Opinión

Tomelloso, 1978

Francisco Navarro | Martes, 21 de Noviembre del 2023
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Cuando volvimos de las largas vacaciones de verano, las últimas, la pintada que reclamaba “¡Libertad!” seguía en la tapia de enfrente del colegio. Caligrafiado en la pared de una bodega, de las tantas que había en la calle, el cartel estaba trazado con fabulosas letras escritas con una descarada y gritona tipografía y dibujado con espray de un esperanzador tono verde. A todos nos sorprendió cuando el curso anterior, séptimo de EGB, vimos el grafiti, acostumbrados como estábamos a los letreros hechos con polvos azules que certificaban amores o acusaban infidelidades.

La pintada apareció un lunes, trazada seguramente durante un fin de semana de vino, rosas y palabras grandilocuentes e ilusionantes. A uno, que siempre estaba observando tras los sucios cristales de las gafas, le sirvió para aforar de que pie cojeaban nuestros maestros. Los había —ellos enfundados en severos ternos de corte obsoleto e irisados brillos de mil y un roces y ellas vestidas con inflexibles faldas plisadas y rebecas lisas, abotonadas hasta el cuello— que agachaban la cabeza, como no queriendo ver el libertario pasquín. A algunos solo le faltaba persignarse para conjurar aquel antipático vocablo. Una maestra, siempre vieja, articuló un “la que se nos viene encima”. Luego estaban los otros, “los nuevos”, vestidos con jerséis y vaqueros, ellos y ellas. Contemplaban el letrero con orgullo y descaro, como algo inevitable, irreversible y glorioso. Una maestra, joven y de indomable belleza, tarareó convencida “sin ira, libertad; y si no la hay, sin duda, la habrá”.

Aquella luminosa mañana de septiembre con moscas y un embriagador olor a mosto el grafiti fue el testigo mudo de nuestra vuelta de las vacaciones de verano para empezar el último curso en el Colegio Nacional Mixto José Antonio.

El curso empezaba “en serio” a partir del 12 de octubre. Quien más o quien menos se iba a vendimiar, en aquellos años, no importaba la edad del vendimiante. Los que no teníamos viñas, los de padres con oficios de pueblo, disfrutábamos de una prolongación de las vacaciones en el colegio.

La educación obligatoria acababa entonces en octavo de la EGB. Aprobando ese curso el alumno era acreedor del Graduado Escolar. El título permitía estudiar bachiller. Suspendiendo, el estudiante recibía el Certificado de Estudios primarios, un documento que daba fe de tu paso por la escuela y con el que únicamente se podía cursar Formación Profesional. El sistema permitía poder repetir el curso para intentar obtener el “graduado”. Pues bien, además de los repetidores nativos, tres aquel año, se incorporaron otros tres de otros colegios. Acogimos a los repetidores nuestros y a los otros sin reservas, nos dividimos en dos clases (Octavo A y Octavo B, en un alarde de imaginación) y comenzamos la aventura.

Aprendimos a fumar, chicos y chicas, algunos sin tragarnos el humo, y que la capital de Nepal es Katmandú. Supimos que los presidentes de la Primera República, que apenas duró un año, fueron Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, o que el ph del agua es 7. Nos reíamos a carcajadas con las aventuras de Nicole, Robert y Papapouf (que era el perro) y su burguesa familia francesa. Bueno, no nos carcajeábamos de los franchutes sino más bien de nuestro gigantesco profesor de francés. Un señor inmenso, con un bisoñe poco disimulado y nada limpio; un alma bondadosa a la que martirizábamos con fruición. Para su suerte y nuestro enojo, octavo A tenía enfrente el despacho del director.

Fue, precisamente, la diligencia del director la que evitó que acabase en desgracia lo que cuando se nos ocurrió parecía una brillante idea. Debajo de la ventana central de nuestra aula había un eterno reloj de sol con el plano horario muy mal trazado y un gnomon oxidado, muy largo, que estaba colocado, como habíamos aprendido en Matemáticas, en pendiente positiva. A alguna mente desquiciada por el exceso de hormonas se le ocurrió que, dado que el estilete del reloj parecía una escarpia, podríamos colgar una silla, a ver qué pasaba. El experimento salió bien, la silla estaba estable en su nuevo emplazamiento. Nuestra inquietud científica nos hizo querer ampliar la investigación y proyectamos colocar a un condiscípulo en el asiento y así conocer la resistencia del ingenio horario. Convencido nuestro conejillo de indias, irrumpió don Santiago cuando descendíamos al voluntario como al ángel del Misterio de Elche, incluso entre loas y antífonas coreadas por toda la clase. Hubo que izarlo de nuevo, estaba a un palmo justo de la silla, y aguantar como el docente nos hablaba de nuestro futuro en Herrera de La Mancha.

Cinco o seis aprendices de hombre, de los del A, llegamos una mañana al colegio con camisas militares. Estábamos impresionantes, éramos la sensación del recreo. Alguno, incluso, enfatizó su aliño indumentario con unas gafas de sol. El alijo de jubones caquis nos los proporcionó un condiscípulo; su padre era camionero y tuvo que transportar fardos de ropa militar usada. De alguna forma poco lícita las camisas salieron de las enormes balas de uniformes y acabaron cubriendo nuestro juvenil torso.

