Hoy se cumplen diecisiete años de los atentados del 11 de
septiembre. Esta mañana, en un grupo de WhatsApp, alguien ha preguntado: “¿Dónde
estábamos el 11-S?”. Prácticamente todos
hemos recordado lo que hacíamos aquella infausta tarde en la que, entre gritos
de Matías Prats, contemplábamos boquiabiertos como los aviones se estrellaban contra
las Torres Gemelas.
“El Tomelloso. En una peripecia vital”, he tecleado en el
teléfono. Aquel 11 de septiembre hacía
pocas semanas que había dejado atrás a una
compañera fiel durante muchos años, la bebida. Uno estaba en plena catarsis, y
no precisamente en el sentido poético de
la palabra. Mi vida ardía por los cuatro costados y yo quería apagarla con
agua.
Era una tarde soleada, bochornosa, con moscas, propia de la
vendimia que se presentía. Recuerdo el irreal cielo despejado; la luz era
extraña, como pasada por un filtro inquietante. Además de la conmoción por los
atentados y de mi desconsuelo tuve un descubrimiento que me marcó para mucho
tiempo.
Aquel día de septiembre en el que mundo estaba cambiando supe
por primera (y única) vez de Juan Ruiz (o Rodríguez) de Mena. Fue en un
programa de Radio Clásica sobre música antigua. Emitieron una chacona compuesta
por él. Por lo que dijo la infatigable locutora, el tipo fue coetáneo, amigo
incluso, de Francisco Salinas y Tomás Luís de Vitoria, además de maestro de
capilla del monasterio de Uclés. Y el dato que produjo mi sorpresa: era natural
de Tomelloso.
La montaña rusa que era mi existencia me llevó a servir en
un trabajo en el que podía tener la estación radiofónica permanentemente
sintonizada. Aquellos sones me valían de consuelo y mantenían a raya los
fantasmas. Las notas se elevaban —inexplicablemente— por encima de todo lo
demás. Más que los ritmos, tiempos, armonías y arpegios, lo que a uno le
subyugaba era lo inacabable del tema. En un planteamiento borgiano, necesitaría
mil vidas para poder oír toda la música escrita hasta entonces. Una tarea que
mantuvo la mente ocupada y alejada de lo demás.
Como digo, aquella negra tarde, cuando escuché el nombre del
músico y su procedencia me estremecí. Nunca más lo he vuelto a oír.
En cuanto tuve ocasión, sobre todo en ambientes musicales de
nuestra ciudad, deslizaba el caso en la conversación, recibiendo siempre
muestras de desconocimiento, ignorancia o extrañeza por parte de mis contertulios.
He consultado enciclopedias de todo tipo, condición y
soporte. Teniendo en cuenta, por supuesto, la no existencia de Tomelloso como
municipio independiente en aquellos años, de cara a mis indagaciones. Me he
desplazado al mentado monasterio de Uclés, “El Escorial de La Mancha” y cabeza
de la orden de Santiago, para consultar sus archivos con fruición.
Desgraciadamente, los nombramientos de maestros de capilla están documentados a
partir de Pablo Sanz, discípulo que fue del famoso Ciego de Daroca y que
recibió el empleo en 1699, casi cincuenta años después, según estimo, del
fallecimiento de maestro Ruiz (o Rodríguez).
Las noches en duermevela he imaginado al evasivo músico,
incluso he pensado su estirpe al completo, pero necesito constatar su
existencia, como Santo Tomás. El desánimo y el abatimiento también han estado
presentes, llegando a pensar que fue una ilusión, o tal vez un sueño.
Hoy, con la distancia que da el tiempo, se me ha venido al
magín una estrofa de una famosa canción de Silvio Rodríguez, que bien podría
definir aquel día: “Si miro un poco
afuera me detengo: /la ciudad se derrumba/ y yo cantando, /la gente que me odia
y que me quiere /no me va a perdonar/ que me distraiga”.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"
Miércoles, 27 de Marzo del 2024
Jueves, 28 de Marzo del 2024
Jueves, 28 de Marzo del 2024