Opinión

Eutanasia

Ramón Moreno Carrasco | Domingo, 4 de Julio del 2021
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Se aprueba en las Cortes Generales la Ley de Eutanasia, cuya entrada en vigor tuvo lugar el pasado día 25 de junio, y se vuelve a repetir el patrón de conducta superficial que ya hemos indicado en otras veces. En este supuesto con el agravante de que, en no pocas ocasiones, son antagónicos y pueden constituir un oxímoron.

Para empezar, hay que matizar que se trata de un nuevo derecho que nos asiste a los ciudadanos, esto es, quienes estén en contra del asunto en cuestión solo tienen que abstenerse de usarlo, pues absolutamente nadie les puede obligar a ejercerlo. La norma prevé claramente que, en el caso de que la enfermedad impida a la persona el uso pleno de sus facultades, no podrá acceder a esta opción, salvo que anteriormente, cuando sí tenía dichas facultades, dejara, de forma escrita y fehaciente, instrucciones al respecto.

Como puede observarse se trata de una opción personalísima en la que ninguna otra persona puede interferir, ni siquiera tomar la decisión por nosotros. Si con todo ello no quedan tranquilos, tienen la opción de, en los antedichos documentos, hacer constar su renuncia a tal posibilidad y asunto concluido. Intentar imponer ese criterio a los demás es intransigencia, intolerancia y antidemocracia.

En segundo lugar, con los actuales avances tecnológicos, que también afectan a la medicina, y en especial los cuidados paliativos, la definición de que es vida y que deja de serlo corresponde a los facultativos y no a la sociedad en general. No se trata de que un día me levanto enajenado perdido, voy al médico y me dan matarile, no, esto lleva un procedimiento más riguroso y técnico. Tanto es así que uno de los requisitos que se exige es solicitarla al menos dos veces y que entre ambas solicitudes haya transcurrido, al menos, quince días.

En tercer lugar, nuestra queridísima Iglesia católica, como institución religiosa todavía imperante aquí, debería de modernizarse y ser más rigurosa a la hora de argumentar. La Sagrada Escritura tiene una antigüedad de 2000 años, más o menos, respecto del Nuevo Testamento, para el otro, el Antiguo, hay que añadirle unos cuantos siglos más. Si comparamos el contexto en que se escribieron los diferentes libros que la componen con el actual, veremos que las diferencias son muchas y de una magnitud muy grande. Entre esas diferencias están los casos que la ley contempla ahora para la eutanasia, pues entonces no había lugar a ello porque morían de forma natural. Aun así, también es justo indicar que contiene valores morales y éticos perennes y totalmente válidos en la actualidad.

El creyente está convencido de que la muerte no es tal, sino un tránsito hacia otro tipo de vida ultraterrenal más placentera que ésta. En este sentido, no puedo entender el empecinamiento en seguir vivo por medios artificiales y retrasar el inicio de una nueva existencia superior, en todos los sentidos, a la actual. Esto solo es explicable, bajo mi corto entender, por el puñetero subconsciente, que se empeña una y otra vez en ir a su aire y pasar mucho de lo que diga el cerebro y la sociedad, poniéndote en evidencia cuando le da la real gana, pues viene a manifestar menos fe de lo que la persona verbaliza, albergando serias dudas al respecto.

Quiérase o no, el clero en general también se pone en evidencia, en tanto que si necesita de la prohibición legal para imponernos la conducta ortodoxa es que mediante sus predicamentos no tiene poder de persuasión suficiente. Dicho en corto, que sí, que vamos a misa, al menos en entierros y bodas, y algunos ni eso, pero cuando salimos pasamos mucho de lo que el cura ha largado por su boca.

En parte es entendible que una institución que hasta época tan reciente ha tenido tanta influencia en nuestras sociedades y vidas privadas, en el proceso de pérdida de la misma intente defenderse con los medios que le sean posible para conservarla. Pero el procedimiento utilizado es totalmente errado. La sociedad ha madurado, ha adquirido cultura y con ella espíritu crítico, desgraciadamente menos del que sería deseable. Es normal que si yo, completamente lego en esa materia y en todas las demás, me doy cuenta de la descontextualización del argumento, también lo pueda hacer cualquier otro mortal. Aprovecho para pedir al obispo de turno que no sea tan perezoso y se curre un poquito más sus argumentos.

