Tomelloso

Los niños de López Torres

El gran pintor tomellosero trata a los más pequeños como componentes del paisaje, "por ser dentro de lo humano lo que más cerca está de la naturaleza"

Carlos Moreno | Viernes, 10 de Septiembre del 2021
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A Antonio López Torres no le resultó fácil ser pintor en una época y en lugar, los albores del siglo XX en la Mancha, que  iban por derroteros más duros y ásperos que los ideales de ser artista. Pero asomaba ya un talento que, afortunadamente, encontró protectores por el camino: un maestro de la escuela, Miguel Pareja, y un profesor de Arte, Ángel Andrade que convenció a su padre para que el prometedor pintor estudiara Bellas Artes en Ciudad Real después de quedar impresionado con los trabajos que había presentado  a un Exposición Nacional de Pintura celebrada en Tomelloso. Madrid sería su siguiente eslabón formativo y allí pudo conocer a los grandes maestros del Museo del Prado.

No se adaptó López Torres a la vida de Madrid y terminados los estudios regresó a Tomelloso. Encontró el mecenazgo de Francisco Martínez Ramírez “El Obrero” y la tranquilidad en Mirasol para cultivar el bodegón, el paisaje y el retrato. Ya había descubierto los valores fundamentales en los que basaba pintura: forma, color, luz, el espacio y la temperatura.  La guerra supone un traumático paréntesis en la carrera del pintor. Afortunadamente, se salvó de ir al frente al ser destinado a la Comandancia de Ingenieros de Almadén, donde también estaba  su hermano Julián.

Termina la contienda y es justo en este momento cuando aparece uno de los aspectos menos  analizado que otros de la obra de este gran genio: López Torres llenó de ternura  sus cuadros pintando  niños. “Estos eran tratados como componentes del paisaje; como una realidad que forma, en efecto, parte integrante del campo”, asegura Jorge J. Pérez Parada en un minucioso estudio sobre el pintor tomellosero. “López Torres prefiere la representación de los niños, por ser, dentro de lo humano, lo que más cerca está de la naturaleza. El artista, con admirable retentiva, absorbe en su mente las posturas de los chiquillos y las traslada al soporte pictórica”, continua apuntando Pérez Parada.

Elogia sus composiciones en una pirámide achaparrada que centra y organiza la atención del espectador; se refiere el crítico al cuadro “Niños en una era”, aunque la obra que mejor refleja la especial predilección que el artista siente por los pequeños sea Niños jugando a las bolas.

Juan Manuel Bonet, autor de otro riguroso estudio sobre la obra del pintor, también resaltará este aspecto. “Antonio López Torres ha sabido expresar en sus paisajes la poesía de la ancha llanura manchega, sus cielos, sus viñedos y sus eras, sus lejanías, sus construcciones elementales, la transparencia y la luz dorada de sus tardes, los animales y los seres humanos –con preferencia por los más jóvenes y humildes- que en ella laboran”.

Con motivo de una exposición en la sala Goya del Círculo de Bellas Artes de Madrid, Enrique Lafuente Ferrari señalaba en el catálogo. “Le he visto balbucear de emoción, brillantes sus ojos de hombre que vive hacia dentro, tratando de expresar la poesía que brota de las cosas más humildes y cotidianas: un pozo al sol en la llanura, unos chiquillos jugando en una era…”Francisco Umbral en el prólogo del libro “Se llama Tomelloso” también se detiene en el amor que el artista siente por la naturaleza y los más pequeños. “Me parece un pintor, un sabio solo, un hombre que ha pasado por toda la pintura de nuestro tiempo, o nuestro tiempo ha pasado por su pintura, pero que su enorme sensibilidad lo lleva sabiamente hacia su manera personal de entender un burro, unos niños, una era, un paisaje o un paisano”.

Los niños de López Torres eran los de la posguerra, aquellos que también buscaban las pequeñas felicidades y placeres que la dura vida de entonces podía ofrecer.  Pequeños seres  que miraban embelesados los horizontes que había detrás de la loma, las nubes y los cielos infinitos; niños que  jugaban y soñaban, que acababan pronto sus días de colegio, niños de panes no siempre blancos, bien ataviados algunos, mal vestidos los más, niños a los que también impresionaban los trenes que veía pasar el gran Eladio Cabañero….”Yo veía  el tren muy largo en la llanura, silbante, con su humo y sus bolliscas…”

Hacían corrillos en la era, escondiéndose entre la parva recién cortada, imaginando batallas de piratas por las pedrizas, viendo como a los lejos los campesinos dibujaban el surco derecho en la tierra. Niños que esperaban que pasaran cosas diferentes que alteraran el tedio de los días, que levantaban piedras para ver la diminuta fauna de la tierra, que saboreaban el agua fresca del aljibe o la sandía recién cortada. Los pintó López Torres en la calima del verano, en el desapacible otoño y crudo invierno, en la hermosa primavera. Los pintó con una ternura infinita como demostrando la inocencia y entereza con que la niñez se amolda al tiempo que le toca vivir. Y a los niños de López Torres les volvía a cantar  Eladio:

