Opinión

De mi memoria adolescente VI. Eladio Cabañero, in memoriam

Juan José Sánchez Ondal | Jueves, 22 de Julio del 2021
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“A pesar que el recuerdo llega turbio
como un documental retrospectivo
con las caras borrosas, …”

Los trenes. Eladio Cabañero 

Sí, a pesar que el recuerdo suele llegar turbio, con las caras borrosas, cuando es de aquellos a quienes se profesó verdadero afecto, al rebobinarlo y  volverlo a visionar, sorprende lo claro, vivo y  actual que permanece. Así me ocurre con el recuerdo de Eladio.

Le conocí en la biblioteca municipal donde solíamos acudir.  Él, al terminar su trabajo; yo, a la salida del estudio vespertino del colegio. Allí, donde al terminar la jornada y mientras se recogían y ordenaban los libros, se celebraba la famosa tertulia presidida por don Francisco García Pavón, con asistencia de Eladio, Félix Grande, Antonio López García, Ignacio Carretero, Rafael Negrillo, el que suscribe, ávido oyente y algún otro que se  me escapa.

Y nos conocimos de esa forma tan natural con la que se conocían entonces los pocos que frecuentaban  los sitios: sin presentaciones formales previas. Comenzando a charlar a la salida.  Eladio era un albañil poeta y yo un alumno del colegio. Conseguiría aquel año  un accésit del Ayuntamiento, de 300 pesetas, en la V Fiesta de las Letras  de Tomelloso, celebrada el 14 de septiembre de 1954, uniendo ya su nombre en aquella ocasión, al de  los demás ganadores.  Flor natural: José García Nieto; 2º premio: Luis López Anglada; 3º, Ramón Garciasol y 4º Salvador Pérez Valiente.  “Actuó de Mantenedor, con la retribución de 3.000 ptas., Federico Muelas.”, concluye el Diario Municipal.

Alguna discrepancia hay entre lo escrito por Manuel Alcántara en la introducción a “Poesía Reunida” de Eladio y lo que consta en el Diario.

Escribe Alcántara, respecto del conocimiento de Eladio:

“Paco García Pavón me había dicho que en Tomelloso no se hacían chanchullos y los premios se daban a quienes los merecían.

-El segundo se lo  ha ganado un albañil.”

Y después de leer el poema de Eladio, escribe que le comentó:

“Oye Paco, en Tomelloso no haréis chanchullos, pero os equivocáis sin necesidad de hacerlos; este poema es mucho mejor que el mío.”

La aparente discrepancia está en que Eladio, como hemos dicho,  obtuvo su premio en los juegos florales de 1954 y Manuel Alcántara en los del año siguiente, por lo que no compitieron y la supuesta equivocación  del jurado, a juicio de Alcántara, no se pudo haber producido, a menos que éste quisiera dar a entender que el año anterior Eladio mereció mejor galardón.

Al año siguiente, 1955,  obtendría  el Premio Juventud con su poema “El pan”.

“Poned el pan sobre la mesa,
contened el aliento y quedaos mirándolo.
Para tocar el pan hay que apurar
nuestro poco de amor y de esperanza…”

Con tal motivo, el 7 de enero de 1956, en el Casino de Tomelloso, se le dio un vino homenaje, compartido con el pintor Francisco Carretero que había obtenido un premio en la  Bienal Hispano-Americana de Barcelona. Aquella III y última de las bienales con las que el Estado español, a través del Instituto de Cultura Hispánica, pretendía renovar los vínculos plásticos entre España y América Latina y, de paso, ofrecer al mundo una nueva imagen del régimen, más interesado en la cultura y que, desde que fuera convocada la primera, provocó una fuerte oposición de los artistas exilados capitaneados por Picasso.

Presidió el acto de homenaje en el Casino, el Gobernador civil, a la sazón, José María del Moral y Pérez de Zayas,  con intervenciones de éste, de los homenajeados, de García Pavón y de Juan Torres Grueso.

