Opinión

Von der Leyen pasa la factura al campo: la PAC, en el punto de mira

Cristina Maestre | