Opinión

Ritos y supersticiones para las mujeres en La Mancha

Pilar Serrano de Menchén | Lunes, 28 de Noviembre del 2022
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Con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, 25 de Noviembre, hemos querido desdoblar los días, sus pliegues, para rescatar el tiempo donde el filo de los ritos cortaba emociones. Tiempos eran de recato y prudencia para las mujeres. Tiempos de misterio y soledad, porque el lejano hilo de lo impredecible tejía silencios, cosiéndose a los días y a la limpieza de un nombre y unos apellidos: “Andar en las bocas era lo peor que podía pasarle a una mujer”; porque ya lo decía y dice el refrán: “Ten buena fama y échate a dormir, ten mala fama y échate a morir”.

El silencio perfumando lo oscuro. Mujeres atadas a unas leyes no escritas: pero firmes y rectas; superpuestas en el calendario, para vivir ritos que fijaban lo indeleble en la existencia femenina. La superstición junto a lo impredecible también. La mujer, en el lienzo de su feminidad, sólo entre lo casto transitaba y  también en la maternidad: “La mujer sin hijos es un árbol sin fruto”.  

Cuestionario del Ateneo de Madrid: 1901-1902

El miedo a la esterilidad, así como otros ritos, se relatan en un Cuestionario realizado por el Ateneo de Madrid, durante los años  1901 y 1902. Dicho estudio se materializó en numerosos pueblos de nuestro País.  Ahora, los vamos a regresar para enterarnos de lo que el médico de la villa, Francisco Escribano, dijo ocurría, a través de las preguntas del Cuestionario, en aquella época en Argamasilla de Alba: los textos han sido literalmente copiados de la mencionada Encuesta. También hemos recuperado lo narrado a mi persona por un buen número de mujeres, para un estudio que realicé en Argamasilla sobre el tema: respuestas que se materializaron en un libro. 

En cuanto a lo que narra el médico Francisco Escribano, referente a la infecundidad de una pareja, éste dice:  «Si la esterilidad está en la mujer es porque está abierta de riñones; si consiste en el hombre no sé sabe por qué será». El relato sigue diciendo: «Cuando hay ‘recochura’ de que en la mujer estriba no tener hijos, se aplica un ‘pegao’ (bizma) en las caderas. Si se supone depende del hombre se coloca la cama de manera que los pies miren al norte. Si con estos medios no se consigue la pretensión es señal que le han dado ‘algo’ a él o a ella y en este caso no hay más que tener paciencia hasta que quien se lo dio se canse y les dé otra cosa que deshaga el mal». ‘El mal’, con sus agüeros, planeando sobre la vida de las gentes. ‘El mal’, lo negro, la forma oscura de sus perfiles, buscando a las parejas estériles. 

Más allá de las calendas el miedo firmaba el porvenir: «Una buena mujer de Argamasilla poseía, heredada de su madre, una cinta blanca con muchas cruces, como las de la Santa Bula, y un letrero que decía: “Cinta tocada a todo flujo de sangre, de cuando degollaban los santos mártires en el Convento de Santa Ana”. Esta cinta era aplicada a la cintura de las que tenían echaera de sangre ─que eran las que iban a abortar─, pues suprimía aquella y continuaba el embarazo; también servía para cualquier hemorragia; ya que todas se contenían; pero en una ocasión la cinta se manchó de sangre en casa de unos amigos, a quienes la prestó, la lavaron para entregársela a ella y se le borró la leyenda, perdiendo la virtud: “porque no ha vuelto a servir para todo lo que se aplicaba”.»

El miedo a tener hijos ‘malogrados’

El miedo a no tener hijos o que éstos vinieran ‘malogrados’ se fraguaba en otros miedos, contados al médico: «Los antojos en las embarazadas hay que respetarlos y procurar satisfacerlos, pues de no ser así es seguro el aborto y, de no abortar, sale el niño o niña con el objeto del antojo en cualquier parte del cuerpo. Si se presenta una embarazada estando comiendo debe invitársela y obligarla a comer; porque se ha dado el caso de desear la mujer encinta una cosa que había en la mesa, no atreverse a pedirla por vergüenza y sobrevenir el aborto a los pocos días. A una mujer del pueblo le ocurrió que una hija suya tenga la señal en la nalga de una «roseta de mazorca»; porque estando dicha mujer embarazada de la mencionada hija tuvo el capricho de comérsela; pero antes que pudiera hacerlo uno de sus hijos que por allí andaba se la comió y el deseo grabó la roseta en la nalga de la hija. Una mancha encarnada que un niño de este pueblo tiene en la cara, justamente encima de un ojo, es un antojo que tuvo su madre por una hermosísima rosa roja que no quisieron darle».  

