos, tiendas, transporte, enseñanza, salud, todo, absolutamente todo está
parado. Nadie quiere morir, así que se han ido todos al desempleo.
—¿Prefieren
morir de hambre? —dijo, en tono de burla, Selene, a lo que el asesor tributario
respondió:
—No, Selene. Solicitarán el subsidio.
La solución a la debacle
económica vino de la mano de los robots. De manera paulatina, estos fueron
incorporándose a los puestos de trabajo vacantes y ahora quienes se
manifestaban frente al edificio del condado eran humanos, de entre treinta y
cinco y cincuenta años de edad. Exigían el pago de los subsidios a los que
tenían derecho y que Selene les estaba negando.
Los robots, torpes y poco
avezados para los trabajos que habían quedado huérfanos, no supieron desempeñar
adecuadamente sus tareas, por lo que la producción de bienes y servicios se
resintió como nunca antes. Incapaces de realizar tareas humanas complejas, los
robots empezarían a ser cuestionados. Mientras, la pobreza consumía a una buena
parte de la población que había abandonado sus trabajos por miedo a ser
ejecutado. Aquellos medios de comunicación más sensibles, que antes defendían
el estatus de los autómatas, comenzaron a poner el foco de atención en los
humanos.
—¡Todo sea por los derechos de los oprimidos! —gritó un famoso
editor a su plantel de articulistas.
Mientras tanto, los inspectores
Helen y Leo seguían buscando al asesino. Los crímenes habían cesado pero el
culpable debía responder ante la justicia. Selene los presionaba para que lo
encontrasen. En un principio, se había contentado con el cese de los crímenes,
pero la situación económica era tal que necesitaba que los policías dieran una
vuelta de tuerca a toda la situación. Selene debía recuperar a su electorado.
—Oye, Leo ¿recuerdas a aquel científico que entrevistamos, poco
después del tercer crimen? —comentó Helen con ese tono maravilloso, el de las
preguntas correctas.
Leo contestó con la cabeza, afirmativamente. Seguía enfrascado en
unos papeles. Helen siguió hablando:
—No le prestamos atención pero, si recuerdas, opinaba que no podía
ser un solo robot, porque no existen los robots psicópatas. La psicopatía es un
rasgo humano y, por tanto, es imposible que un autómata la muestre. No creo que
debamos buscar a un sólo culpable ¿no crees?
Leo se levantó de un salto. Comenzó a caminar deprisa, de un lado
para otro, recorriendo todo el despacho. De pronto, lo vio claro:
—¡Llevas toda la razón! Fíjate —dijo señalando los papeles que
consultaba, antes de que Helen comenzara con este tema —Estos son los datos
laborales de los robots. Coinciden. La mayoría de ellos ya no realiza las
tareas para las cuales fueron diseñados. Ahora desempeñan los trabajos que
quedaron vacantes, justo después de la gran dimisión. Helen ¡son varios! ¡no es
uno solo! ¡son… son todos, Helen!
—¡Exacto! —respondió la comisaria —Los crímenes parecen cometidos
por el mismo robot porque ¡son todos iguales! ¡Pertenecen a la misma serie!
—¡Que no salga de aquí, Leo! —susurró Helen, mientras se disponía
a comprobar toda la información.
Minutos después, Helen volvió la cabeza hacia la ventana. En la
calle había escándalo. Miles de personas se manifestaban frente al despacho de
Selene.
—¡Muerte a todos los robots! ¡Muerte!
Leo miró a Helen. Esta vez la filtración no procedía de ellos. Fue
la propia Selene quien se encargó de ello. Como consecuencia, los mismos que
antes defendían a los autómatas, ahora animaban a los adultos a regresar a sus
trabajos, aplaudiendo a aquellos que demostraban su coraje reincorporándose a
la actividad. Los medios, antes afines a los derechos de los robots, ahora les
declaraban la guerra.
Apagaron todos los robots.
Retirarlos no fue nada sencillo. Muchos de ellos se resistieron y destruyeron
sus lugares de trabajo. Otros imploraron clemencia, alegando que no habían
participado en ninguno de los sesenta y ocho asesinatos. Las mismas personas
que, asociadas, defendieron una vez sus intereses, eran ahora las encargadas de
exterminarlos. Selene hizo bien su trabajo, como era, por otra parte, habitual.
En unos pocos años, nadie
recordaba a los robots. Helen y Leo se retiraron sin poder determinar qué
números de serie fueron los que acabaron con la vida de sesenta y ocho adultos,
aunque eso, realmente, nunca importó demasiado.
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
Sábado, 20 de Abril del 2024
Sábado, 20 de Abril del 2024
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