Niños de Tomelloso

en sus calles tan largas

jugando bajo un cielo

de azul alto y cal baja,

intermedios de nubes

y surcos y uvas blancas

Solos, en libertad

en plena guerra infausta 

Esa predilección por los más pequeños la ejercitaron otros grandes maestros de la pintura; Murillo pintó a los pobres niños callejeros; los de Rafael eran ángeles del cielo, Sorolla los inmortalizó disfrutando en el mar; Rembrandt resaltó la pureza de la infancia en sus formidables claro-oscuros; Goya los pintó en entrañables pasajes costumbristas; Picasso captó con inigualable maestría la tristeza de los niños de los circos…Velázquez, Van Gogh, Renoir no pudieron resistirse  a esas miradas que siempre dicen la verdad, incapaces de disimular la alegría y la tristeza y que expresan la  esencia de las cosas.  Los pintó también su sobrino, Antonio López García . 

Antonio López Torres fue un amante empedernido de la naturaleza, de la vida en el campo, de los pájaros y, como venimos diciendo, de los niños.

Dejando volar la imaginación estas  podrían ser las historias de los muchachos de cinco de sus cuadros.


Niño debajo de una tartana

Clara Mari siega con energía y determinación, chas, zas, chas, con un ojo puesto en la labor y el otro en su pequeño, al que ha dejado a la sombra de la tartana para protegerlo del sol. El hilo es largo, apreta el calor, pero Matilde sonríe cuando se acerca a su pequeño. Ten cuidado hijo mío, no te muevas de ahí. Ahí quietecico en la sombrica. Chas, zas, chas, ¡ufff que calor! Juega con tus estampas, hijo, que ahora vuelvo. Bebe agua con ganas, pero tiene que volver a alejarse del niño y poco a poco va acortando la largura del hilo. Chas, zas, chas. El marido apenas habla solo asiente con algún gesto o monosílabo. Cuando pase el verano lo tendremos que llevar a la escuela de Don Abraham que le enseñe los números y las letras. ¡Dios mío, que calor! Suspira al tiempo que se seca el sudor de la frente y mira un horizonte difuso por la calima.

¿Qué será nuestro pequeño Gabriel cuando sea mayor?  Clara deja caer la pregunta y su esposo deja una pausa antes de responder: lo que tenga que ser será. Me gustaría verlo en la oficina de alguna bodega, como el mayor de la Fili que está en la de los Espinosas o en la oficina de Correos o en el Ayuntamiento. Que no pase penurias como nosotros trabajando en el campo. Chas, zas, chas. Crepita la paja al ser cortada, huele a parva y a tierra seca. Los dos miran al sol que va bajando. Otro hilo de vuelta y nos vamos. Y Clara sonríe porque llegará a la tartana y se comerá a besos a Gabriel, le hará mil carantoñas y lo acurrucará en su regazo mientras Saleroso tira del carro y poco a apoco irán llegando al pueblo. ¡Precioso mío! ¡Lucero del Alba! ¡Guapo! A Gabriel se le escapan las carcajadas. Con el traqueteo del Carro y los pasos acompasados de Saleroso acabará por dormirse.

   

Niños en el rastrojo

“¿Qué les habrá echado de merienda hoy la abuela?  Carmencita, la mayor, e Isa la más pequeña pasean por la rastrojera  con la cesta, mientras Manolín suspira por ver su contenido . Tendrá que poner cara de lástima para que le den un poco de mostillo como la última vez. Bocado placentero y cruel al mismo tiempo, porque se le deshizo en la boca casi sin saborearlo. Juan sabe de las penurias de su amigo, que a su padre se lo llevaron lejos, que vive solo con su madre, que malviven con lo que ella gana sirviendo, que andan detrás de llevarlo a una casa de labor, que pronto dejará de ir a la casa del maestro. Viste siempre la misma ropa heredada de hermanos mayores; raída, remendada y pasada de tantos lavados; rie siempre que puede, pero con ese trasfondo de pena que hay detrás de las vidas difíciles.

Se acercan Elvira y María Luisa. Balancea esta la cesta, corretean, hablan sin parar, gritan, rien…¡Vamos a merendar Juan! La abuela les ha preparado unos huevos cocidos, varias hogazas de pan, algo de mostillo y unos albarillos. Los ojos de Manolín se dirigen a los alimentos que los tres hermanos empiezan a devorar. Juan nota las sensaciones de su amigo . Anda prueba un poco pan, Manolín. Bueno, si no tengo mucha hambre…bueno si vale un poco. A veces era peor la vergüenza que el hambre en sí. 

Las niñas siguen hablando, ellos comen y miran en silencio mientras el sol de la espléndida tarde de primavera empieza a esconderse.