El dogma principal del creyente consiste en que la vida es un “don” otorgado por Dios, y no está en nuestra mano rechazarlo, lo cual contradice, una vez más, el libre albedrío que ese mismo Dios nos concede. Ese “don” se da para unos propósitos determinados, que se podrían resumir en un proceso evolutivo de depuración y crecimiento personal y espiritual, siendo para ello conditio sine qua non cumplir unas mínimas condiciones físicas y psíquicas. Sin ello es imposible cumplir el objetivo. Cuando la vida no puede sostenerse por los medios naturales de los que nos ha dotado el creador y estamos inmersos en una situación elevadísima de dolor y sufrimiento, no es la voluntad de Dios el que permanezcamos en esta vida, pues de ser así no sería necesario recurrir a medios artificiales que nos brinda la tecnología.

A mayor abundamiento, la vida te la imponen, así, por el artículo 33 y sin que te pregunten. No parece razonable ni humanitario negarnos la posibilidad de declinar la dádiva cuando se torna en un padecimiento que va in crescendo y te imposibilita cumplir cualquier objetivo vital, máxime cuando las esperanzas de una efectiva recuperación son ínfimas en términos estadísticos. Efectivamente, como se dice en la prensa más afín a la iglesia católica, existe la posibilidad de una sedación completa para casos extremos.  ¿Tiene ello algún sentido en ausencia de posibilidad de cura? ¿Qué objetivo vital puede cumplir una persona en semejantes condiciones?

Ellos dirán que también miran por las ovejas descarriadas. Pues tampoco vale, lo lamento, un pecador contumaz, carente de fe, de contrición y de arrepentimiento, que en ocasiones tan transcendentales no ve la luz él solito, no creo que nadie lo salve, y está sentenciado en el juicio final, así que añadirle otro pecado más, ni quita ni pone.

Otros argumentos son la esperanza de una cura más o menos cercana, los avances tecnológicos, los milagros y otras coñas marineras, perdónenme, porque, reitero, vivir años de elevado sufrimiento y de desgaste físico y psíquico, a la espera de una remota posibilidad de medicamento que cure una enfermedad en la cual los científicos llevan trabajando años, sin encontrarlo, puede ser hasta contraproducente. Imagínese que es así, que el medicamento de las narices sale, pero a su caso en concreto no es aplicable por lo avanzado de la enfermedad, y la cara de imbécil que le puede quedar a usted o a mí sí, llegado el caso, me decido por tal vía. Y esto no son elucubraciones, hay medicamentos ineficaces para enfermedades que sobrepasan un determinado nivel de evolución.

Quienes hemos tenido la desgracia de ver familiares cercanos con enfermedades degenerativas, sabemos que eso más que vivir es sobrevivir en un auténtico infierno. En todo caso habrá que tener en cuenta otras variables como la edad del paciente, el desarrollo de las investigaciones en curso sobre esa enfermedad en concreto, las posibles secuelas que puedan quedar tras la curación, antes de condenar como pecadores a todo el que se acoja a tal derecho. Digo yo que nuestra capacidad de raciocinio esta para algo.

En todo caso, llegado el momento, cada cual es muy libre de tomar la decisión que estime más conveniente de conformidad con su cultura, sus creencias, sus vivencias, etc., ya que estamos en presencia de un tema delicado, con connotaciones éticas y morales, donde resulta casi imposible establecer las categorías de correcto e incorrecto. Carecemos de evidencias científicas de cuál será nuestro destino cuando la negra dama tenga a bien visitarnos, y les deseo que eso ocurra lo más tarde posible. Así las cosas, solo me conformo con que, llegado el momento, nadie me dé por el saco y me permitan hacer a mí lo que en dicha encrucijada mi conciencia me dicte.

Ramón Moreno Carrasco (Doctor en derecho tributario)

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