Después del homenaje público, según nos cuenta Esteban Ortiz Manzaneque, en su libro “Así lo recuerdo y así lo cuento”, y yo, que no asistí, guardo memoria de haberlo oído tal cual, la celebración se prolongó con los amigos y fue subiendo de grados  en diversas barras. Antonio López García, Antoñito,  que les acompañaba, “eufórico a tope, decidió el solico, subirse a lo alto de una farola que hay, justo enfrente del Ayuntamiento, para encender una bombilla que estaba “apagá”. A mitad de la ascensión apareció Juan Francisco, guardia municipal y brutico él, y sacudiendo con la porra en la farola, empezó a “gritarle”: -“O tapeas dahí al contao, o cuando llegues al suelo, te vas a entender con ésta...”, refiriéndose a su instrumento de trabajo…¡la porra!”

A pesar de la diferencia de edad, ocho años me sacaba Eladio, pronto congeniamos y charlábamos de literatura y de lo que fuese, trufada siempre la conversación con sus chascarrillos, bien de camino a casa o bien en aquellos interminables paseos domingueros por la calle de Don Víctor, arriba y abajo, saludo va y saludo viene (Adiós, adiooós) a cada conocido  y sobre todo conocida, con que nos cruzábamos, tantas veces como el cruce se producía, hasta la hora del cine, alfombrando el firme de adoquines de la calzada con las cáscaras de las pipas.

A pesar de su pronta orfandad y de las circunstancias en que tuvo lugar,  del truncamiento   que ella supuso en la vida de un niño, jamás le oí un reproche, una queja; sin duda, porque en su tierno corazón, como el pan que cantó,  no tenía cabida el odio ni el resentimiento.

Debió ser en alguna de aquellas charlas, cuando saliera a colación Gerardo Diego, santanderino como yo,  en la que le dije que tenía, de mi padre,  su antología, “POESÍA ESPAÑOLA 1915-1931”, la primera edición de 1932, de Editorial Signo, tapas verdes, con sobrecubierta de Spert,  por la que mostró gran interés, ya que no la tenían en la biblioteca municipal (García Pavón tenía la segunda edición,   la de 1934, de tapas rojas). Se la dejé durante bastante tiempo. Varias veces, después, me dijo que tampoco la tenían en la Biblioteca Nacional en la que trabajaba. Después adquirirían un ejemplar.

Con tal motivo (recogerla o devolverla) vino a casa y mantuvo una prolongada charla de poesía con mi padre, gran conocedor y poeta inédito él, cuyos poemas  un tanto modernistas, conservo. Eladio salió impresionado de sus conocimientos sobre los poetas clásicos y de su admiración por Rubén Darío, del que sabía de memoria gran número de poemas. Con frecuencia nos recitaba varios, entre ellos, el soneto, en alejandrinos, a Caupolicán que, de oírselo, me aprendí de memoria:

“Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón...”
 

Leí, conservo el recorte,  la que sería la primera entrevista que le hicieran, que publicó, en la Estafeta literaria nº 67, p. 6, 1956, D. N. Ramírez Morales. ¡Que poco podía imaginar entonces, Eladio, que llegaría a ser redactor jefe de la misma!  En ella contaba su difícil infancia y adolescencia y sus  inicios con la poesía (“Escribí mi primer poema a los veintiún años. Un poema de amor…”) y proclamaba: “Soy oficial de albañilería, quiero a una muchacha, la de siempre, y espero progresar y cambiar esta profesión para tomar otra más compatible con mi vocación ... soy un albañil autodidacta  que tiene escritos dos libros de poesía y ganado algunos premios.” Se refería al ya publicado, que poseo, “Desde el Sol y la anchura “,  y al que decía iba a titular “Cada cosa de Dios”, que, sin embargo, con el título de “Una señal de amor”, obtendría un accésit del premio Adonais en 1958.

Supe que, en 1959,  obtuvo el premio de poesía “Gran Hotel” de Albacete, dotado con 3.000 pts., con el poema “Campo mío de diciembre”  y que, en 1968, con el poema “Mare nostrum”, ganó el premio Gabriel Miró, de Alforjas de la poesía, dotado con 40.000 pts., a la vez que Luis López Anglada obtenía el Juan XXIII.

Ya en Madrid nos veíamos con frecuencia pues manteníamos relación los tomelloseros, de pensión a pensión, de bar en bar  o de taberna a taberna y los que frecuentábamos nos eran conocidos.

Supe de sus logros en concursos poéticos, como la pensión March de literatura de 1961, para escribir un libro en el plazo de un año, y asistí a la lectura en el Instituto de Cultura Hispánica, en la Tertulia Hispanoamericana, el 12 de noviembre de 1963,  de versos, del que sería su libro “Marisa sabía y otros poemas”.

