Opinión

Solos

Ramón Castro Pérez | Viernes, 6 de Mayo del 2022
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En el año 2020, en nuestro país, se contaban 4.889.900 hogares unipersonales. Hogares, lo que se dice hogares, existían en esas fechas unos 18.754.800 según el INE (encuesta continua de hogares). Así que este colectivo (personas viviendo solas) supone el 26 por ciento del total de los mismos, aproximadamente.

Confieso que me encantaría saber más del asunto y poder acceder a los microdatos de la encuesta y, sobre todo, a poseer el conocimiento necesario para tratarlos. Como no es el caso, me pregunto cuántos tipos de hogares unipersonales existirán. No me lleva demasiado tiempo pensar en: jóvenes emancipados que, bien no tienen pareja, bien la mantienen a una distancia prudente; divorciados sin custodia compartida; solteros de cierta edad (caben aquí también los que tienen pareja y prefieren dormir solos); viudos y viudas (sin hijos o con ellos ya emancipados); mayores de 65 (más solos que Laúna) y algún caso más (que tiene que haberlo).

Probablemente, algunos de estos hogares abandonen la categoría con el tiempo. Algunos acabarán viviendo en pareja e incluso teniendo descendencia. El resto seguirá en soledad, por gusto o por obligación, siendo esta última la menos deseable de las situaciones (la penúltima es envidiable ¿no creen?).

¿Cuántos de estos hogares tiene vivienda en propiedad? Volvemos a la encuesta continua de hogares y descubrimos que, en 2020, 3.598.500 personas (el 74% de los hogares unipersonales) vivían solas en su propia casa, pagada o hipotecada (2.682.000 y 916.500, respectivamente). De manera inmediata piensa uno sobre el destino final de estas viviendas. En unos casos, se dejarán a los hijos, pero ¿y si no hay hijos? o (lo que es infinitamente peor) ¿y si los hay, pero es como si no los hubiera? Me encantaría conocer el dato de hogares unipersonales mayores de 50 años, sin hijos y con vivienda en propiedad, porque la cuestión es ¿qué se hace con ellas cuando su propietario ya no está?

De buena tinta sabemos que vivimos en un país donde el ladrillo es casi una religión. El mundo financiero también es consciente de ello y, por supuesto, hay extraordinarias mentes pensando en cómo hacer líquida tal cantidad de argamasa. El asunto cobra mayor importancia cuando se trata de gente sola que se enfrenta a una longevidad cada vez mayor, igual a la incertidumbre que genera pensar qué pasará con uno dentro de unos años.

Como profesor de economía de instituto, entre las lecciones que encuentro más interesantes se citan las referidas a las matemáticas financieras. Gracias a ellas, podemos valorar (en cualquier momento) un flujo de dinero. Si añadimos, además, probabilidades de supervivencia, entramos en el mundo de las matemáticas actuariales. No quiero avanzar sin citar, aquí, a José Antonio Herce San Miguel, economista de reconocido prestigio con el que he hablado en ocasiones de estos temas que, después, intento adaptar a las clases.

En una ocasión reciente salió a colación el asunto de las rentas vitalicias constituidas gracias a la venta de la nuda propiedad de la vivienda, operación que, para el tema que nos ocupa, parece realmente interesante. Imaginen el caso de Luz que, a sus 65 años, vive sola en su propia casa. Luz no tiene hijos y su vida es plena. En otras palabras, está sola porque así lo desea. Luz acaba de jubilarse este año y su pensión es, aproximadamente, la media: unos 1.250 euros mensuales.

¿Serán suficientes dentro de 10 años? A fin de cuentas, la esperanza de vida a los 65 años para una mujer de Ciudad Real es de casi 21 años (¿será suficiente esta pensión dentro de 21 años?). Es probable que no lo sea, aunque se actualice con el IPC y ello es porque Luz necesitará cuidados que, al estar sola, deberá pagar. Luz lo sabe y venderá la nuda propiedad de su vivienda.

¿Qué es la nuda propiedad?

Sencillamente, el valor de su casa descontado el valor que ella consumirá de la misma mientras viva y resida en ella. Es decir, es el valor de su casa menos el valor del usufructo. Si Luz vende, hoy, la nuda propiedad, el comprador accederá a la vivienda una vez Luz fallezca, nunca antes. Pues bien, imaginemos que la vivienda de Luz se valora en 140.000 euros. En este caso, el comprador desembolsará 106.400 euros. Es decir, el valor del usufructo es el 24% del valor de la vivienda (se aplica la siguiente regla: 89 – edad).

¿Qué ha ocurrido?

Luz recibe, hoy, 106.400 euros y seguirá viviendo en su casa hasta su fallecimiento. El capital que acaba de recibir puede ser invertido de múltiples formas. Una de ellas (muy conservadora) es la renta vitalicia. De esta forma, Luz aportaría, en estos momentos, esta cantidad y recibiría, durante lo que le resta de vida, unos 7.200 euros anuales (600 euros al mes), cantidad que complementaría su pensión de 1.250 euros mensuales. Para realizar estos cálculos necesitamos combinar las matemáticas financieras y las probabilidades de supervivencia. Es decir, llevamos al aula de economía la genial mezcla de estadística y finanzas (no sé a ustedes, pero a un servidor le fascina todo esto).

Las rentas vitalicias tienen, como todo, sus ventajas y sus inconvenientes. Es cierto que sus rendimientos son bajos (en este ejemplo hemos supuesto un 1% anual), aunque por otra parte suelen ser inversiones adecuadamente garantizadas. El caso es que Luz, aún joven, tiene ante sí una decisión vital. Tal vez tenga sobrinos a los que dejar en herencia una casa y decida finalmente no vender la nuda propiedad. O tal vez sí. Cada persona tiene su historia. Lo que sí es cierto es que el aumento en la longevidad nos trae nuevas estrategias y nuevas fórmulas, algunas propias de grandes alquimistas, capaces de disolver hormigón para obtener efectivo. En el futuro existirán nuevos trabajos. Y también nuevos productos financieros. Conocerlos debiera importarnos pues algunos de los que ya han nacido vivirán más de cien años y lo harán solos.

Agradezco enormemente las charlas con mi estimado José Antonio Herce San Miguel, de las que extraigo siempre reflexiones que, posteriormente, intento aplicar en el aula de economía. Huelga decir que las opiniones vertidas en este artículo son responsabilidad, única y exclusiva de quien lo firma.

Ramón Castro Pérez es profesor de Economía en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos, Ciudad Real).

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