   

Llanura con niños

Por cierto  ¿quién ese hombre que anda pintando justo enfrente de nosotros?. Siempre viene a la misma hora y tiene la mirada fijada en nosotros. Es un pintor del pueblo. Dicen que es muy bueno. A mí me gustaría pintar como él. Pintaría la casa de mis abuelos, mi perro  y mi gato, mi calle, os pintaría también a vosotros. ¿Quereis que nos acerquemos a ver que está pintando? Corren en dirección al artista. Al principio hace como si no los viera y sigue afinando los colores con sus pinceles. De la paleta al cuadro y del cuadro a la paleta, el artista ejecuta mecánicamente los movimientos. Se hace un largo silencio, hasta que uno de los muchachos pregunta. ¿Esos niños que usted pinta somos nosotros? El artista entorna los ojos, los mira y sonríe un poco. Sois vosotros y otros muchos que vienen por aquí, dice. ¡Mirá, ese de la chaqueta roja soy yo, la que traje el otro día!. ¡Y este se parece a mí! No, no, ese es tu primo Rafael, fíjate en la ropa y en la forma del pelo… Los del fondo parecen la pandilla del Bonero, fijaos bien y veréis como sí, este que ha empezado a pintar  parece Fede. ¿Desde cuándo pinta usted? Desde que tengo uso de razón, era más pequeño que vosotros sois ahora. ¿Y es difícil? Entorna los ojos de nuevo y el pintor vuelve a enseñar una sonrisa. Lo que se hace con interés y emoción acaba siendo fácil.

Sigue pintando hasta que la tarde cae y el pintor recoge con paciencia los bártulos. Con la mano sobre la frente mira la luz del sol que se esconde y la algarabía de los pequeños en sus juegos y conversaciones. Toma el camino y se dirige al pueblo. Mañana, a la misma hora de siempre, regresará al mismo lugar que deja marcado con unas cuantas piedras. 


Niño bebiendo agua en un pozo

El pequeño Javier  disfruta en los días que su abuelo  lo lleva al campo. El ritual se repite cada mañana cuando lo despierta ¡Venga Javier arriba, qué nos vamos! La ilusión de un día de campo puede con lo mejor del sueño. Va detrás del abuelo que se dirige al corral de paredes cada vez más blancas por la amanecida . Con lentos movimientos da pienso y agua a la mula , prepara el carro, sube la barja con el almuerzo, el saco con los aperos y finalmente engancha al animal. Javier abre el portón y el carro sale para avanzar por la larga calle desierta. Resuena el traqueteo del carro y galope del animal justo cuando los primeros rayos de sol colorean los tejados. ¡Ale, hermano Gregorio!, ¡Buena compañía llevas hoy con el nietecillo! ¡Qué se de bien la faena! ¡Andad con cuidao!...le dicen los vecinos con los que se cruza.

En poco tiempo alcanzan las últimas casas del pueblo y enfilan el camino hondo para llegar a la viña. Canta el abuelo una seguidilla, mientras Javier respira el aroma fresco del paisaje de la mañana. Llegan, descargan y el abuelo no tarda en ponerse en faena. Apila la parva y va formando esa montaña de oro en la que tanto se divierte Javier. Se sube y se  baja de ella como si fuera un escalador, se cae una y otra vez, entre risas, sin importarle las briznas de paja que se le pegan al cuerpo. Medio apañada la parva, el abuelo se muda a la viña y arranca malas hierbas, acaricia las pámpanas jóvenes  que ofrece la cepa, espolvorea un puñado de tierra que ve demasiado seca, pasea por hilos y contrahilos  y de vez en cuando dirige la mirada al quehacer de su nieto en las alturas de su imaginario castillo de paja. Se queda el muchacho casi siempre junto al pozo que le fascina, se asoma, le gusta verse reflejado,  baja el cubo y carga esa agua que bebe con goce y complacencia. Le parece mucho más rica que la que toma en casa. El abuelo también bebe el  agua que tan bien conserva el viejo aljibe. El sol de mediodía pega fuerte y, después de una pequeña siesta, no tardarán en cargar el carro y regresar a casa. 


Niños jugando  a la bolas

Ahora me toca a mí. Leandro espera impaciente su turno, mientras el pequeño Justo observa atento los movimientos de los dos contendientes. Preparan el campo de batalla al lado de las portadas de los Madrigales. Con sumo cuidado han excavado un hoyo en el suelo y lo rodean de un montón de arena  para que la bola quede mejor encajada. La bola que lanza Leandro alcanza el preciado  hueco y de este modo ya puede  lanzarse sobre las bolas enemigas.  Tiene que respetar siempre las distancias: dedo, cuarta, pie, bola y carambola  para que no comiencen las riñas, las disputas por “haber metido manga” o alargar más la mano de la cuarta reglamentaria. Ya se sabe:  cada bola “matada”, debe pagar su pena, ya sea con  chinas , de barro ,   de cristal o   de hierro. 

Ángel mira con impotencia la maniobra de Leandro, que con habilidad y destreza, se apodera del juego. Siempre me gana, se lamenta. Casi sin darse cuenta se les echa encima la hora de la comida y después  habrá que regresar  al colegio. Se apresuran en coger los cataparcios que habían dejado tirados en el suelo y corren veloces hacia sus casas.  Justo el pequeño se queda un poco atrás. Intenta darles alcance a la vez que va soñando con tener pronto esa bola de hierro que le prometió un tío suyo. Piensa que cuando tenga esa preciada joya en su poder no habrá quien le gane, ni siquiera Leandro. 


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