Podría resultar poco menos que ofensivo para un tomellosero
que un transeúnte, aunque de cinco años de estancia, como yo, intentara
contarle como nacieron al mundo literario dos personajes como el jefe de su
Guardia Municipal, Manuel González Rodríguez,
alias Plinio y su fiel ayudante el veterinario de la localidad, don Lotario
Navarro, por obra y gracia de la imaginación de su paisano Francisco García
Pavón. Pero un amigo lector de fuera del territorio de la Mancha, que
generosamente me sigue en este periódico, y que leyó ocasionalmente alguna
novela suelta del autor citado, me ha
preguntado, como alumno que fui de él, que cómo y cuándo a don Paco se le ocurrió
montar todo un cuerpo de novela policial-costumbrista sobre dos personajes tan
curiosos, y esto me ha dado pié para
aclarárselo y, de paso, ofrecerlo aquí a quienes lo ignoren o no lo
recuerden y tengan por ello curiosidad.
Corrían los primeros años de la segunda mitad del
pasado siglo cuando un Francisco García Pavón treintañero, ya doctor en
Filosofía y Letras, compaginaba sus labores docentes en el colegio Santo Tomás
de Aquino en su pueblo de Tomelloso, en la asignatura de Lengua y Literatura y,
ocasionalmente, en idioma moderno, a las que este escribidor asistía, con la
dirección de la recién inaugurada Biblioteca municipal y, algún año después,
con la del Archivo municipal. ¿Cómo sacaba tiempo para leer y escribir? Sin
duda a riesgo de convertirse en un nuevo Quijote: quitando horas al sueño. Ya
había escrito, fruto de su estancia en la capital del Principado, como Alférez
de complemento en prácticas de la primera promoción de la Milicia Universitaria,
durante más tiempo que el normalmente esperado,
la novela “Cerca de Oviedo” que, presentada al Nadal, por sugerencia de
la ganadora de la primera edición, Carmen Laforet, quedaría finalista. Galardón
que, sin embargo, no incluía su publicación, con lo que si no hubiera sido por
el esfuerzo generoso de su padre, no la hubiéramos visto en aquella edición de
1946. Había escrito y publicado, también,
“Cuentos de Mamá”, en “Ínsula” en 1952
y, como nos dirá, había conseguido algunos segundos premios con otras
narraciones.
García Pavón, desde siempre, ávido
oidor de sucesos, hechos y demás aconteceres de boca de los mayores, amigos y
convivientes, para trasladarlos al mundo literario, parece ser que un buen día,
el que
fuera su admirado amigo y gran pintor don Francisco Carretero Cepeda, le contó la
historia de “El Quaque”.[1] Historia que él refirió a
su manera en lo que sería el cuento “De
cómo el Quaque mató al hermano Folión y del curioso ardid que tuvo el guardia
Plinio para atraparle”. Cuento que, bajo el lema “Rocafrida”, presentaría al
concurso que, en el número de 9 de mayo
de 1953, la Revista Ateneo, convocaba para todos los escritores de habla
hispana, dotándolo, con premios de cinco
mil pesetas para el ganador y mil para cada uno de los dos accésit y
publicación de las obras premiadas, que resolvería, como jurado, el consejo de
redacción de la revista.
La peripecia del cuento, como pone de manifiesto, bajo las
siglas P.M., quien debió formar parte
del jurado, en Ateneo, número 37, de 1 de julio de 1953, fue la siguiente:
El concurso convocado era de poesía y de cuento. A él se
presentaron 228 poemas y 281 cuentos, de los que llegaron
a la lectura final 17 poemas y 17 cuentos. El jurado concedió el primer
premio de poemas a Rafael Montesinos y los dos accésit a Carlos Salomón y a
Luis López Anglada.
En el de cuentos, en la primera votación, obtuvieron puntos
13, destacándose los correspondientes a
“La última escoba de Papá Dios”, seguida de cerca por “El sustituto”,
requiriendo una nueva lectura para decidir el segundo accésit entre los
correspondientes a los lemas “Rocafrida”,
“Ventanal” y “Cuba”, siendo elegido “Rocafrida”.
Abiertas las plicas resultaron ganadores los siguientes:
Primer premio: “La última escoba de Papá Dios”, bajo el lema “Ínsula” del que
resultó ser autor José Luis Acquaroni. Accésit: “El sustituto”, sin lema, de
María Beneyto, y Accésit: “De cómo <<El Quaque>> mató al hermano
Folión y del curioso ardid que tuvo el guardia Plinio para atraparle”, bajo el
lema “Rocafrida”, de Francisco García Pavón.
En el mismo número en que se daban los resultados y se
publicaban los poemas y cuentos premiados, salvo el de María Beneyto que lo
sería en el siguiente número, se incluía fotografía de los ganadores y un breve
currículo literario aportado por ellos.
Así aparecía publicado el cuento, así lucía don Francisco entonces y así exponía su currículo:
Tras decir que nació en Tomelloso hace treinta y tres años,
ser doctor en Filosofía y Letras y vivir en su pueblo, destacaba que “Literariamente soy el hombre de los
“segundos premios”. El año 1945 fui finalista del Premio Nadal con mi novela
“Cerca de Oviedo”. Luego: Segundo premio de narraciones de “El correo
Literario”, de “Meridiano”, de “Ínsula”. Y ahora accésit de ATENEO. Una colección
de estos cuentos ha sido publicada recientemente por la Editorial “Ínsula” con
el título de “Cuentos de mamá”. Pronto saldrá en la “Novela del sábado”, una
narración mía titulada “Memorias de un cazadotes”. Y concluía con una
afirmación curiosa: “Cuando me sea
posible colocar todos los artículos que soy capaz de escribir, me dedicaré
plenamente a la literatura…, pues con los cuentos y novelas no se va a ninguna
parte.”
Este premiado cuento, luego sería incorporado al libro “Las
campanas de Tirteafuera”.
Ya en él, como haría después con más extensión, en “El último
sábado”, utilizaría el autor la técnica [destacada
por el que sería su amigo desde su estancia en Oviedo, Emilio Alarcos,
prologuista de sus obras completas y autor del trabajo “Un relato de García
Pavón: “El último sábado”], de descubrir
al lector el desenlace de la trama,
mientras el policía trata de desvelarla, lo que requería una gran habilidad para mantener el interés en la
narración.
Toda esta historia del cuento de “El Quaque” viene a cuento
de haber sido la partida de nacimiento literaria de Plinio, personaje que le
sugirió “un cierto jefe de la Guardia
Municipal [de Tomelloso] cuyo físico,
ademanes, manera de mirar, de palparse el sable y el revólver, desde chico me
hicieron mucha gracia. El hombre, claro está, no pasó en su larga vida de
servir a los alcaldes que le cupieron en suerte y apresar rateros, gitanos y
placeras. Pero yo observándole en el Casino o en la puerta del Ayuntamiento,
daba en imaginármelo en aventuras de mayor empeño y lucimiento”[2]
Y, en cuanto al apodo, nos cuenta que le llamó “Plinio no sé
todavía por qué. Nombre pedantesco y facilón que se me cayó de la pluma sin
mayor estudio.” [3]
Luego, en “El charco de sangre” (“Historias de Plinio”), nos
dirá cómo fue el imaginario ingreso en
el Cuerpo. Después de haber trabajado de
mozo, “a la vera de su padre, primero
como peón de bodega, luego como aprendiz de cubero…Cuando volvió del servicio
militar con el grado de sargento, el jefe político conservador, que lo quería
mucho, le propuso hacerle jefe de la Guardia Municipal, y aceptó. Dejó la
azuela por el sable y comenzó su carrera de policía.”
Pues bien, en esa que hemos llamado partida de nacimiento
literaria de Plinio, lo describe diciendo que “ya había saltado los sesenta años [y] tenía fama de ser el hombre más pacienzudo y callado de
Tomelloso…Llevaba casi cuarenta años “arrastrando el sable” y sabía más del pueblo que nadie. Dotado de
gran talento natural, sabía mucho del corazón humano, aunque “en pardo”. Sin decir
nada, con el solo instrumento de sus ojos socarrones, desarmaba a los rateros,
placeras de malas artes, prostitutas rústicas, robamulas y demás sujetos de su
habitual clientela. Famosos eran sus ardides y coartadas como algún día dirá la historia; y muy pocos
sucesos, grandes o pequeños, quedaron por discriminar en su mandato…, a no ser
aquel famoso robo de los nueve jamones,
que hacía entonces tres años que no le dejaba dormir.”
¿Ya entonces pensaba García Pavón hacer uso del personaje así
abocetado, al escribir lo de que “Famosos eran sus ardides y coartadas como
algún día dirá la historia”? Algún tiempo tardaría, sin embargo, en
reaparecer el Jefe de la Policía Municipal de Tomelloso, pues duerme en el
imaginario de García Pavón, o entre sus escritos, hasta 1965 en que reaparece en la novela
corta “Los carros vacios” y el cuento “Los jamones”. Y decimos que tal vez
entre sus escritos, porque nos descubre que Los carros vacíos es la primera novela corta que hizo con
Plinio, “aplicándolo a desentrañar el
famoso caso de las “Cuestas del hermano Diego” que me habían referido tantas
veces”[4], de la que precisa que “Debió ser redactada en los últimos años cincuenta y publicada
en…1965. En ella se relata otro sucedido que oí contar muchas veces...y a lo mejor…será
la mía la versión escrita que quede de aquellos sucesos tan tremendamente
recordados por miles de bocas antiguas”.[5]
Y nos llama la atención, asimismo, de la primera descripción
del personaje, lo de “aquel famoso robo
de los nueve jamones, que hacía entonces tres años que no le dejaba dormir.”
Ya tenía García Pavón en mente el robo de los jamones que años después, 1965,
publicaría con sensibles variantes: en cuanto al número de los robados,
once en lugar de nueve, y en cuanto al
tiempo de su resolución. Si en tres años su no discriminación le quitaba el
sueño, en el episodio de la
“desjamonación”, objeto del cuento de
ese título [Los jamones (1965, Destino), recogida en 1965 en Los
liberales y, en 1970, en Nuevas historias de Plinio], como en
el de “El Quaque”, su resolución fue “al contao”, instantánea, aunque ya con la
colaboración del nuevo ayudante, el albéitar don Lotario.
Pero ¿Cómo y cuándo García Pavón decide dotar a Plinio de un compañero de aventuras policiales? Precisamente en estas dos narraciones de
1965. Si en el cuento de “El
Quaque”, el jefe de la policía municipal
actuó solo, es en “Los jamones”, donde a la presencia del ayudante acompaña una
descripción: “Don Lotario, pequeño,
morenísimo, de nariz aguileña y ojos saltones, siempre vestido de negro, andaba
un poco de lado como en trance de tomar carrerilla.” Al llegar a casa del
abuelo de García Pavón, al que en el cuento le habían robado los once jamones,
lo presenta así: “Junto a él su ayudante
e incomparable compañero de aventuras don Lotario el veterinario. Su coche
“Ford”, su persona y su laboratorio del herradero, siempre estaba a la
disposición de aquel gran artesano del oficio policial que era Plinio.” En
Los carros vacíos, ya aparece don Lotario como conocido, sin presentación, en
la buñolería de la Rocío, aunque también le describe diciendo que “el
veterinario, era muy menudo, moreno; llevaba muy caída sobre las cejas el ala
del sombrero y miraba siempre con ojos de sospechar de todo el mundo.”
A partir de entonces ambos personajes, inseparables, como un Sherlock Holmes y un Dr. Watson
tomelloseros, que nacieron en cuentos, pasando por la
novela corta, madurarán en las premiadas y famosas novelas largas, pasando, incluso,
al celuloide. Pero de eso, tal vez,
hablemos en otro momento.
Madrid, 23 de marzo de 2022.
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Miércoles, 14 de Mayo del 2025
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