Nuestros encuentros tenían lugar con motivo de actuaciones literarias o artísticas como alguna de García Pavón o las exposiciones de pintura en la sala del Prado del Ateneo de Antonio López, en diciembre de 1957 o en la de la Sala Biosca en 1961,   o en tertulias literarias como la  Hispanoamericana, de los martes, del Instituto de Cultura Hispánica que dirigía Rafael Montesinos, en la que coincidíamos con Félix Grande, o el Aula de poesía del Ateneo a cargo de Pepe Hierro. Después, cuando yo frecuentaba la biblioteca del Ateneo, preparando mis oposiciones, bajaba alguna vez a verle a la Estafeta.  Otras eran encuentros casuales por Arguelles o en el centro. Nos recuerdo tomando vinos en una taberna que había en la esquina de la plaza de la Ópera con Escalinata con su mostrador rojo sangre de toro y pila de cinc, de enjuagar los vasos, mientras esperábamos a algún otro poeta con el que Eladio había quedado.

Era fama la rusticidad acentuada de Eladio, tal vez para enmascarar su ternura, y, en general, la de los tomelloseros, que se pone de  manifiesto en su propio y peculiar lenguaje del que hacen gala, incluso, como elemento diferencial. Allí las cosas no son de, o para siempre, sino “de, o pa toa la vidisma de Dios”; no se es rústico o torpe,  sino candorro o sinaco, ni se queda uno fijamente mirando, sino encanao, encanao. Por eso, sin duda, me granjeé, la carta de naturaleza tomellosera para Eladio, un día que, en la Puerta del Sol, nos encontramos con Ana Victoria Velasco, compañera de Preuniversitario, que decidió estudiar Filosofía y Letras, (luego sería catedrática, directora del Instituto de Tomelloso, así como del Archivo municipal,  ya fallecida.).   Siempre se metía conmigo y bromeábamos.  En una ocasión, en clase de Historia con doña Paquita Vivancos, con la que, como ya mayorcitos, teníamos cierta confianza, en un receso, fruto de aquellas mutuas puyas, Ana Victoria me arrojó a la cabeza uno de los tomos de Fortunata y Jacinta que todos teníamos que leer para el trabajo que García Pavón nos había encargado sobre la novela del siglo XIX. Gracias a mis reflejos, conseguí evitarlo y el libro al caer al suelo sufrió algún pequeño desperfecto. Estaba encuadernado en tapa dura, creo recordar que con lomo azul.  Era de la Biblioteca municipal y, como permanecerá en ella, seguro que puede dar fe de haber ejercido de proyectil, con su deterioro superior al de los demás tomos.

Pero estaba hablando del encuentro  con Ana Victoria y nuestros rifirrafes verbales en aquella ocasión, a los que, en un momento, le repliqué, por supuesto, sin intención de cumplirlo: “Un día te voy a retorcer el pescuezo.” Las carcajadas de Eladio se oían en Callao y durante una temporada, a cuanto tomellosero nos encontrábamos se lo contaba con gran regocijo, considerándolo equiparable a su ¿A qué te doy un gavillazo en los riñones?, con el plus, a mi favor, de habérselo dirigido a una chica. 

Mi posesión de la antología de Gerardo Diego fue para Eladio título de presentación ante cualquier poeta o literato con que  nos encontráramos. Tras mi nombre, indefectiblemente, venía el “que tiene la primera edición de la antología de Gerardo Diego”.

Mi relación con Eladio, fue “guadianizándose”. Aparecíamos y desapreciamos  por rachas. En una de afloramiento tuve ocasión de conocer a Marisa. Sí, Marisa sabia no fue un personaje imaginario o un nombre supuesto, un amor prohibido, una Beatriz de Dante, una  Laura de Petrarca o la Guiomar de Antonio Machado. Marisa fuit, Marisa existió.  Era  aquella joven vallisoletana, tordesillana, estudiante de Filosofía y Letras, alta, espigada, bella y simpática, que moraba en una residencia o colegio mayor allá por el Metropolitano. Me la presentó y algunas veces, los tres, tomamos vinos en los bares de La Moncloa. Como Eladio tenía aquella fijación con la antología de Gerardo Diego, se la prometí como regalo de boda con Marisa. Pero no hubo lugar a que la unión de ambos implicara la separación mía del libro, que conservo. Por cierto, tantas veces salía a relucir  éste,  Eladio me recomendaba que se lo llevara a Gerardo Diego a que me lo firmara. Siempre que pasaba por el Gijón donde estaban en la tertulia con “el viejo”, él y García Pavón, me lo recordaba. Un día, oí que Gerardo Diego  firmaba ejemplares de un libro suyo en Espasa, en la Gran vía, y tras comprarlo, y pedirle que me lo firmara, le solicité que hiciera otro tanto en la antología. Al verla, exclamó “¡Esto es otra cosa!” y un tanto despistado, sin tener en cuenta que yo no había nacido cuando se editó, me  puso: “A Juan José Sánchez, felicitándole por su paciencia. Gerardo Diego. 1.980”.

