Opinión

Espinas

Ramón Castro Pérez | Miércoles, 1 de Febrero del 2023
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A John siempre le gustaron las astillas. Solía buscarlas en los viejos tablones que su abuelo apilaba en el fondo del granero. Lo hacía de noche, mientras todos dormían. Se escabullía por la ventana de su habitación y descendía del tejado por el canalón, accediendo al interior del edificio. Una vez allí, se acercaba a ellos y deslizaba las palmas de sus manos sobre la superficie en busca las diminutas piezas de madera.

Con el paso de los años, comenzó a coleccionar astillas en el corazón. La primera la consiguió a los diecisiete años, cuando Mary lo dejó por un chico popular. Pasarían unos meses hasta que Elisabeth le facilitara la segunda, al fallecer por una estúpida apuesta. A partir de aquel momento, John se volvió adicto a las astillas. Fue su mejor amigo, Ralph, quien cambió el término por uno más apropiado.

—Se llaman espinas, querido John. Lo que tú tienes en el corazón son espinas —le dijo una noche en la que ambos se bebieron la mitad de todas las cervezas de Down Town.

A John le traía sin cuidado el nombre. El dolor era lo importante. Cada latido de su corazón lo activaba, enviando señales eléctricas a través de sus nervios, en dirección a su cerebro. Allí se volvía irresistible, provocándole placer y generando un deseo mayor, conseguir otra espina que clavar en el corazón. Pero, a estas alturas, John comenzó a sospechar que el destino no podría depararle astillas de manera indefinida.

Decidió entonces provocar artificialmente su fortuna. Fue así como acabó con la vida de Ralph. Lo hizo rápido, rebanándole el cuello mientras apuraba de un trago una cerveza. John estaba borracho. Cuando despertó a la mañana siguiente, además de una inmensa resaca, contaba con una espina más, clavada en el mismo centro de su corazón.

Tras el asesinato, del que salió indemne, John estuvo unos meses sin sentir angustia. Resultó que, durante ese intervalo de tiempo, las que ya tenía clavadas le provocaban un dolor intenso, suficiente como para calmar su voraz apetito. Pero, como casi todo en la vida, ese tormento se convirtió en cotidiano y, poco a poco, en un pesar soportable. Cuando pensó en volver a producir otra espina, supo que, tarde o temprano, por desgracia, volvería a acostumbrarse a ella. Debía detenerse.  John pensó en la familia. Su abuelo murió ahorcado en el granero cuando él tenía quince años. Poco después, mamá y papá fueron acribillados a tiros mientras dormían.

—No me quedan espinas que recolectar ni tiene más sentido hacerlo —pensó con tristeza —Quizá sea el momento de liberarlas.

John condujo su coche hacia el granero. La construcción se hallaba en pésimas condiciones, aunque los tablones permanecían en el mismo sitio. Al acceder, miró hacia la viga desde la que, una vez, pendió el cuerpo del abuelo. Creyó escuchar los gritos de sus padres, segundos antes de desaparecer y volvió a sentir los pinchazos en las palmas de sus manos. Se sentó junto a la pared y, lentamente, hundió la hoja del cuchillo en su pecho, justo debajo del esternón. Notó cómo la presión que todas las espinas ejercían hasta ese momento, desparecía. El dolor era placentero al producirse. John expiró, liberando al monstruo atormentado por todo aquello que él mismo había provocado. Mary y el chico popular, Elisabeth, Ralph, el abuelo, papá y mamá. Su amigo estaba equivocado. No se llamaban espinas, sino crímenes.  

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