Pocas veces consigue uno acordarse de los sueños. En mi caso —ya lo sabes— se tienen que dar una serie de circunstancias favorables. Mejor dicho, una sola: cenar queso manchego y aceitunas. Con queso del país y olivas verdes uno es capaz de sumergirse en aventuras propias del Pequeño Nemo. Con esa cena cabalgo sobre camas art decó de patas inconmensurables, caigo a simas insondables, corro sin moverme del sitio o pierdo un zapato (siempre el izquierdo). También grito o canto o hablo en dialectos ignotos y olvidados. Y lo mejor, lo recuerdo a la mañana siguiente.
Es por ello que te niegas sistemáticamente a que durante la noche mezclemos las aceitunas verdes con el queso añejo. Te comprendo, eres tú la que sufre las consecuencias. A nadie le gusta despertarse sobresaltada de madrugada por mis voces y estar el resto de la noche en blanco oyendo las pláticas de un dormido. Es una precaución tan necesaria como la de aquella película, ¿te acuerdas?, en la que no se podía dar de comer a unos bichejos peludos después de la medianoche.
Pues bien, aprovechando tu ausencia esta noche me he desquitado. Le he hincado el diente a un trozo de ese honrado y casi añejo queso en aceite que tenemos en la despensa y lo he acompañado una bolsa de aceitunas sin hueso. De las que venden en ese supermercado al que vamos y que nos aplazan la cuenta hasta el mes siguiente.
Y la mezcla, la sinergia, la emulsión, la unión… ha obrado el milagro.
He soñado con Pla, nada menos. Ya sabes, con Josep Pla, el escritor de Palafrugell. Ese mozoviejo con boina que hizo que este servidor tuyo se apasionase por la escritura y que, como tantas veces te he dicho, es para mí el mejor escritor español del siglo XX.
Mira, estábamos los en una oficina estrecha, con cristaleras y persianas venecianas de plástico gris, polvorientas y sonoras, con los picos doblados por el uso. Era como uno de esos negociados que aparecen en las películas de Berlanga. Y si te lo preguntas, sí, el sueño también era en blanco y negro. Me ha contado con los ojos que vivía en Tomelloso. Los ojos de don José parecen una puñalada en un saco de grano. La boina, porque la llevaba puesta, era más grande de lo que normalmente aparece en su iconografía, no llevaba gabardina y sí corbata. Y jersey. De un rojo melancólico que tiraba a granate. El grana es el bermellón que no se atreve a serlo, como si le diese miedo la pasión.
A pesar de lo sorprendente que pueda parecer, no me resultaba extraño que la voz le saliese a Pla de los ojos entornados. Uno es de buen conformar cuando está soñando y no hace preguntas. La boca de don Josep mantenía una sonrisa perenne, exagerada y fenicia. Era como el mayordomo del anuncio de Netol. Una sonrisa de esas que ponen quienes, tarde o temprano, te la van a meter doblada.
Los dedos del escritor eran largos y finos con las uñas sin cuidar y amarillos de la nicotina. Pero durante el sueño no ha fumado ni un pito. Ni ha hecho ademán de hacerlo. Se conoce que las quimeras nocturnas, al igual que el cine de Hollywood en estos grises tiempos que nos ha tocado vivir, están moduladas por lo políticamente correcto.
—Y usted Navarro, ¿dónde trabaja? —me han inquirido los ojos del maestro con acento de Palafruguell
—En “El Heraldo de la Llanura”. —le he contestado con respeto y como si lo conociese de toda la vida
—¿Sigue allí Práxedes Muñoz Expósito?
—Allí sigue, don José.
Me ha confesado que conoce Tomelloso gracias a García Pavón. “Que cumple cien años, ¿sabe usted, Navarro?”. El tomellosero lo trajo en varias ocasiones y ahora vive aquí por la tranquilidad. Pero además, por lo bien que arreglamos las viñas y también subyugado por nuestro abuso de los hipérbatos. Eso de que hablemos cambiando el orden de los elementos de la frase tiene maravillado al maestro.