Y hablando de firmas y dedicatorias.

Desde su primer libro fui comprando los publicados por Eladio, leyéndolos con verdadero gusto y emoción. En varias ocasiones  le solicite que me firmara alguno. Se resistía a ello con bromas y cambios de conversación. La única dedicatoria que le conseguí arrancar no es en ninguno de sus libros sino en una antología del Grupo Guadiana de Ciudad Real, publicada por el Instituto de Estudios Manchegos en 1971 que me había regalado mi, entonces, jefe, el Tesorero del Ayuntamiento de Madrid, Camilo González Osorio, (q. e . p .d.) manchego también, que figuraba en ella como integrante, en su día, de aquel grupo, y, por supuesto, Eladio, que dando, una vez más, muestra de su memoria, le recordaba y recordaba un poema que leyó en la ocasión en que se conocieron.  Había ya publicado, Eladio, “Marisa sabia y otros poemas” por el que le dieron el premio Nacional de Literatura. Recuerdo que llevaba yo en la mano la antología y estábamos con alguien más en un bar junto al Ateneo, donde entonces estaba la Estafeta literaria, de la que era Redactor Jefe (el bar en la esquina de la calle del Prado con la del León). Me pidió la antología para darla un vistazo, pues él aún no la había recibido,  y aproveché para pedirle que me la firmara junto a sus poemas. Entre excusas suyas  e insistencias mías, accedió por fin, y me puso, en su estilo más tomellosero:

 ”A mi amigo del alma Ondal

que es un macho a carta cabal.

¡Viva Tomelloso!

Eladio Cabañero”

La prodigiosa memoria de Eladio no solo era literal, gráfica o anecdótica. Era también auditiva. Recuerdo una vez, después de mucho tiempo sin vernos, que  pasé por el Café Gijón. Subía  Eladio de la planta de abajo y aún en las escaleras, a contra luz, cuando su coquetería le impedía ponerse gafas para complementar su deteriorada visión, ante mi saludo, por la voz, y así me lo dijo, me reconoció.

En sus últimos años perdí su pista. Dejé de verle. Un día de julio de 2000, estando de vacaciones, me sorprendió la noticia de su fallecimiento, que, tal vez por las fechas veraniegas, no tuvo la repercusión en los medios de difusión que, por sus méritos, merecía.  Una breve nota necrológica de EFE en El País (24. 7, 2000) se limitaba a decir que “Eladio Cabañero, premio Nacional de Literatura en 1963 y premio de la Crítica en 1971, falleció el sábado en Madrid a los 69 años. Cabañero murió en el Hospital de la Princesa, tras agravarse su estado de salud, precario en los últimos tiempos desde que en septiembre de 1996 sufriera una trombosis, por la que tuvo que permanecer ingresado varios días.”  Sigo recordándole con el cariño que sabía inspirar: sigo leyéndole y releyéndole con admiración y deleite.

De él me serví en la comida de despedida que me dieron con ocasión de mi jubilación en el Club de Campo en marzo de 2008, después de los cuarenta y dos años de servicios al Ayuntamiento de Madrid, para concluir mi intervención con los versos de su poema Despedida, que, con cariñosa y emocionada cita, leí porque venían a cuento en su literalidad.

“Como el olvido es malo, nunca olvido;
han pasado estos años… Ahora veo
que es necesario hablar de despedirnos,
de un documento extraño que se firma
para dejar de ver a los que amamos.”

Sirvan ahora, también, cuando se cumplen veintiún años de su partida, como muestra de que permanece en mi recuerdo, en mi no olvido.

Madrid, 20 para el 22  de julio de 2021.



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