Opinión

El fantasma (31)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 6 de Junio del 2020
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Se permitió el lujo de levantarse cuando se le fue el sueño del cuerpo. Ni despertador ni horario de oficina. Él era el jefe y había merecido sobradamente unos días de vacaciones, que redujo a no madrugar este día. Ayer fue una jornada de nervios, muy intensa; hubo que calcular mucho, valorar todas las posibilidades, incluso la de que Fructuoso, responsable de los asesinatos pudiera haber desaparecido. Pero todo salió bien, por fin y al menos una vez en la vida.

Bornes se desperezaba sentado en el borde de la cama, recordando una y otra vez la emoción de cazar al responsable de tanto sufrimiento en Bellavilla. ¡Sí, señor, una operación brillante! Digna de las portadas de  diarios nacionales.

Su señora había intentado despertarlo hacía bastante tiempo:

-¡Anas, hace ya rato que los niños se fueron a la escuela! ¿No estarás enfermo? ¡Vas a borrar las flores del colchón con tanto dormir!

Solo una voz le hizo levantarse de un salto y salir del dormitorio, era la voz conocida de un compañero, guardia civil, que venía a comunicarle una llamada de teléfono.

-¿Otro asesinato? ¡No me jodas! Si ayer detuvimos a los malditos asesinos.

-No mi Cabo, -respondió el compañero- simplemente que no he querido molestarlo antes. Se trata de una cita de Don Manuel, el juez. Lo convocan para esta tarde a las cinco en el ayuntamiento. Están también citados los tres guardias municipales, el secretario judicial…, es decir, todos los que han estado trabajando la trama de los asesinatos. Según me han informado será una reunión informativa e informal, para aclarar algunas circunstancias que aparentemente han quedado pendientes. No se preocupe, que los maleantes se los llevaron bien empaquetados.

El reloj de la torre, como siempre centinela del tiempo de la villa y sus vecinos, se acercaba a hacer sonar la cinco de la tarde. Ni que decir tiene que Bornes, con su traje impoluto, espera en la puerta de la oficina del juez.

-La reunión esta tarde será en el salón de plenos; hemos pedido permiso al Señor Alcalde y no ha opuesto ningún óbice para nuestra asamblea, aquí en mi despacho estaríamos demasiado apretados, -dijo don Manuel posteriormente a su saludo cortés y cordial en el que escondía una dosis de misterio, envuelta en sonrisa picarona bajo el bigote tordo por la edad.

-Como usted mande, don Manuel, siempre a las órdenes de la Justicia, respondió el Cabo con una reverencia pelín teatral, respaldada por el éxito del día anterior.

La entrada al salón de plenos estaba adornada con un olor a exquisito café. Las narices de los entrantes se interrogaban por la novedad. Jamás en el Salón de Plenos había olido a café; sí a cigarros puros, pitillos y otras fragancias, que en ocasiones se trocaban en pestilencias silenciosas de algunos hartos de estofados de habichuelas.

Los interrogantes olfativos se unieron a los oculares, frente a cada silla preparada para los asistentes, se encontraba una taza con sendas copas, aún vacías. Imposible dar con la causa de aquel espectáculo.

Se sucedieron los comentarios de unos y otros hasta que se hubieron sentado en la herradura que formaba la distribución de escaños, ahora ocupados por las fuerzas del orden de Bellavilla incluido ¿cómo no? Jenaro, el secretario, con su memoria ingente para traspasar al papel lo que allí ocurriera y se dijera, lo acompañaba su cuaderno con tapas verdes por si había que aprovechar algún apunte, que reforzara la nitidez de su memoria.

-Buenas tarde a todos, -sonó la voz del Juez por encima de los susurros presentes-. He querido compartir con ustedes este rato de holganza acompañados de un café y un coñac que nos servirá, según gustos, nuestro amigo Sinfo, dueño del famoso bar de los callos.

Sinfo, se sonrojó al momento, inclinó medio cuerpo para recoger el halago de Don Manuel junto a la aquiescencia del público presente.

-Y que conste que el café y el brandy van pagados de mi bolsillo, es lo mínimo que podría hacer, para reconocer la dedicación de todos ustedes durante los meses pasados, -concluyó el juez dando paso al servicio de las aromáticas bebidas.

El escenario sin ser idílico, sí que pasaba de muy agradable. Charla con el vecino de sillón, algún puro traído por el sentido negociante del camarero, el sol filtrándose por los grandes ventanales. Aquello era vida, aunque solo fura de vez en cuando.

Alguien llamó a la puerta, casi nadie se enteró. Únicamente Don Manuel dijo con voz fuerte:

-¡Adelante! ¡Pase!

Bornes miró hacia la puerta, como algunos otros. A punto estuvo de tirar la taza de café, se puso de pie de un salto a la vez que gritaba:

-La p… que te parió. ¡Asesino! ¿Cómo te atreves a llegar hasta aquí?

Iba a tirar de la pistola cuando oyó que el juez lo llamaba por su nombre, cosa que casi nunca hacía y le pedía que se tranquilizara por favor. Se le salía los ojos de las órbitas observando lo que estaba pasando.

La visita que acaba de llegar era el mismísimo Gumersindo, alias “el Mozo de cuerda” mote que le habían dedicado los del pueblo. El compañero inseparable de don Fructuoso. Venía vestido con un traje a medida, elegantísimo, con sombrero a juego y mantenía los ojillos menudos y brillantes de rata. Lo acompañaba otro señor, que a todas luces debía ser el conductor o algún ayudante a su servicio.

Se levantó el juez de su silla de presidencia y llegando hasta la puerta tendió la mano en señal de respeto saludante.

-Adelante…, pase…, siéntese aquí, por favor.

El asiento que le ofrecía el magistrado era junto a él, había permanecido vacío sin que nadie lo percibiera.

Bornes no cabía ya en su vestimenta, aquello superaba la mentalidad de un loco. El amigo del asesino sentado junto al juez con todos los honores de persona respetable. Debe habérseme ido la cabeza o estoy soñando. Se repetía una y otra vez, alternando la vista entre el recién llegado y su acompañante.

Se puso de pié don Manuel, extrajo una carta del bolsillo derecho de su americana. Sacó un documento del sobre y dijo:

-No sé cómo explicarles a todos ustedes lo que ocurre. Ayer recibí esta carta del Ministerio del Interior, en valija oficial. Voy a leerla a todos ustedes y a continuación tendremos el coloquio que consideren oportuno. La carta dice textualmente: «A Don Manuel Sánchez Domínguez. Juez de primera instancia de Bellavilla. Distinguido Señor, he de informarle que a petición de Don Juan Simón Juárez del Álamo, capitán de la Policía Nacional, le ruego acepte un encuentro en su ciudad y con las personas que usted considere oportuno. Es imprescindible que estén informados en los más mínimos detalles de su actuación en su pueblo. Madrid a 20 de enero de 1961.» Acompaña firma ilegible y sello oficial.

-Posteriormente a la carta recibí una llamada telefónica de don Juan Simón, aquí presente, y no Gumersindo como se hacía pasar, en la que acordamos los detalles para la presente asamblea, -continuó el canonista-, doy la palabra a nuestro visitante.

El que fuera compañero de Fructuoso el policía corrupto, se levantó de la silla y comenzó diciendo:

 

(Continuará)

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