Opinión

El fantasma (5)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 9 de Noviembre del 2019
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Por fin apareció un carro por la esquina de la Veracruz arrastrado por un borrico famélico, decrépito por la edad, y tiritando de frío; aunque le habían colocado una manta entre el lomo y los arreos apenas servía de algo. Venían  con él el enterrador y el municipal del recado. 

El problema surgió, como se había previsto, cuando hubo que subir el cadáver al carro, pues aunque el hombre de estatura menuda cual Zaqueo, siempre, por más que se discurriera en su colocación, quedaba un brazo levantado señalando a lo alto. La escena que se estaba desarrollando a todas luces era tétrica, pero como siempre hay un roto para un descosido, levantó la imaginación a más de uno con ocurrencias graciosas y chistes de mal gusto, que se detuvieron ante la torva mirada del forense, que a punto estuvo de fulminar al dueño del último comentario, cuando estaba terminado de decir:”… a mí así de tiesa”.

Levantado el cuerpo yacente, apareció una ligera mancha de sangre en el lugar, que antes ocupó la cabeza, justo donde se unía con el cuello. Con la ayuda de alguno de los presentes el galeno observó la procedencia de la mancha roja, se trataba de una herida de apenas tres centímetros en la misma base del cráneo.  Don Epifanio se puso, si cabe, todavía más blanco que el reflejo de la nieve le producía. Habría que estudiar a fondo el detalle, pero la apariencia era que lo había descabellado, igual que se hace a los toros antes de arrastrarlos de la plaza. No hizo comentario alguno y se limitó a devolver a su sitio los cuellos de la camisa y la chaqueta, como estaban al comienzo.

Por fin colocaron, según pudieron, al interfecto tapándolo con una sábana que alguien trajo y arrancó la comitiva con el enterrador tirando de los ramales del burro y cerrándola una pareja de guardias civiles; posteriormente se celebrarían las exequias pertinentes.

Aunque la mañana era gélida e invernal, no faltaban quienes salían a las puertas de sus casas, para observar la procesión imprevista y mañanera, haciéndose lenguas de lo que había ocurrido. Pronto corrió la noticia como un río de pólvora por todo el pueblo.

Como el difunto estaba muerto y no tenía prisa, decidieron los protagonistas acercarse a la churrería de Paco, que a estas horas ya había sacado algunas roscas de churros humeantes. Tomaron asiento en la salita a modo de comedor sencillo, adosada a la cocina, donde estaba situada la máquina fabricadora de churros con el mostrador para la venta. Pidieron una rosca, suficientemente grande, para los cinco que componían la comitiva y un vaso de café con leche para cada uno. Con el frío que habían pasado, de justicia era, reponer las fuerzas y entrar en calor. 

Es costumbre no hablar del trabajo durante la comida. Así pues nadie osó mencionar lo ocurrido en el losado y disfrutar del calorcillo de la casa junto a la pitanza. Terminó el desayuno según “usos y costumbres”, como solía decir el secretario del juzgado, con una “copilla”, que en algún caso fueron dos, de anís dulce “pues hace buen cuerpo” en estos días de frío.

Los críos, que se iban congregando para entrar en la escuela, puesto que eran casi las diez, seguían  la comitiva hasta el cruce de la carretera; los más atrevidos incitaban a sus compañeros a “hacer novillos”, para seguir hasta el cementerio y poder ver al muerto. Sin embargo los más sensatos se quedaron en la plaza, viendo alejarse el carro con la noticia, que corría de boca en boca.

Nada más llegar Don Ramón y entrar en el aula el griterío era tremendo, todos querían contar la vivencia de la mañana; unos narraban lo visto y otros lo oído, de modo que había bastante diferencia entre lo uno y lo otro. En eso estaban cuando uno de los chicos con cara de astuto se acercó a la mesa y dijo en secreto al maestro: “He visto como el cabo Bornes le abría la mano derecha al muerto y le quitaba un trozo de metal, lo envolvía en un papel y se lo guardaba. ¿Cree Usted que eso será para descubrir al asesino?”. “Pues chico, no lo sé, ya se verá” respondió el profesor poniendo cara de despistado, al tiempo que abría la Enciclopedia Álvarez de segundo grado y buscaba la lección de matemáticas, que tocaba ese día.

Fue por la tarde, pasado el alboroto mañanero, cuando decidieron las autoridades pertinentes practicar las correspondientes obligaciones al cuerpo de Joselillo, ya en el depósito (así se llamaba la habitación dedicada en el cementerio, para alojar temporalmente los cuerpos de difuntos en espera de la solución necesaria). 

Sobre la mesa de cemento con agujero de desagüe a los pies colocaron al difunto. Contaban con la dificultad añadida de los brazos en cruz, antes por la rigidez de la congelación y ahora por el rigor mortis. Registraron los bolsillos de pantalones y chaqueta sin encontrar más que algo de pelusa, un moquero con necesidad urgente de ser lavado, y las llaves de su casa ensartadas en un cordel mugriento por demás.

Buscando la causa de la muerte despojaron el cuerpo de la ropa, cortando con tijeras lo que no se podía desabrochar, no encontraron ninguna pista que diera solución a la causa. La parte frontal no ofrecía señales de violencia, ni siquiera había moratones en cara o cuello, sin embargo, Don Epifanio (el médico) insistió en la necesidad de observar también la parte posterior de los restos de Joselillo, puesto que, todavía en la plaza, había visto algo raro en el cuello. 

(Continuará)

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