La edición de un nuevo libro es una buena excusa para
conversar con Roberto Carretero, Gobi. Y, a la vez, cumplir con una deuda
pendiente. Porque a veces la confianza y la cercanía hacen que el tiempo pase y
no contemplemos lo que tenemos más cerca. Y así, como quien no quiere la cosa, han
pasado ocho años desde que arrancó La Voz y no hemos hablado en profundidad con
Gobi. Elegimos el Mercado de Abastos como punto de encuentro.
En la terraza —la mañana es luminosa pero fresca, ideal para
el encuentro— nos sentamos uno frente a otro, mirándonos a la cara. El
periodista coloca la grabadora, el artista sonríe. Hablamos sin prevenciones;
del libro, de su evolución, de su estilo fragmentado y profundo, de la memoria,
del reciclaje como poética, de la creación como impulso y camino. Gobi esquiva
el protagonismo con humildad, pero su discurso revela una claridad poco
frecuente. Cuando acaba la charla, la grabadora marca casi una hora. “Lo peor vendrá
a la hora de darle forma”, pienso mientras caminamos por las calles de
Tomelloso buscando donde hacer una foto.
—Háblenos del libro que acaba de publicar, ¿cómo surgió?
—El proyecto nació casi sin querer. Inicialmente buscaba crear una selección de mis obras favoritas para presentarlas en galerías y ver si así surgía alguna exposición. Preparé un catálogo mostrando tanto trabajos de pequeño y gran formato como murales, para enseñar todas mis facetas, desde lo que hago en la calle hasta lo que hago en el estudio. No es un libro pensado para vender masivamente; de hecho, voy sacando ediciones de 25 en 25. Lo importante para mí era que el libro oliese a papel, que tuviera ese carácter físico y pausado, en contraste con la inmediatez de las redes sociales como Instagram. Soy muy fan de los libros como objeto, aunque no me considero un gran lector, sí un gran consumidor de libros, especialmente álbumes ilustrados, que me atraen mucho por mi profesión y mi relación con el libro como objeto.
—¿Qué va a encontrar el lector en este libro?
—Es una selección muy personal, pensada inicialmente como
carta de presentación para galerías. Es una especie de faro para no perderme,
una forma de darme solución a mis propios problemas creativos, después de
muchos años adaptándome a los lenguajes y necesidades de clientes como
diseñador gráfico.
—Entiendo que ha dejado definitivamente el diseño gráfico…
—Sí, aunque mantengo buena relación con todos mis clientes
y, si me llaman para apagar algún fuego, suelo responder. Pero intento
centrarme en mis propios proyectos y tirar balones fuera cuando puedo. El
diseño gráfico era dar soluciones a problemas ajenos, y ahora prefiero dar
solución a los míos.
—Ha tenido una evolución artística notable desde el hip
hop hasta la actualidad, ¿cómo describiría ese camino?
—Ha sido un recorrido muy versátil. Empecé en la ilustración
sobre todo para conocer las texturas y el mundo del grafiti, donde el soporte
es casi el cincuenta por ciento de la obra. En la escuela de ilustración no era
el mejor dibujante académico, así que tiraba mucho de collage y recuperación de
materiales, lo que se convirtió en mi zona de confort. Creo que un artista
integral debe saber hacer un poco de todo, aunque esa exigencia a veces me
genera crisis. Cuando me dan libertad total para un proyecto, entro en caos
porque hay demasiadas opciones. El hip hop fue fundamental: nos nutría en lo
artístico, lo musical y lo deportivo, y nos enseñó valores como el antirracismo
y el feminismo. El grafiti, además, me enseñó a desprenderme del ego, porque es
un arte efímero.
—¿Es difícil avanzar en la escena artística de Tomelloso
y La Mancha?
—No creo que sea especialmente difícil, aunque a mí siempre
me ha gustado salir de Tomelloso. Aquí nunca me ha faltado trabajo, siempre hay
encargos de diseño, decoración, murales…
—Se percibe mucha colaboración entre artistas de tu
entorno, ¿cómo influye eso en tu obra?