Y parece que vemos la mancha y el miedo, y ‘la recochura’ ─que dice la explicación─ cerner su polvillo de silencio sobre nosotros, caminantes que somos, buscadores de leyendas, consejas, refranes, sucesos y dichos. Misterios guardados por las estrellas que alumbran el firmamento antes del amanecer. 

Y la narración sigue de esta forma: «Aquí se ha dado el caso de pedir una mujer encinta a su marido le diera golpes en la cabeza con la mano del almirez para impedir el aborto».

Todos estos hechos: pretéritos, reales, han llegado a nuestros días por medio del recuerdo de las abuelas; a las que antes se los habían narrado sus madres, y éstas lo habían visto, in  situ, o los habían oído decir; que de todo hay. La preocupación de las mujeres: ocupadas y requeteocupadas en tener hijos sanos, volteaba la fantasía para averiguar el sexo de lo que había de venir.

Hace años, una señora: Sebastiana Pardo, nos comentaba lo que sigue: “No era lo mismo tener hijos que hijas. Por ello, para saber lo que había de venir, se colocaba una paletilla de liebre en las ascuas de la lumbre: si se abría era hembra y si se quemaba varón. En otros casos, una raya en el vientre de la madre indicaba que iba a ser niña. También había mujeres que decían era malo quedarse embarazadas en enero y marzo por concurrir en esos meses los embarazos de algunos peces marinos, lo cual influía y podía haber mal parto; y era frecuente que la criatura naciera muerta”.

El temblor de lo oscuro sobre la campana remotísima del tiempo. Y de los sucesos, y de los augurios: “Para tener buen parto, muchas mujeres ponían una Rosa de Jericó dentro de una vasija con agua debajo de la cama, para que les sirviera de guía en la marcha del parto: si la rosa se abría es que iba bien y si no iba mal el parto”

Pero aún no había acabado el número de costumbres que era preciso siguiera la parturienta. Asimismo el cuidado que debía tener con la comida. 

La explicación es relatada por el médico Francisco Escribano: «Caldo de gallina el primer día, el segundo ya podían comerse el contenido completo del puchero y el tercero levantarse. Aunque antes de hacerlo, como purificación, en cuanto fueran arrojadas las secundinas, se colocaba en posición conveniente a la parida y le echaban en la vagina un huevo entero sin cascarón?, y luego, según hábito de limpieza de la familia, lavaban o no los muslos y renovaban los trapos que entre las piernas les colocaban para que se fueran empapando de los humores propios de su estado».

En cuanto a otros ritos veamos el siguiente: «La mujeres que habían dado a luz, hasta después de cuarenta días de que hubiera nacido el hijo, estaban sin atender la casa y otras faenas propias de su sexo. En dicho tiempo eran cuidadas por las vecinas y otras mujeres de la familia. 

Mi propia abuela, Ventura Arenas, decía: “Lo más corriente era buscar a las mujeres mayores; porque eran las que sabían lo que había que hacer con la madre y la criatura”. ¿Y qué tenían que hacer las recién paridas en tal caso?... “Para que se repusieran del parto se hacía caldo de «cocido» que llevaran sustancia y se aderezaba con huesos de jamón y palomas y gallinas. También se vigilaba que los pechos no se les apostemaran; porque si se les apostemaban era necesario darle biberón al niño con leche de cabra rebajada con manzanilla”.   

Pero aún sigue la retahíla: “Lo primero, cuando le daban el pecho al niño o niña, tenían que procurar no cogiera aire y así no tendría gases. Pero si acaso estaba molesto por esta causa, se ponía en un trapo unas semillas de anís estrellado, se liaba como una muñequilla y se metían en agua caliente; luego se le daba al niño para que lo chupara. También, a veces, si tenía hipo, lo mejor para quitárselo era que la madre cogiera una vedija de lana y, mojándola con su saliva, se la pusiera al niño en la frente. Si el  niño salía llorón, se tenía que vigilar que no se quebrara, poniéndole una ombliguera: banda de tela con un pataco en el centro (moneda de 10 céntimos de una peseta), que se ponía encima del ombligo. Pero si acaso la criatura se quebraba, se hacía un venda y se le ponía en la quebradura bien fuerte para que esta se cerrara”. Para menester, tan de expertas, siempre había una mujer, que por tener muchos hijos o por haberlo hecho infinidad de veces, sabía cómo poner la dicha venda. 

El ‘mal de ojo’ y los adivinos

Y la noche llegaba con el largo oficio del silencio. Entonces la luna, en las noches de muchos luceros, dejaba su señal en la fuente de lo imprevisto. Quizá por ello, según dicen los mayores, muchos niños podían nacer ‘alunados’.     

 La propia adivinación del futuro estaba escrita con tintas invisibles en las personas. “De siempre se ha sabido, que durante el embarazo o en los momentos anteriores al parto, si hablan las criaturas en el vientre de su madre, se les dice adivinos. También pueden ejercer de videntes los niños que hablen después de nacer; sobre todo si lo hacen en los tres primeros días”. 


Adivinación, previsión, auspicio…; oráculos que bogaban en la zozobra… Relatos que hablan del miedo a lo desconocido. ¿Quién no ha oído explicar en nuestros pueblos un sinnúmero de casos de adivinos? 

También se explica detalladamente por qué tienen en su persona dicho poder: “Los que nacen con una cruz en el cielo de la boca no les muerden los perros. Y si por un casual son mordidos, se les cura enseguida y no les contagian la rabia. Además, dichas personas ven sombras a su alrededor, y pueden curar enfermedades con sólo tocar al enfermo en el lugar donde tenga la enfermedad”.

A este abultado vademécum se añade el mal de ojo: “Cuando se mira a un niño, para no hacerle ‘maldojo’ (mal de ojo), hay que decir tres veces: “Dios, San José y la Virgen te bendiga Amén”. Si una mujer tiene el mes no debe mirar ni tocar a un niño; porque al estar impura por la menstruación,  puede producirle ‘maldojo’. Yo he conocido a mujeres que, estando en el mes, si tocaban una flor se marchitaba. En mis tiempos, para evitar males a los hijos, las madres hacían una Cruz de Caravaca con sarmientos pequeños; luego la metían en una bolsa de tela y se la ponían al niño en el cuello”. 

La muerte, con sus dedos de gasa, oprimiendo el corazón, llevando el miedo al espacio donde se oye un eco blando entre las tinieblas de la oscuridad. “Si un niño tenía ‘maldojo’ las mujeres acudían a la curandera y ésta mojaba el dedo corazón del niño  en el aceite del candil, luego dejaba caer una gota en un plato con agua. Si el niño estaba aojado desaparecía y, si no estaba aojado, persistía la gota de aceite”. 

Para el mal de ojo la curandera, o alguna mujer que tuviera gracia, rezaba una oración. (Aún se reza). “Mientras la rezaba, alabado sea el Señor, ella misma se santiguaba: Primero en la frente, seguido: en la cabeza, en la boca y en el pecho. Una vez acabado el primer rito, en cada sien del niño o niña aojado hacía otras tres cruces. Cuando terminaba decía: Jesús, María y José doce docenas de veces”. 

Completaba la ceremonia con el rezo de la oración. Pero veamos antes el rito de aprenderla. “Dicha oración no se dice nunca en voz alta. Pero si hay que recitarla para que una persona la aprenda, es preciso esperar a la Cuaresma. Justamente al Viernes Santos. Dicho día, una vez que se terminan los Oficios Religiosos, como Jesucristo está muerto hasta el Sábado de Pascua: es por la noche a las doce cuando resucita, en esas horas la oración puede recitarse para que la aprenda otra persona”. 

Y como era tan secreta no hubo forma de convencer a las señoras que la sabían para que nos la dijeran o escribieran. Quizá en otra ocasión sea posible darla a conocer. 

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