Por una
vez, y sin que sirva de costumbre, hemos abandonado la mesa habitual para
disfrutar de la terraza, es como inaugurar un tiempo nuevo. La contrariedad a
la tranquilidad la aportan las moscas, impertinentes por demás, con nuestros
cafés y especialmente las ricas magdalenas con manto blanco de azúcar horneada.
Ciri está
“en la gloria”. Es conocido en toda la ciudad y le encanta saludar y que
lo saluden. Adiós, Buenas tardes. Hasta luego. ¿Qué tal sigue tu madre?... No
se calla ni con el sorbo de café en la boca.
Se sabe
la historia de cada transeúnte. No ha terminado de pasar y da pelos y señales
de quien es, el mote que tiene, con quien se casó y hasta dónde vive. No falta
la anécdota que “le ocurrió en aquel tiempo cuando…” Se mantiene con las gafas
de sol colocadas en el caballete de su respetable nariz, eso le permite mayor
ángulo de visión girando los ojos sin mover la cabeza y observando todas las “bacinerías”
que ocurren en el entorno.
—No sé
cómo aguantan.
—Ni yo
tampoco, —le respondo, porque como no sé quienes aguantan ni qué aguantan. A
expresión incomprendida, respuesta incoherente.
—Que ni
tú tampoco ¿qué? —me demanda con cara despistada.
—Pues no
sé, —es mi contestación. Ahora sí me mira con falsa bobaliconería forzada. Como
una centella recorre su cabeza mi aparente contestación inconexa. Sonríe
guiñándome su ojo izquierdo.
—Qué
astuto eres, quieres copiarme, pero no lo vas a conseguir… Me refería que no sé
cómo aguantan las temperaturas estivales, en esta nuestra Mancha, estas mujeres
con las vestimentas tan herméticas hasta los tobillos y las cabezas tapadas con
pañuelos y velos.
—Tengo
entendido que es una exigencia de su religión, pero no sé qué más decirte.
—¿Y a los
hombres no les afecta ese mandato religioso? Pues no lo entiendo.
—Ni yo
tampoco, como te he dicho antes, ellos verán, no creas que me quita el sueño
tal asunto. Pertenecen a una cultura muy distinta a la nuestra, que no termino
de comprender.
—¡Buenas
tardes, chicos!
Levanto
la vista de mi plato con la cuarta parte que me queda de magdalena para saber
quién nos saluda. Es un compañero de “aquaerobic” de mi amigo, la palabreja
quiere decir “ejercicios en el agua”, evidente que la hemos copiado del inglés,
porque así parece que es más importante.
Lo que no sabes, amigo lector o lectora, es que Ciri detesta que lo
llamen “chico” de este modo con apariencia familiar. Lo pone de un genio
explosivo cuando en un bar se acerca el camarero y demanda: “A ver chicos,
¿Qué va a ser?”. En la feria pasada se levantó y se fue porque unos de los
camareros le hicieron una pregunta parecida. No sé por dónde va a salir esto,
pero no me gusta un pelo.
Observo
que Ciri está mirándolo de arriba a abajo con la boca sellada. Ahora la abre
como si se le hubiera desenganchado el muelle de cierre. Está luchando entre soltar una grosería o
mantener su educación, especialmente en público.
—¡Muy
buenas las tenga usted, jovenzuelo! —Ha respondido mi compañero aunando un tono
de voz inédito hasta ahora con ironía y cinismo. Desde luego no ha faltado el
énfasis socarrón al pronunciar arrastrando lo de “jovenzuelo”. Sin embargo ha
conservado su educación dominando con total perfección la ira.
El
compañero de aquaerobic continua su marcha tras desearnos que aproveche la
merienda. Es evidente que no tenemos deseo alguno de invitarlo a compartir con
nosotros.
Se
normaliza la tarde durante unos escasos momentos y de sopetón oímos un grito
desgarrador, seguido de otro y otro, cada vez más intensos cuanto menos era la
distancia entre nosotros y la fuente chillona. Desde que se fundó el mundo los
niños (y niñas…) gritan de alegría, en cualquier clase de juegos, al salir del colegio
no al entrar, en ese momento solo piensan en salir pronto, en cambio ahora los
gritos de algunos de ellos se asemejan al de las víctimas de películas de
miedo, son chillidos agudísimos. Te imaginas al asesino arrastrando a la
víctima, o tostándola en unas parrillas al modo de San Lorenzo, qué sé yo, algo
horripilante. Queda claro a lo que me refiero.
No ha
ocurrido ningún accidente, se trata de un bebé de apenas dos años. Empuja el
cochecito la abuela mientras la mamá (las distingo por las aparentes edades de
cada una) enfrascada en el móvil habla también a gritos con alguien que le
responde. Como ha conectado el altavoz nos enteramos de la conversación entera
desde bastantes metros de distancia.
Claro está
que al pasar por la terraza todos los presentes giramos nuestras testas, para
sofocar nuestro afán de saber lo que ocurre al “bebito”. Solo apreciamos sus
movimientos convulsos dando patadas y manotazos arqueando el cuerpo, y las
anginas del “angelito” en nuevo berrido.
La abuela
ya nerviosa por nuestras miradas se multiplica con palabras de cariño y toda la
ternura de que es capaz; posiblemente en su interior va pensando que “el método
de la zapatilla de madre” solucionaba estos caprichos. Sí, debe ser algo sin
importancia lo que ansía y demanda con tal fuerza el rorro, porque la mamá
continúa su charla con la amiga a través del megáfono telefónico.
No ha
sido buena la experiencia en la terraza. Se nos ha pasado el tiempo embobados con
lo que ocurría a nuestro lado y no hemos podido disfrutar de nuestra charla
sesuda de los viernes. Pagamos a “escote” la consumición directamente en la
barra, no hemos esperado la cuenta en la mesa.
Salimos
cabizbajos, al modo de la vuelta de un disgusto.
—Una de
dos o me invitas o te invito a un helado de turrón en barquillo grande —me dice
Ciri al oído—, nuestros encuentros nunca deben terminar con mal sabor de boca.
—¡A por
ellos…!
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Viernes, 17 de Enero del 2025
Miércoles, 15 de Enero del 2025
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