—El hip hop nos enseñó la importancia de la unión. Antes, si
llevabas pantalones anchos y te encontrabas con alguien igual en cualquier
ciudad, ya tenías un amigo y un sitio donde dormir. Esa camaradería sigue en el
grafiti y en mi círculo de amigos artistas. Te hablo de Rafa MeOne o de Manu
Solana. Pintar en la calle es muy colaborativo y no nos duele que otros
intervengan en nuestras obras. No somos neurocirujanos, somos pintores; si algo
no sale bien, se pinta de blanco y se empieza otra vez.
—¿Recibe Gobi mucho reconocimientos y premios?
—He tenido algunas selecciones y premios, como varios fondos
de adquisición en el Certamen Virgen de las Viñas y una selección en el Ciudad
de Tomelloso. No suelo presentarme mucho porque siempre tengo encargos o
trabajo en el ordenador, y produzco poco. Seguramente lo que hago se vende bien
precisamente por mi poca producción.
—Utiliza materiales reciclados en su obra. ¿Cómo influye
esto en la narrativa de sus piezas?
—El uso de materiales reciclados está muy relacionado con mi afición por el álbum ilustrado y la narrativa visual. Me atraen mucho las capas, los desconchones, las máculas, las casas deshabitadas… Me interesa la suma de historias que se acumulan en los materiales. Como me enseñó un amigo, la durabilidad del material también es importante; ahora busco que lo reciclado tenga cierta permanencia, aunque la estética sea algo “creepy”.
—En su obra, muchas veces deja elementos inacabados o
líneas sueltas. ¿Qué papel juega el espectador en la finalización de sus
creaciones?
—Esa es la parte poética de mi trabajo. Plásticamente, me
gusta dejar líneas sueltas o partes aisladas, como una mano desprendida del
cuerpo. No pasa nada, el espectador completa la imagen con su propia experiencia.
Si pongo unos pies abajo y unas orejas arriba, ya sabes que es una persona.
Además, los materiales y capas que uso, muchas veces reciclados o con historia,
permiten que cada persona tenga una lectura distinta según su vida y sus recuerdos.
Un cartel antiguo puede llevarte a una época que yo no he vivido, pero tú sí.
Esa reminiscencia depende de la memoria de cada uno.
—Hablando de memoria, ¿qué papel juega, tanto la personal
como la colectiva, en su obra?
—Hasta hace poco, no era tan consciente de la importancia de
la memoria en mi trabajo. Ahora que estudio arte y leo sobre otros proyectos,
me doy cuenta de que mi obra tiene mucho de memoria, aunque antes lo hacía más
por impulso que por teoría. Ahora aplico esa conciencia de manera más
deliberada.
—¿Su proceso creativo es más intuitivo o premeditado?
¿Trabaja por impulso o con una idea clara desde el principio?
—Depende. A veces pinto lo que quiero y otras veces, después
de hacerlo, descubro el significado. Hay ocasiones en las que todo surge por
impulso y luego le encuentro el sentido, y otras en las que tengo claro lo que
quiero hacer desde el principio. Por ejemplo, en un álbum ilustrado sobre el
dios de los mares, el personaje surgió de una mancha al limpiar la paleta.
Estaba bloqueado, pero esa mancha me llevó al personaje. Como decía Picasso, en
la búsqueda es donde encuentras.
—Se suele decir que los artistas hacen su trabajo en un
minuto, pero detrás hay años de experiencia. ¿Cómo vive esa percepción?
—Que pueda hacer algo rápido no significa que no haya detrás
30 años de experiencia y diez de estudio. Lo hago todos los días. Admiro a los
artesanos porque yo no sé hacer un pan o un cesto. Cuando sabes hacer algo,
parece fácil, pero solo lo sabes tú.
—Y en ese sentido, ¿por qué cree que el arte está tan
poco valorado socialmente?
—Hay una mentalidad en nuestra sociedad de que, si no
lo sufres, no es trabajo. Si algo te sale por pasión o disfrute, parece que no
tiene valor. Es algo que hemos heredado de nuestros padres y abuelos. Nadie le
dice a un mecánico que le cambie el aceite gratis, pero a un artista sí le
piden que pinte algo porque lo hace rápido o porque le gusta.
—Has intervenido espacios cercanos al abandono, ¿qué le
atrae de esos lugares?
—A veces los busco y otras veces me los encuentro. Soy
versátil y sé sacarle partido a cualquier espacio, aunque esté hecho polvo. Hay
una parte artística y expositiva en esos sitios, y me interesa ver qué puedo
aportar. Si el espacio es tan potente que mi obra no suma, prefiero apartarme.
Me gusta aprovechar lo que tengo a mano, como en la casa de mi abuela, Casa
África.
—Háblenos sobre el proyecto de Casa África. ¿Cómo surgió
y en qué consiste?
—Casa África es una casa familiar de 1946 que recuperamos
tras haberla vendido. La arreglamos un poco, pero está casi intacta. Nació tras
la pandemia; quería sacar el arte del circuito tradicional y acercarlo al
público, democratizarlo. La gente del barrio se acerca porque es la casa de mi
abuela, no un museo. Hacemos exposiciones, talleres y el año pasado organizamos
la primera residencia artística. Es un espacio vivo y familiar.
—Ha hablado de la democratización del arte y de la escena
independiente, ¿se consideras un artista independiente de las instituciones?
—Sí, soy totalmente independiente. Hacer cosas cuesta tiempo y esfuerzo, no dinero. Me gusta gestionar y organizar, pero muchas veces me pregunto para quién lo hago. No saco dinero, pero me hace feliz que pasen cosas en el pueblo, que haya alternativas culturales. No tengo que pedir permiso a nadie para hacer lo que quiero.
—¿Nota poca participación de los jóvenes en las
actividades que organiza?
—Sí, me sorprende que los alumnos de la Escuela de Arte, por
ejemplo, participen tan poco. Les pongo carteles y apenas vienen. Nuestra
generación estaba deseando que pasaran cosas, pero ahora veo más participación
adulta. Los jóvenes no se implican tanto, quizá por la era del móvil. Antes
admirábamos a los profesores y participábamos en lo que hacían, aunque solo
fuera para criticarlos.
—Se mueve entre la gestión cultural, el diseño, la
ilustración, la pintura, el grafiti... ¿En qué ámbito se siente más libre?
—Me he dado cuenta de que tengo que escucharme a mí mismo.
Muchas veces lo que más me llena es lo que hago por impulso, lo que me sale de
dentro, sin pensar tanto en el resultado o en la disciplina concreta. Me gusta
la variedad y la libertad de poder elegir en cada momento
—Después de todos estos años en el arte, ¿siente que ha
perdido ese halo de independencia que ya forma parte del mainstream?
—Es curioso porque parece que, con la edad y la trayectoria,
uno debería “pasarse” al mainstream, pero no es así. En Instagram, por ejemplo,
todo el mundo parece la leche, pero la realidad es otra. En el grafiti, la
gente piensa que estamos bailando break entre coches, como en el mito
americano, pero la verdad es que muchas veces estás entre suciedad, comiéndote
un bocadillo abierto con una llave y pasando penurias. Luego subes la foto y
parece genial, pero lo que no se ve es lo que hay detrás. Las redes solo
muestran lo guay, pero la vida real es otra cosa.
—¿Cómo interactúa con el público y con los otros
artistas?
—Me gusta mucho la conexión con la gente, con la sociedad en
general y, especialmente, con las nuevas generaciones. En la exposición colectiva
de los Portales, por ejemplo, se creó un grupo de WhatsApp que nos conecta a
artistas de distintas edades. Es como un Café Gijón virtual donde nos enteramos
de lo que hacen otros, tanto mayores como más jóvenes. Eso no pasa en las
redes, donde solo muestras lo que quieres. Pero en persona, en estos
encuentros, se crean vínculos reales y se comparten proyectos de verdad.
—¿Qué proyectos tiene ahora mismo en marcha?
—Acabo de terminar el mural de Eladio Cabañero en el patio del instituto de ese nombre, diferente al de los pasillos que hice antes, y relacionado con el aniversario del centro. Estoy deseando acabarlo para darle la capa de protección. Además, quiero hacer un álbum ilustrado centrado en la pareidolia, esa capacidad de encontrar caras o figuras en manchas o desconchones. Tengo la historia y las fotos pensadas.
—¿Cómo ve la relación entre la tecnología y el arte en tu
trabajo?
—No soy anti tecnología, pero creo que el papel sigue
teniendo un valor especial. Las redes sociales están bien para mostrar el
resultado, pero el proceso, el contacto directo y la huella física siguen
siendo insustituibles.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"
Jueves, 15 de Mayo del 2025
Jueves, 15 de Mayo del 2025
Jueves, 15 de Mayo del 2025