Opinión

Un día de Pasión

Javier Cepeda | Miércoles, 27 de Marzo del 2024
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Hacia cuarentas días que la ceniza había caído sobre la frente de los  hijos y nietos de la familia.. La Cuaresma daba a su fin, el paso por el desierto, tiempos de ayunos y de abstinencia dejaban  paso a tiempos de pasión de Cristo.

El hermano Julián pertenecía a la cofradía de Jesús de Medinaceli como perteneció su padre y su abuelo. Eran hombre de la tierra,  apegado a las tradiciones cristianas. Elevaba sus rogativas  al Sumo Hacedor desde la realidad del terruño,   rogaba por la caída del agua, por el miedo a las heladas y por la lucha divina y titánica de sacarle fruto a esta tierra seca y dura. Habían pasados los cuarenta días de Cuaresma  manteniendo la creencia católica a pies juntillas. Era preceptivo el potaje de vigilia de los viernes. Madre ya de mañana dejaba el bacalao desalando y los garbanzos en remojo. A mediodía  preparaba un sofrito con los productos de Cuaresma: pimiento, cebolla, tomate, puerro; añadía el caldo, las espinacas y el bacalao y completaba la faena con los garbanzos en remojo para ser cocido durante unas horas. Removía la cacerola con movimientos precisos que recolocaban cada condimento en su sitio. Al final colocaba los trozos de huevo duro y los rellenos de pan y huevo para que se esponjasen en el caldo. Olla a la mesa, manos juntas, bendición de la comida y cuchara a la boca.

Era el miércoles día de aseo, limpiar el cuerpo  con agua pura para evitar que al día siguiente el agua maldita no pudiera estar bendecida  y quedase limpio el cuerpo y sucia el alma. Por la tarde tocaba  visita a Galdón, el peluquero,  un buen pelado que diría  adiós al pelo enmarañado y al flequillo sobre los ojos.  Antonio, cortaba el primer mechón , lo colocaba en una hoja de periódico y una vez envuelto y pagado el “pelao” nos lo entregaba. Siempre llevamos a cabo esta tradición de enterrar el mechón bajo el rosal para tener durante el año un pelo sano, fuerte y bonito  sin necesidad de pringues ni lociones.

Desde ese día los asuntos de limpieza paraban.  Las cabriolas de las escobas de cabezuela o cerrillo  sobre la cara de Cristo eran sacrilegio y pasaban la veda bajo el hueco de la escalera.. Más valía mugre durante unos días que falta de respeto hacia el hijo de Dios. No fuese a ser que el diablo hiciera  su aparición y llevase  la ruina a cada rincón de la casa.

Madre en la alcoba, encendía la plancha, colocaba hábito y capa y los dejaba lisos, sin una arruga. Colgaba el capirote en la percha mientras  daba un repaso a la tela que habría de cubrirlo. El hábito, la capa, el capirote, el cíngulo dorado, los guantes, todo quedaba perfectamente colocado sobre la cama, en el suelo los zapatos negros que brillaban como si fueran de estreno. Una buena capa de atún y mil pasada de cepillo había obrado el milagro de cubrir arrugas y polvos bajo la capa de betún . Y en el rincón el farol con la vela esperando salir de paseo. Todo preparado para la procesión de Viernes Santo aguardaban en la oscura habitación  donde por la rendija de la persiana de madera se colaban los rayos del divino Espíritu Santo en forma de aureola, conformando una imagen de quietud y silencio, una velada de armas para la penitencia.

Fue el mes de marzo un mes traicionero,  un viento frío y una lluvia torrencial hicieron que Julián  cogiese frío hasta el tuétano y sintiese unos escalofríos que vencían  las ganas de moverse.  No estaba el cuerpo para acompañar a Jesús ese día. Nunca la familia había faltado a la procesión de Viernes  Santo. El chico, que no era mucho de rezos  ni santos, pero guardaba las formas con la religión y sus tradiciones debía representar a la familia en el desfile de penitencia. La complexión, altura y anchura, era similar a la del padre, un poco más ancho de hombros, menos tripón y algún número mayor de zapatos no serían inconvenientes para suplir a padre ese día.

Madre le llevó a la habitación muda nueva, uno calcetines gruesos para evitar el frío en las “plantás”. Julián, el hijo,  completo la vestimenta con su toque personal: unos pantalones de pana, una camiseta larga de felpa y el jersey negro de cuello vuelto. Pasó a la habitación de sus padres y se colocó hábito cíngulo y capirote. Tomó los guantes y el farol y se encaminó por la calle del Charco en dirección  a la iglesia de la Asunción.

El paso ya esperaba en el pretil del la plaza esperando a los penitentes. El Nazareno mostraba corona de espinas, hábito morado con bordados de oro y  manos entrecruzadas  y atadas  por una gruesa cuerda que cae junto al hábito. Una mirada caída, un rostro de sufrimiento, así es como es presentado por Pilatos al pueblo, muestra cara de vencido, una imagen humana,  de sumisión. La imagen se eleva fastuosa sobre el paso acompañado de varios centenares de nazarenos  que lo custodian a lo largo de la procesión. José ocupa uno de los último lugares, su altura y corpulencia hacen de él un buen referente para  frenar a los feligreses que acompañan al paso. Colocado en el lateral derecho observa desde allí el lento andar de la procesión y le permite en cada parada reflexionar sobre  las curiosidades de la vida, observar a los espectadores con esas caras mustias y de respeto hacia el paso. La procesión  requería requiere momentos de recogimiento, de vivir con “PASIÓN” las primeras  horas tras la muerte de Cristo.

El azar de la vida te lleva, ocasionalmente,   a situaciones en las que llevar oculta nuestra cara  hace sentirnos menos cohibidos . En una de las paradas fue a cruzar la mirada de su amigo Tomás acompañado de su novia. Se apagaron las cornetas, silenciaron los tambores y el tiempo quedo quieto frente a unos ojos que se rebelaban  contra los brillos del sol, ante un cuerpo bien armado de pies a cabeza, una cara fresca y limpia, una sonrisa que denotaba dulzura y simpatía. A su lado la seriedad de Tomás, la formalidad que para él requería el momento. El capirote erecto  chocaba con las líneas curvas del cuerpo femenino y la imaginación hizo que se zambullese en el inmenso pecado de la ensoñación emocional.

La penitencia de José junto al paso de “Jesús de Medinacelli”   quedo estancada en un tiempo quieto  y José enfocó su misticismo hacía un campo   más terrenal. El capirote hacía  genuflexiones como escáner que  digitaliza  cada parte de la moza, un subir y bajar, una punta hacía abajo y arriba, vamos un irrespetuoso  no parar . El capirote abandonaba la pasión mística dirigida al cielo y clavaba su bamboleo en su nuevo fuego. Tomás mostró extrañeza ante el modo de actuar de ese impertinente nazareno,  su semblante serio acompasaba  un vaivén de miradas dirigidas hacia el penitente osado y la novia  ausente,  giros de cabeza hacia delante,  hacia el lado, un fuego que crece desde las entrañas y fluye en ardiente celo hasta el seso. Parecía que el tiempo se había parado, que en ese momento solo había tres seres  con vida, el apasionado penitente, el ofuscado novio y  la radiante compañía. El tiempo no pasaba, el vaivén del capirote continuaba y la ofuscación crecía. Un toque de corneta y de tambores reiniciaron el paso y con él José debía  ponerse en marcha. Antes de partir se acercó al amigo Tomás  y con voz socarrona le dijo: “Qué Dios la bendiga, Tomás”. 

Cada uno siguió su camino, pero hubo un cruce donde la pasión celestial y terrenal se cruzan, las pasiones arriba y abajo se cambian y las almas divinas quedan en el olvido frente a bellas almas terrenales.


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