Luis García Rodríguez es el creador de la estatua de “El
Obrero”. Es un prestigioso escultor nacido en Tomelloso en 1948. Ingresó en la
Escuela de Artes y Oficios de Ciudad Real con 19 años y completó su formación
en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, licenciándose finalmente en la
Universidad Complutense de Madrid. Trabajó con escultores como Juan de Ávalos y
Juan Luis Vassallo. Ha ejercido como profesor de Modelado y Escultura en las
Escuelas de Artes de Tomelloso, Talavera de la Reina, León y Soria. Desde 2013
cesa su trabajo como profesor continuando con su actividad artística personal.
Para él hay tres aspectos fundamentales e indivisibles a la hora de crear una
obra: la psicología del personaje, el estudio de la anatomía y el cuidado de la
expresividad plástica. Su estilo encajaría en un realismo naturalista.
El 17 de octubre de 1976 y como resultado de las
instancias llevadas a cabo por la Corporación Municipal de Tomelloso, presidida
por el alcalde Miguel Palacios Valero fue descubierto el monumento a la figura
de Francisco Martínez Ramírez “El Obrero”, fundador del tren de Tomelloso y
Argamasilla de Alba, en homenaje y reconocimiento a esta insigne figura y como
agradecimiento a lo que hizo por el progreso económico y cultural de Tomelloso.
Carlos Quintanar González, presidente de la Asociación
Ferroviaria AAFTA, realizó una entrevista en 2016 a Luis García, dentro del
número VII de la revista “La Estación” dedicado este número íntegramente a la
figura de “el obrero” y a Luis García.
La entrevista la reproducimos a en dos partes al
ser muy extensa.
P: ¿Qué significó para usted la figura
de “El Obrero” como persona pública tan importante de la época y por todo lo
que luchó por su pueblo y por el desarrollo de éste? También nos gustaría saber
si usted conoció Mirasol
R: Probablemente lo que haya podido significar para
muchos; un personaje notable y fundamental de nuestra historia –más o menos
reciente–, que desarrolló una admirable labor, no sólo en nuestro entorno local
y comarcal, sino también con proyección sobre otras tierras de nuestro país.
Pero también aquel hombre inteligente y sensible que supo comprender la
situación social, económica y agraria de su territorio, siendo capaz de
reconocer las carencias —tan desfavorables– que existían en las comunicaciones;
y que, una vez establecidas, sirvieron como puerta de salida y de entrada de
los distintos productos, tanto agrícolas (vinos, holandas y alcoholes) como
ganaderos, y de aquellos otros pertenecientes al ramo del comercio. Para
alcanzar estos propósitos acometió aquella empresa del ferrocarril, lo que para
él supuso una lucha ardua y comprometida, muy continuada, solidaria y de una
enorme carga de generosidad.
Por lo demás, también corresponde entenderlo desde
aquellos horizontes suyos –altos y nobles–, de enorme trascendencia, y para los
que utilizaba su gran capacidad humana y de razonamiento, a la hora de exponer
sus proyectos sobre las líneas y enlaces ferroviarios que proponía instalar
(los ferrocarriles cooperativos), a través de las mancomunidades de los
numerosos pueblos interesados; proyectos que también defendiera en su periódico
–creado y dirigido por él– y los que, en realidad, resultaron ser la mayor
preocupación de su vida.
A don Francisco se le comienza a valorar, de manera
íntegra, al asomarse a este personaje con absoluta naturalidad, sin olvidar
que, en ningún momento, dejas de percibir una sensación inesperada y oportuna
que te dirige hacia el asombro; por eso –y actuando de ese modo– he vuelto a
reencontrarme con este hombre, de estimable honradez y de conciencia puesta al
servicio de los intereses del bienestar público; una persona sensata, tenaz,
abierta y lúcida, asícomo un verdadero político liberal de la República, de
pensamiento claro y honesto. Un paisano sin ningún tipo de recovecos ni con
dobleces extraños, y poco dado a las ambigüedades o a los “folclorismos” del
comportamiento, quien a pesar de las tantísimas contrariedades e
incomprensiones, lograse abrir caminos hacia el progreso de nuestro pueblo,
además de suponer una esperanza para muchas otras poblaciones de aquella época.
