Opinión

Cosejas y versetes XIX. Con mala intención

Juan José Sánchez Ondal | Miércoles, 30 de Noviembre del 2022
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No hay palabras culpables ni inocentes.

Son en sí, per se, inocuas.

Nosotros las cargamos de intenciones

como usamos las armas.

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Estar solo no es estar sin nadie.

Cuando me quejo de soledad

me quejo de tu ausencia.

…………………………

Estoy tanto conmigo últimamente

que tengo que alejarme de mí mismo.

………………….

He disociado tanto la mente de mi cuerpo

Que a veces ambos se cuentan sus dolores.

…………………………

No es frecuente hallar anécdotas o chistes en los que no quede muy clara la intención del autor y en los que, sin perjuicio de su meollo o de su gracia, podamos interpretarlos contra unos o contra otros de los sujetos intervinientes. Tal es el caso de esta anécdota que recojo del “Almanaque de los chistes”, del siglo antepasado,

“Hallábase un periodista de visita en una casa, y rodando la conversación sobre el periódico que escribía, y del que estaba un número sobre la mesa:

 —¡Cómo! preguntó un caballero que se hallaba presente, hojeando a la vez el periódico; ¿escribe V. aquí?

—Sí, señor, contestó aquel; ese primer artículo es todo mío.

—jCaramba!, repuso el caballero mirándole con la mayor atención, ¡qué letra tan clara y tan redondita tiene Vd. si parece de imprenta!”

Tanto vale para zaherir al periodista por parte del caballero, atribuyendo todo el mérito de su trabajo a la calidad de su caligrafía, como para poner de manifiesto la ignorancia o la estolidez del caballero. Elija cada cual el sentido que le parezca. Yo me inclinaría por el primero, tras haber enfatizado un poco la presunción del articulista. Y ello porque he sido mordaz en alguna ocasión. Se me vienen a la memoria un par de ellas.

La primera se desarrolla precisamente en Tomelloso. “Ya apuntaba maneras”. En aquellos años colegiales en los que se zurcían los calcetines y se cogían los puntos a las medias; en los que unos pantalones, una camisa, un jersey o una chaqueta descendían la escalera de hermano a hermano y eran casi eviternos. Se nos compraban crecederos; en las camisas se hacían lorzas en las mangas, se daba la vuelta a los cuellos y a los puños; se cogían e iban soltando los bajos de los pantalones a medida que se crecía, se les echaban cuchillos, rodilleras o culeras y se ponían coderas en las chaquetas, no precisamente de adorno como las actuales, hasta que nuestras madres claudicaban y los pasaban a la segunda función: la de bayeta. El estrenar una de esas piezas era motivo de júbilo y de presunción.

Un día apareció por el patio del colegio un compañero con una relumbrante chaqueta nueva y como no le ensalzara el acontecimiento del estreno, no hacía más que ponerse delante de mí a ver si le comentaba algo. Como yo maliciosamente callaba, no por envidia, pecado del que no he tenido que confesarme nunca, sino por hacerle rabiar, sacando una agenda del bolsillo superior de la flamante americana y meciéndola a derecha e izquierda, de hombro a hombro, para fijar mi vista en la virgen lana de la lozana americana, me pregunta.

- ¿Has visto la agenda que me han comprado?

A lo que le respondí:

-¿Y te han regalado  en la papelería esa chaqueta por  comprarla?

La segunda es por el estilo, por el mismo mal estilo mío.

 Recién sacadas las oposiciones al Ayuntamiento madrileño, nos pagaban la nómina unos habilitados en metálico con una tirita en que figuraban los escasos conceptos retributivos y los abundantes descuentos. El día de pago se formaban colas desde primera hora para percibir el magro estipendio. En una ocasión, delante de mí, estaba una compañera de trabajo, niña de casa bien, elegante y asaz presumida y durante todo el tiempo, mientras charlábamos, no hacía más que abanicarme la cara con un precioso pañuelo de seda natural, en uno de cuyos picos figuraba el nombre del modisto: Balenciaga.

El abaniqueo evidentemente no tenía otra finalidad que la de presumir de pañuelo y arrancar de mí la admiración y el elogio. Llevábamos un buen rato en el que ella se pavoneaba de su 600 verde oliva y de su abono en Las Ventas; de su familia ilustre y de sus veraneos en la Bella Easo, y como yo no mostrara mi deslumbramiento por tan elegante complemento,  no pudiendo aguantar más, me dice:

-No me has comentado nada de mi nuevo pañuelo de seda. ¡Es de Balenciaga!

A lo que, en la línea del de la chaqueta, le repliqué:
- Es que estaba viendo en él unas letras y creí que eran de una de esas marcas de detergentes y que te lo habían dado como propaganda. 

Con un “Eres idiota”, merecido, terminó la conversación.

Claro, así no había manera de ligar.

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La soledad ofrece la ventaja

de convivir con ella solamente.

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La soledad es ese entrenamiento

para estar sin uno mismo, para el ya no ser.

………………..

En el más blanco marco de los sueños

el niño que no somos juega con las estrellas.

 

Madrid, 29 de noviembre de 2022.

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