Justo ese ese momento suena a lo lejos el chiflo de un afilador. El sueño se funde en negro y aparece en una pantalla de cine don Álvaro Cunqueiro. El escritor —el tercero, como sabes, de mi particular Santísima Trinidad literaria—, enfundado en su terno de contable explica con acento gallego que la mayoría de los afiladores ambulantes son de Galicia. Orensanos, más concretamente, que aprendieron este oficio de los franceses ya que los gabachos tenían el monopolio de la técnica y el arte necesarios para afilar. Don Álvaro, muy cargado de razón y trajinando con las manos, explica en la pantalla que los franchutes cruzaban a España y recorrían pueblos y aldeas ofreciendo sus servicios. Los gallegos cayeron en la cuenta de que aquello, si lo hacían los de allende los pirineos, no debería ser demasiado difícil. Reunidos los ancianos de Nogueira de Ramuín, Esgos, Xunqueira de Espadeño, Pereiro de Aguiar y de Caldelas, decidieron por unanimidad que, dada la escasez de las cosechas, era necesario aprender ese oficio y salir a los caminos a hacer lo mismo que los gabachos. Para ello mandaron a Francia a Xan Blanco, de Caldelas, que parecía el más despabilado, para que trajese a Galicia el arte del afile ambulante. Tras una pausa dramática, el de Mondoñedo, con la voz engolada señala: “¡Y lo trajo!, menudos somos los gallegos”.
Cuenta don Álvaro por la pantalla que los afiladores también arreglaban paraguas. En ese momento descubro que estoy en una sala de cine inmensa y vacía con asientos recargados y forrados de terciopelo rojo. Ángel Morales aparece en un foro, en diagonal y sonriendo, mientras toma notas con un lapicero y sacando mucho la lengua. Según el escritor, hubo algunos que contraviniendo las más estrictas normas de la hermandad, sustituyeron como reclamo la familiar llamada del chiflo por el estridente ruido de una ballena de paraguas rozándola con la rueda de afilar. Parece ser que el sonido era tan desagradable que en Valencia llegó a prohibirse explícitamente, y la gente tiraba cubos de agua por el balcón al afilador que lo utilizaba. Sobre la negra pantalla aparece un “Fin” en cirílico que servidor sabe descifrar y suena una fanfarria que recuerda el himno de Valencia.
Ya en la oficina gris, el maestro Pla me ha explicado que va y viene cada día a Barcelona. Y es que, como bien sabes, el teletransporte es una tecnología recurrente en los sueños de este juntaletras. Duerme en Barcelona y vive en Tomelloso, ¡vaya paradoja!
—Fue en Barcelona donde conocí a García Pavón. En una entrega del Premio Nadal. Lo ganó él con Las hermanas coloradas. Además, el señor Vergés nos editaba a los dos, también al señor Cunqueiro, el que le acaba de contar lo de los afiladores. Pavón usaba americanas de tweed y gafas doradas. —me contaban los ojos de Pla— Tenía una boca grande, inconmensurable y muy propia para haber tenido algún diente de oro. Miraba por encima de las gafas, como buen profesor, y se ponía las manos atrás paseando. Entendía mucho de lo único que merece la pena: de aires, cantos de pájaros, puestas de sol e historias viejas.
Antes de ser el protagonista de mi sueño, el señor Pla vino varias veces a Tomelloso.
—Me daba mucho gusto juntarme con Paco García Pavón, Navarro. Era leal, tolerante, certero, brillante y muy consecuente. Era un buen conversador y un mejor adjetivador que amaba Tomelloso y La Mancha. El señor Pavón tenía amigos de todo pelaje y condición y además, es el mejor cuentista que conozco. Mucho mejor que el pobre Aldecoa. Mucho más. El vasco era muy serio, ya sabe usted lo inflexibles que son los comunistas. El manchego nos regalaba una de las cosas más fabulosas que tiene el ser humano: el humor.
Me ha señalado, el señor Pla, que en Tomelloso hubo una vez un gramático llamado Estebita Villasevil. Daba clase en el colegio de la calle del Campo de Lengua y Literatura españolas. Este Esteban era también geómetra. Pero su mayor gloria le viene porque inventaba palabras. Muchas de ellas incorporadas al léxico tomellosino, que ahora no viene al caso mentar. Idear vocablos le reportó fama y un reloj de pulsera bañando en oro y con mecanismo de Tourbillón gracias a «fumiento», que viene a ser la persona que tiene muchas ganas de fumar. Esta palabra, me refiere don José, la usó luego el señor Pavón.
Sobre la mesa en la que estamos hay cientos de cuarterones de tabaco. Picadura Selecta. Casi tantos como libros de don José, que también están desparramados por el escritorio. Tiene, la mesa, el tablero forrado de linóleo imitando a la madera. Hay una sumadora de esas de palanca. Y un dietario Myrga con las pastas grises.
—Cuide usted los adjetivos, Navarro. Como un albañil su talocha, o un panadero su pala. Cuídelos. Medítelos, píenselos, deles el copero que necesiten. Búsquelos.
—Así lo haré, don José.
—Y si no encuentra el que necesita, líese un cigarro.
Como puedes ver, ha merecido la pena esta vez cenar queso y olivas.
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Viernes, 12 de Diciembre del 2025
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