Opinión

El fantasma (29)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 23 de Mayo del 2020
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Amaneció el día de San Antón con un  frío especial, no había nevado, pero el aire insistente y fuerte del norte ajustaba bien las perneras de los pantalones al andar, la poca gente que se atrevía a salir a la calle se ajustaba bien la bufanda y debían en ciertos momentos sujetar la boina, so pena de que saliera rodando, las mujeres con la pelerina retorneada en torno al cuerpo, de modo que conseguían colocar las manos por dentro y al tiempo que la sujetaban, las calentaba con el vaho de su boca.

Una lumbre buena en cada casa encaloraba el ambiente y el puchero donde bailaban los garbanzos subiendo y bajando en una continua danza, alentados por las ascuas resplandecientes y dos  patas del gorrino del año.    -“Es promesa, -decían las amas de casa- que el día de San Antón se coma “empedrao”. 

Al resultado de la cocción que se realizaba autónomamente, se le añadiría en su momento y cuando la señora lo estimara pertinente el arroz correspondiente, para todos los miembros de la familia. Manjar de dioses y de la cocina manchega.

No todos los habitantes de Bellavilla disfrutaban de la mañana caliente junto al fuego. 

Un paisano pedaleaba con fuerza, evitando los baches de la calle de la Feria, y en cada sacudida se palpaba la boina no fuerza a perderla, colaboraba con él el viento insistente dando por la espalda. Se puso de pie en los pedales, para remontar la última subida hasta la puerta del Cuartel. En los últimos metros volteó su pierna izquierda por encima de la barra bicicletil, ajustó los frenos y se detuvo en seco delante de la misma puerta.

Tres manotazos bien dados con manos de jornalero de campo hicieron resonar la puerta, con eco de castillo. Iba a repetir la acción y, suerte tuvo el guardia portero por apartarse en el momento justo, que la manaza buscaba la madera. Fácilmente lo hubiera derribado si la manopla alcanzara la faz civilera.

Asombrados quedaron los dos, uno por haber visto tan cerca la pala de mano y el visitante «por haber estao a punto de dar una fobetá al cevil»-  comentaría después a modo de hazaña, con sorna y pena de no haber acertado en el objetivo presentado e imprevisto. 

Entre los nervios del último susto, el regusto de haber podido estrellar sus dedazos en la cara tocada con el tricornio, en respuesta a la última carga de leña, que le confiscaron cuando llegaba al pueblo, y su afán de avisar del hallazgo último, necesitó varios instantes hasta que concluyó lo que venía a decir.

Bornes echaba las muelas por el enfado que tenía. Otra víctima más en las esquinas de Nicasio, justo en el cruce de las dos calles. Esta vez habían dejado el cadáver como los dibujos del “Hombre de Vitruvio”, con los brazos y las piernas separadas en forma de aspa. 

De nuevo observó el guardia que el difunto llevaba en una mano, esta vez en la derecha, un eslabón como los tres anteriores y una herradura de caballería en la izquierda. No tuvo que darle demasiado a la mollera, para caer en la cuenta del sentido del segundo objeto; siempre alguna incógnita relacionada con la religión, esta vez era evidente: San Antón patrono de los animales, pues… una herradura.

Más le costó descifrar el secreto y razón de la postura. La persona asesinada era un hombre conocido por todos los paisanos: Etelberto Puerto del Retortero. Lo habían identificado casi todos los que se habían acercado movidos por su afán bacinístico. 

Fue en el rato del aperitivo en el bar mientras disfrutaba de unos vermuts acompañados de un buen plato de morcillas y callos junto con don Manuel, el juez y Jenaro, el secretario del ayuntamiento. Comentaban, evidentemente sentados en la mesa del fondo, la noticia del día y de la que ellos como autoridades de la villa habían sido protagonistas. Repasaban los detalles, los comentarios de los curiosos que se habían acercado a ver el muerto, con ceño fruncido y sin parar de dar vueltas al asunto. Sólo se silenciaban en los momentos de sorber el vermut o pinchar algún pedazo del apetitoso aperitivo.

Les amargaron la fiesta tan celebrada en el pueblo. De pronto Jenaro, hombre que se conocía todos y cada uno de los habitantes por su trabajo y su memoria, lanzó una pregunta clave:

-¿Recuerdan ustedes un comentario que ha hecho Ulpiano, el hortelano, esta mañana cuando fuimos a levantar el cadáver?

-Tanto hablaban todos que era imposible seguir conversación alguna, yo estaba muy ocupado con don Epifanio el médico y no recuerdo nada. –Repuso el juez.

-Por mi parte tampoco recuerdo nada importante. –Concluyó el de la Benemérita.

-Si me permiten, les digo lo que pienso. Yo, por mi oficio de secretario y amanuense he desarrollado el sentido del oído y la retención de las frases que voy escuchado para poder imprimirlas en actas o documentos oficiales. Pues bien. El comentario, al que hago referencia, decía casi literalmente: “Pero… ¡leche! Si este tipo es Etelberto el querido de la Sinforosa, la mujer del que vende los clavos, las puntas de carda para abarcas y material de ferretería…”. A esta frase asocio la figura del difunto y me resulta que, la mano derecha del muerto está señalando la casa, donde vive la citada señora.  O ¿no es verdad?

Transcurrieron unos instantes de silencio. Se fruncieron las frentes, Se encogieron los ojos. Los dos acompañantes parecían masticar más que el aperitivo, la reflexión de Jenaro. 

Por fin Bornes respaldó:

-Lleva usted más razón que un santo, estoy de total acuerdo. Señalaba la casa donde había estado retozando con la madama. ¡Qué rebuscada es la mente del asesino que nos ha tocado sufrir! Y el retazo religioso con esa mención a la fiesta de hoy remata la faena.

(Continuará)


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