Nuestro amigo dejó enseguida el colegio. Lo pusieron a trabajar en un bar de reciente apertura. De vez en cuando se acercaba a vernos, fumando Moore —unos cigarrillos americanos negros y larguísimos— y con una esclava de oro en la mano izquierda. Abandonó el bar para trabajar en el negocio familiar. Murió pronto, aplastado bajo toneladas de remolacha en Despeñaperros. Lo trajeron ensangrentado, amoratado, deformado y lorquiano. Lo llevamos en hombros desde el Asilo al cementerio. Con el sudor de las manos se desprendía el barniz del ataúd. Las tuve manchadas más de una semana; todos los días me las lavaba con lejía viva y un estropajo de esparto para quitarme las manchas, aquellos estigmas marrones que me recordaban la muerte de mi amigo.


Antes de las navidades, los profesores eligieron a un grupo de alumnos para participar en un concurso cultural que emulaba a “Cesta y puntos”. Nos preparamos con el entrenador, don Antonio, y discutíamos sobre las películas navideñas. Él prefería por encima de todas “Las campanas de Santa María”, con Bing Crosby de cura e Ingrid Bergman de monja. Hubo que enfrentarnos a los colegios del pueblo y quedamos segundos. Aquello nos impidió participar en la fase provincial. Recibimos una copa, mucho más pequeña la de los vencedores —nos ganaron porque usurparon nuestro sitio en la palestra— y medallas para todos. Después, don Antonio —que era maestro, no pedagogo porque no vestía de negro y siempre trataba bien a los alumnos— nos invitó a refrescos y calamares.

Otras navidades, diez años después, el tío Jesús me llamó por teléfono al almacén donde llevaba las cuentas por horas. El escueto y no deseado “¡Ya!” que soltó con resignación fue para mí un largo discurso que escondía la noticia más triste que había recibido hasta entonces. Corrí a casa y mi madre yacía en su cama con un pañuelo de yerbas atado alrededor de la cara y los ojos cerrados. Recuerdo moverla con insistencia, zarandearla para cerciorarme de que no estaba dormida. Aquella mañana, la última, después de desayunar tras muchos días de no hacerlo, nos mandó a todos a trabajar o a la escuela. Estaba mejor que nunca, dijo. Cuando volvimos, una hora escasa después, descansaba sobre la cama con un pañuelo de las viñas cerrándole la boca. Esa que me dio tantos besos, esa que siempre sonreía; esa boca de la que solo salía palabras de ánimo, la que se alegraba por todo. A mis oídos llegaban las palabras de los tíos y las tías que, como en un coro griego, emitían voces sincopadas buscando el consuelo. Ya descansa. Ya está con Dios. Ha dejado de sufrir. Egoístamente pensé que éramos nosotros lo que comenzaríamos a sufrir a partir de ese momento. Lloré como un niño, desconsolado. Aún lo sigo haciendo treinta y cinco años después por no haberle regalado en vida los versos que se merecía la mejor persona que nunca he conocido. Después cogí la mala costumbre de beber en exceso. El alcohol se apoderó de mí. Nunca bebía lo suficiente. Fui una mala persona que cometió actos terribles, de los que me arrepiento cada mañana.

El curso del 78 iba pasando lentamente —eso me parecía entonces, ahora, ya viejo, me parece que duró un suspiro—. Nos acostumbramos a que la reciente política lo ocupase todo entusiasmándonos con el maremágnum de siglas que aparecieron en poco tiempo. Uno adoraba las canciones revolucionarias, esas que con música aburrida y letras ripiosas reclamaban justicia social en Latinoamérica. Las ansias de libertad, no solo por la pintada de la calle Campo, habían calado indeleblemente. Convinimos los dos cursos en hacer huelga para protestar por el método de enseñanza de uno de nuestros maestros. Queríamos que pasase de la mayéutica socrática de preguntas y respuestas a la más razonada explicación de los temas. La escaramuza quedó en nada, amenazó con suspender hasta al gato y desconvocamos rápidamente el paro. Eso sí, los profes —algunos de ellos— nos encasquetaron el “los chicos de la canción protesta”, como humillante apodo.

Aquel curso del 78, el del verano de los tres papas, nos enseñaron a jugar al balonmano, vimos desnudos en papel cuché y comprendimos que la madurez, el conocimiento y la sensibilidad de las mujeres son infinitamente superiores a las de los hombres. Hicimos una fiesta de fin de curso, como las de las películas americanas, con música lenta, luces giratorias y cubalibres de ginebra. Mientras sonaba Nicola di Bari bailábamos lento y fumábamos Fortuna.

Me dieron un certificado con un Sobresaliente trazado con letra inglesa que daba gloria verlo. Todos los maestros me auguraban un prometedor futuro. Pero aquella misma noche me fui a trabajar dejando atrás, para siempre, la infancia.

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