La mayor tormenta solar registrada

Si pudiésemos observar nuestra estrella —el Sol— a corta distancia, descubriríamos que su superficie no es tan tranquila como puede parecernos a simple vista. En realidad, está llena de fulguraciones y explosiones gigantescas que lanzan millones de toneladas de masa y energía al espacio. Estas erupciones solares son tan grandes que hacen parecer a nuestro planeta un simple grano de arena. Poniendo un ejemplo sencillo, nuestro Sol funciona como un descomunal reactor nuclear. Estas eyecciones de masa coronal (llamadas así porque se originan en la corona del Sol) viajan rápidamente por el espacio y atraviesan en poco tiempo la distancia que las separa de la Tierra —aproximadamente unos 150.000.000 de kilómetros—. Las partículas que portan, cargadas de energía, chocan contra el campo magnético que protege nuestro planeta y originan una serie de hermosas, pero peligrosas, reacciones, llamadas auroras. Estas auroras suelen ser visibles en ciertas latitudes, generalmente en los polos, durante determinados períodos de tiempo al año, coincidentes con los períodos de actividad solar. 

La tormenta solar de 1859, registrada el 28 de agosto a partir de las manchas solares detectadas, y que alcanzó su pico de máxima actividad los primeros días de septiembre, se convirtió por su potencia, en la más fuerte jamás registrada. 

Efectos devastadores

Una tormenta solar —aparte de causar las bellísimas auroras— puede resultar nefasta para nuestro planeta. Con potencia suficiente podría incluso acabar con la vida en la Tierra al destruir el campo magnético que nos protege de la radiación solar (se cree que fue una de estas llamaradas solares la que arrasó el campo magnético de Marte y lo volvió un desierto deshabitado). 

El “evento Carrington” de 1859 —llamado así por su primer observador, Richard Carrington— causó auroras en muchos lugares del mundo donde no deben producirse por su baja latitud, como es el caso de Madrid y otros puntos de España. Además las líneas de telégrafo quedaron inutilizadas durante mucho tiempo en América y buena parte de Europa. El poco desarrollo tecnológico de aquella época fue precisamente lo que evitó males mayores, con excepción de los ya citados y de algún incendio causado por la sobrecarga de los cables de telégrafo. 

Si esta llamarada solar se hubiese producido en nuestros días los efectos habrían sido devastadores. A la pérdida de internet, telefonía, apagones a escala mundial (imaginen los hospitales de medio mundo apagándose a la vez) habría que sumar la paralización de trenes, el caos circulatorio en las ciudades, la pérdida de los satélites y los accidentes de los aviones en vuelo. Una tormenta como la de 1859 causaría hoy grandes perjuicios a nuestra civilización y lo cierto es que, a pesar de nuestros avances, la humanidad no tiene ningún sistema para poder evitar una catástrofe de estas características.

Resulta irónico para el que escribe (quizá también para ustedes) como algo tan bello como una aurora, que tiñe de hermosos colores nuestros cielos, pueda estar ligado a algo tan violento y destructivo como es una llamarada de nuestra estrella. La naturaleza es bella e implacable...