Opinión

Al amigo Pablo “Pasos”

Ángel Olmedo Jiménez | Domingo, 22 de Marzo del 2020
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Ayer (para cuando ustedes lean estas líneas), hoy (en esta aciaga tarde de confinamiento por el COVID-19 en la que Madrid ofrece, desde sus barandales, un silencio funesto y enrarecido), Pablo Ortiz Perona, el director de la Revista PASOS, fallecía en Tomelloso. 


Incumpliendo cualquier tipo de rigor periodístico (de ésos que animan a no escribir en caliente), dejo a un lado el ordenador profesional y atraigo hacia mí el personal, y anticipo que estas líneas van a ser (como siempre en estos casos) insuficientes, incapaces de demostrar ese sentimiento que me ha quebrado (una vez confirmada la muerte de Pablo) y me ha desarbolado en un torrente de lágrimas del que, por más que quieras, no puedes detener. 


Pablo entró en mi vida por un anuncio de esos que, en verano, cuelgan del corcho de La Elodia, en la que se reclamaban aficionados al periodismo para trabajar en su Revista. Yo era un imberbe (y gordo) estudiante de quince años, aficionado a la lectura y a la escritura (con experiencia en el periódico del Instituto) y la ingenuidad de quien se cree que las palabras pueden mover montañas. 


Él era una personalidad desbordante, para el que el concepto imposible no existía. Una mente en constante proceso de ideación de proyectos cuyo único fin (siempre) era el de mejorar Tomelloso (conferencias, mesas redondas, Jornadas Culturales, entregas de premios, exposiciones, simposios de magia, eventos deportivos, publicación y edición de libros; todo lo que, de un modo u otro, sirviera para engrandecer el nombre de nuestro pueblo). Pablo entendía mal la negativa a unirse a su huracán.


Temerariamente (yo no lo hubiera hecho en su lugar), Pablo me aceptó y me incluyó en la familia PASOS. Con Paco Pérez, Antonio García Olmos, Ismael Álvarez, Leoncio Díaz Marquina y tantos otros que, de la mejor manera que podíamos, colaborábamos para que el mensual saliera adelante (orfebrería periodística, medios escasos y, sin embargo, siempre una exigencia porque el producto final estuviera muy por encima de la recepción que, en ocasiones, se observaba). Y, por supuesto, sus padres (Don Pablo “Sedas” y Doña Eufemia), y José y Ufe, que arrimaban el hombro como el que más. Él llevaba el timón, el resto, como grumetes confiados a la dirección del capitán Ahab, seguíamos el incierto rumbo del periodismo local en los confines del milenio y en la primera década del 2000.


Durante más de veinte años tuve la ocasión de colaborar en PASOS, en una columna titulada “Marrón sobre Verde” y haciendo entrevistas, crónica futbolística, política y taurina. Desconozco el número de horas que compartimos en las oficinas del Barrio San Juan y de la Calle Oriente, los cafés en el Bar la Bodega o en el “Teclas”, o los trayectos que, en sus diferentes coches (siempre atestados de números de la revista), transitamos juntos en busca de la noticia. Porque, cuando miras hacia atrás, la nostalgia acostumbra a variar las medidas universales y lo elonga o achica a gusto y merced (y, quizá, sea mejor así). 


Pablo fue mi amigo. Y, como tales, nos reímos, hicimos pareja en el futbolín, nos abrazamos, bebimos cañas, nos reímos el uno del otro (y de nosotros mismos), nos chillamos (voceamos, que diría él), discutimos (con pasión, con vehemencia, desoyendo los dictados de la corrección), nos mentamos la madre, nos dirigimos palabras gruesas (porque él, y yo, entendíamos la amistad como una actitud más cercana a la beligerancia y a la honestidad que a la diplomacia. Porque la amistad no puede digerirse como los alimentos light. Un amigo es aquél que cuenta con un salvoconducto para retorcerte las entrañas [golpeando donde más duele] y, que, como contrapartida, está dispuesto a jugarse las suyas por ti). 


Yo (ahora, en este duro momento de la pérdida) no me voy a esconder. Y como no quiero que esto sea un panegírico (la muerte no nos convierte en santos), no voy a obviar que los que fuimos sus amigos, entendimos (y asumimos, a veces haciendo de tripas corazón) la peculiar idiosincrasia de Pablo (para la bueno y para lo malo). Del mismo modo, que Pablo admitía (y respetaba, que ya es bastante) filias y fobias de cada cual.


Pablo y yo acabamos nuestra colaboración por un desencuentro en el que los dos (a nuestro modo) llevábamos razón. Él reclamaba más de mí. Yo exigí una lealtad que entendí no había recibido. Nos miramos a la cara. Yo dije que lo dejaba. Él me deseó suerte y me expresó que su casa siempre sería la mía si quería volver. Nunca lo hice. Él no me lo recordó (porque no era necesario). Nos estrechamos la mano. Hombres de antiguo cuño.


Manteníamos, en los últimos años, una lejanía cordial (rota por los mensajes de whatsapp que felicitan Navidades, Año Nuevo y cumpleaños y alguna escasa llamada cuando la vorágine de las exigencias y las tareas profesionales lo permitían). 

Pero, a pesar de todo, Pablo era mi amigo.  

Por eso, en esta encapotada y solitaria tarde de Madrid, como tantas otras veces, vuelvo la vista hacia Tomelloso, con el más que triste sentimiento de que, la próxima vez que retorne, me veré obligado a hacer una parada más en mi habitual visita al camposanto.


Y me duele. Porque a los amigos nunca quieres decirle “adiós”. Y, sobre todo, cuando, ahora, arrebatada de súbito la vida de aquél, te queda el recuerdo del último whatsapp cruzado y, como esta maldita carta escrita al dictado del dolor, te parece vacío, escaso, insulso, inadecuado para lo compartido en vida.


Descansa en paz, amigo Pablo. Y, gracias, por todo. 


Mi más sincero pésame a toda su familia y a su hijo.


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