Opinión

El fantasma (I)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 5 de Octubre del 2019
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Ahombrados en la barra del bar de la plaza estaban Benito y Pablo, hermanos, tomando el vermut y el platito de morcilla de cordero.  Iban todos los días antes de comer; al  dar de mano en la obra que entre los dos realizaban en la calle de la Encomienda. Eran albañiles desde los doce años que los sacaron de la escuela. 

Siete miembros componían la familia: El matrimonio y cinco hermanos;  ellos dos y tres muchachas. En la casa no había más brazos para sostener la economía que los del padre. La madre bastante tenía con llevar la casa: hacer de comer, limpiar, lavar, fregar; así tenía ella las manos con la piel apergaminada.  

El marido y ella habían decidido que en cuanto los chicos supieran las cuatro reglas los pondrían con algún patrón de confianza, para que aprendieran un oficio rentable y se ganaran la vida, al tiempo de echar una mano a la economía familiar.  

  Por un favor que les debía, durante algún mes del verano, iban a la escuela de Juanjo, maestro que por sus ideas republicanas se quedó sin el puesto de trabajo conseguido por oposición. Este maestro era muy rígido en su pedagogía y utilizaba métodos de enseñanza muy avanzados para los años posteriores a la contienda. Hacía que los chicos aprendieran matemáticas, algo de álgebra, Castellano perfectamente hablado y escrito; sin faltas de ortografía y con buena caligrafía, les insistía;  geografía e historia  de España, sólo hasta el 1939, el año fatídico para sus intereses.  

Comentaban los dos hermanos, mientras Agustín, el dueño del bar, iba y venía sirviendo los pedidos de sus clientes; de vez en cuando se paraba en el rodal de los dos albañiles para escuchar detalles de la novedad que ambos exponían detallando datos.

Les había dicho el propietario de la casa, que estaban reformando, que la noche anterior “se había aparecido una pantasma”. –Querrás decir fantasma; a ver si aprendes a hablar mejor, Edelmiro; no es excusa ser pastor y vivir en el campo para ser analfabeto, (comentó Benito, el  mayor de los hermanos).

La noticia era nueva por su expansión entre los vecinos, pero no el hecho, al que podríamos denominar de histórico. Después de informarme detalladamente puedo asegurar que la aventura es como sigue con total fidelidad a la realidad ficcionada.

Habían transcurrido unos meses, durante los que un ser no identificado esperaba las noches de luna nueva para sus correrías, pensaba que  desaparecido el alumbramiento del astro, pasaría desapercibido a la curiosidad de los ojos, siempre despabilados de sus vecinos.  

Un capisayo desde los hombros hasta el suelo le servía de vestimenta, un pañuelo de hierbas,   al modo de las mujeres en día de limpieza, es decir, doblado por la mitad más larga se lo ajustaba a la cabeza desde la frente, de modo que con los picos más largos se recorría toda la testuz y sobraba para rematar con un nudo en todo lo alto. Reconociendo que su testa era de dimensiones   exageradas, había comprado  dos en una tienda de tejidos de la capital, el día que llevó a la esposa al “médico de las mujeres”, como decían en el pueblo. A su modo, los había cosido uniéndolos para mayor facilidad de manejo y ocultación de su mitra. Concluía su atuendo un sombrero a su medida, lo encontró en una caseta de feria usado como reclamo de ventas, para toda clase de tapaderas de cabeza de hombres y mujeres.

En sus salidas nocturnas se proveía de un varejón largo pintado de negro en el que colgaba un farol alimentado con  aceite. El efecto para algún espectador nocturno, rodeado de total oscuridad, era de una luz que se movía por sí misma a una altura cercana a los tejados. Acompañaba a lo dicho un sonido de cadenas arrastradas, entrechocando con las piedras que pavimentaban la calle, las había atado con un vencejo al cinturón del pantalón de modo que el esfuerzo del arrastre fuera mínimo. 

Tal visión oscilante por el movimiento del portador  unida al sonido metálico repetido por el eco del silencio nocturno hacía que quien más quien menos diera la vuelta y continuase su recorrido por otras calles con el susto en el cuerpo y con la necesidad de miccionar cuanto antes por el susto.

(Continuará)

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