Su esfuerzo nunca supuso la causa de ninguna vanidad, sino más bien de su
arrojo. Tampoco logró ser la figura indigna y derrotada que muchos quisieron ver
en él, sino que navegó hasta los límites que le trazara la deliberada
inconsciencia de la conducta de éstos. Quizá fuese un idealista, pero inclinado
hacia las realidades prácticas y generadoras de vida: trabajo, respeto mutuo,
dignidad...Su extremada firmeza, personalidad y su reconocido altruismo, fueron
algunos otros valores muy remarcados en él, así como su capacidad de
sufrimiento y de resolución; claves, éstas, indispensables para alcanzar las
metas más significativas que, incluso, lograron trascender en el tiempo.
Y sobre Mirasol –a pesar de mi esfuerzo–, no logro
recordar el interior de aquel edificio; pero si me llega a la memoria que,
siendo un muchacho, se oía decir a las gentes que, esa casa, había pertenecido
al “Obrero” –creo que fuese de las primeras veces que escuchara ese
calificativo popular por el que se conocía a D. Francisco–. Estaba situada a
pocos metros del paso a nivel ubicado a la salida de la estación; las tapias
que la rodeaban, eran ya las últimas del pueblo. Creo que –en aquellos años que
refiero– había una bodega dentro de la finca que, probablemente, se edificara
varios años después que D. Francisco la vendiera a los nuevos propietarios; fue
hacia sus últimos años –según comentaban– cuando por circunstancias poco
favorecedoras, se viera obligado a ello. El hombre andaba ya mayor y bastante
abatido por los muchos ajetreos y desgarros sufridos a lo largo de la vida;
probablemente enfermo y muy debilitado, tanto física como económicamente y,
quizá, hasta respirando un desventurado viento de miseria. Su tumba en el
cementerio de Tomelloso, puede que sea un signo inequívoco de todo lo que se
dijera sobre él en sus años finales. ¡Dónde estaban aquellos!...
P: ¿Qué significó el encargo
de esta estatua de “El Obrero”?
R: Sobre todo una emoción difícil de calificar, pero
también una gran responsabilidad.
Surgió en junio de 1974, cuando acababa de ingresar en
la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid; unos meses antes había dejado el
taller de Ávalos, con el propósito de emprender mi propia carrera.
Fui citado al Ayuntamiento, por alcalde, Miguel
Palacios, quien acompañado por algunos otros miembros de la Corporación, me
hiciesen el encargo de un busto, en bronce, que representara a don Francisco.
En ese propio día y en aquellos momentos, surgió algo de gran importancia para
mí: que no se me puso fecha para entregarlo; de tal manera que iba a permitirme
alternar mis estudios, con el propio trabajo. Este encargo, en aquel momento
crítico, significó un apoyo económico para llevar adelante mis estudios; lo que
sería como una pequeña beca que se anticipara al comienzo previsto. También el
refuerzo interior que proporciona, así como la maravillosa oportunidad de hacer
visible un trabajo tuyo, permanente, en un lugar público de la ciudad. Además,
me causaba una satisfacción muy concreta: saber que se trataba de representar,
en bronce, a una figura relevante de nuestra historia; pero sobre todo entender
que, de algún modo, se pretendía buscar la intención de hacer justicia a ese
hombre.
En otros aspectos, supuso un cambio de decisión que
tuve que asumir, procurando que no afectase a la trayectoria que me había
propuesto, sino, por el contrario, que fuese un avance que diera mayor
consistencia a la decisión de seguir el camino marcado.
