Suelo ser cuidadoso con los libros y, por eso,
procuro no arrugar las páginas, no escribir sobre ellos, ni marcar palabras u
oraciones. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, en algunos ejemplares que
van a formar parte de mi pequeña biblioteca, me he animado a subrayar vocablos
que me resultan extraños y frases que, sin llegar a ser lapidarias, me invitan
a la reflexión.
Me viene a la memoria una novela de Paolo Giordano
que leímos en el club de lectura. Me refiero a "La soledad de los números
primos". Y aunque ya no recuerdo claramente el argumento, hay una
sentencia tan acertada y concluyente que no pude señalar, ni hizo falta, porque
quedó grabada en mi memoria.
Y así, sobre Mattia, que es uno de los
protagonistas, casi al final, el texto dice: "Sí, lo había
aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la
vida". Evidentemente, del acierto o del error dependen las
trayectorias vitales de las personas en mayor o menor grado.
Como cualquiera, Ramiro fue eligiendo juegos,
amigos, estudios y otras cuestiones relacionadas con la convivencia. Pero él
está convencido de que la primera decisión importante que tomó fue durante la
adolescencia.
Aunque no lo meditó demasiado, tampoco fue un
arrebato. Así que, después de aquel verano, renunció a matricularse para un
nuevo curso y abandonó los estudios. Pese a que era una apuesta arriesgada, en
algún momento entendió que, ante un incierto futuro, debía abandonar el pueblo
e irse a la capital.
Muy pronto, o mucho más tarde, tuvo conciencia de
la enorme mochila que aquella determinación supuso pues, al poco tiempo, toda
la familia siguió sus pasos. Ya en su época de colegial escuchaba a su madre
decir a las vecinas: "Sepa Dios donde nos llevará este". Tardó mucho
tiempo en entender las consecuencias de aquella frase y una atadura de la que nunca logró desprenderse
del todo.
Más tarde, otros nuevos destinos fueron impuestos
por la época, y el servicio militar fue uno de ellos. Aquel soldado cruzó el
Estrecho continuando una extravagante y caprichosa tradición, pues uno de sus
abuelos combatió en tierras africanas, y el otro también estuvo destinado en
aquella ciudad que, desde la cima del Monte Hacho, contempla la bahía de
Algeciras.
Pasó el tiempo y llegó la madurez. Todavía recuerda
la simple casualidad de bajarse en una parada de autobús en aquel polígono
industrial; una iniciativa fruto del azar, que le supuso conseguir un empleo
estable y duradero. En otras ocasiones, fue el empeño y no resignarse ante las
contrariedades.
Pero, en su proceder habitual, siempre buscó el
sosiego, tratando de evitar el riesgo y las emociones fuertes. A pesar de eso,
comprende y asume que la vida supone recorrer diferentes caminos, buscar nuevos
retos y atreverse a decidir. Ramiro piensa que alcanzar el éxito o la comodidad
depende, en muchas ocasiones, de saber escoger, a veces por intuición o
sopesando las circunstancias y dejando un mínimo margen a la suerte.
No obstante, en lo cotidiano y en cuanto a viajes,
Ramiro reconoce tener una asignatura pendiente, porque siempre le ha costado un
mundo elegir nuevos destinos. Él, que no es un tipo osado y que fácilmente se
dejaba llevar, cuando se acercaban las vacaciones, lo pasaba mal. Por eso, una
vez superada la época estival, respiraba aliviado.
Solo en un par de ocasiones viajó fuera del país,
experiencias que quedaron grabadas en su memoria a la vez que le reafirmaron su
miedo a volar. Será por eso que no comprende el turismo compulsivo y este
empeño casi enfermizo de coleccionar postales de lugares exóticos. Y mucho
menos entiende a sus coetáneos que han asumido esta conducta con naturalidad,
tratando de generar envidias.
En estos días de invierno, Ramiro se reponía, en
casa de su hija, de una fastidiosa gripe que le estaba dejando agotado. En sus
noches de fiebre y delirio, ella, sorprendida, le escuchó relatar sobre un urgente viaje al
pueblo, de comprar una casa con huerto y jardín, de criar gallinas y conejos.
Era todo un batiburrillo de ideas campestres y románticas que no venían a
cuento, pues él siempre se declaró un urbanita convencido. Además, ahora que se
sentía vulnerable en cualquier conversación, reafirmaba que su lugar estaba
allí, junto a sus hijos y nietos.
Era evidente que en algún momento del desvarío el
subconsciente le había traicionado. En su entendimiento o raciocinio todavía
quedaban posos de libertad, sueños e ideales que fue postergando durante su
vida frente a un pragmatismo necesario y útil para sacar la familia adelante.
Solamente el delirio podía revelar unas utopías que siempre trató de ocultar.
Ramiro, por edad, sabía perfectamente que ya no
quedaba mucho tiempo para elegir o decidir otros destinos. El suyo, más pronto
que tarde, estaba marcado. En el mejor de las casos, sería memoria para los
suyos; y, en el peor, olvido.
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Lunes, 5 de Mayo del 2025