P: ¿Conoció el ferrocarril de Tomelloso?,
¿qué recuerdos tiene de él?
R: No sólo lo conocí, sino que también hice uso de él.
Recuerdos serían muchísimos, porque acompañaba a mi padre –en muchas ocasiones–
cuando iba hasta Argamasilla a entregar algún documento que hubiesen ya
liquidado en el Registro de la Propiedad de Alcázar. Fue durante el tiempo que
estuve trabajando en la Notaría de Tomelloso. Mi padre era oficial 2o, y de
manera particular, fuera de su trabajo, se encargaba de enviar a Alcázar –donde
entonces estaba el Registro–, las escrituras para que hiciesen el pago de los
derechos reales, así como de la inscripción de las fincas, tanto rústicas como
urbanas. Hacíamos este viaje, porque en Argamasilla no había notaría.
Normalmente solíamos ir los sábados por la mañana, y alcanzábamos la estación
después de recorrer, andando, un buen tramo del pueblo. Cuando era su hora y
después de haber estado charlando con la señora de la taquilla o con algunos
otros viajeros, subíamos al automotor –de un tono plateado que resultaba
curioso y poco habitual–, plantado en el andén y ya en funcionamiento, del que
se desprendía un sonido monótono y un tanto apagado, pero a la vez rotundo;
como anticipando dar muestras de fuerza y de solidez. Los asientos iban casi
cubiertos de gente, pues como fin de semana, marchaban a visitar a alguna
amistad, a realizar cualquier gestión en la Comunidad de Regantes, o a
contratar una o varias cortas de alfalfa para el ganado... El tren salía
despacio y cuando cruzaba el paso a nivel, cogía más velocidad, cambiando de
sonido y haciéndose como más extenso con la aceleración, o quizá por haber
salido a campo abierto; también iba acortándose cada vez más, ese otro que se
levantaba desde las juntas de unión en cada tramo de los raíles, al paso de las
ruedas. La gente charlaba, el humo del tabaco flotaba a veces sin romperse y
otras se deshacía, al intentar rebasar la abertura de la ventanilla; algunas
mujeres y los chicos, se reían unas veces, y, otras, brotaba de sus caras una
expresión algo preocupante, como de un cierto espanto risueño, a la vez que, de
manera precipitada, descolocaban sus brazos para agarrarse al asiento con mayor
fijeza, en el preciso momento de producirse algún bandazo lateral del vagón; en
ocasiones caía desde las barras del equipaje, hasta el suelo del tren, algún
fardo hecho de tela, una pequeña caja de cartón atada con cuerda, o la rebeca
de alguna señora que se había ido descolocando con el zarandeo.
El paisaje se iba transformando a medida que nos
aproximábamos a la población de Argamasilla, comenzando a visualizarse en la
distancia, algunas choperas discontinuas que se alargaban recorriendo el
trazado del río.
La propia extensión de la llanura, a un lado y a otro,
me producía una sensación de silencio –a pesar de los sonidos del tren y de las
conversaciones–, que hacía regresar mi mente a la señora de la estación que se
ocupaba de la taquilla; no recuerdo su nombre, pero sí que era de mediana edad,
morena, muy agradable en el trato y cuando te miraba frontalmente, a través de
aquella puertecilla, uno de sus ojos se desplazaba hacia un lado y ligeramente
ascendía, no permaneciendo nunca igualados, ni aunque hicieses el esfuerzo de
ir desplazando tu cuerpo, poco a poco, hacia uno de los laterales que
enmarcaban el pequeño hueco del ventanillo, por si se diera el caso de que, ese
ojo, cambiara.
Y sobre todo recuerdo que era mi medio de transporte cuando marchaba a Ciudad Real, donde realicé tres años de estudios, en aquella Escuela de Artes y Oficios; fue a partir de 1968 cuando comencé.
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Jueves, 31 de Octubre del 2024
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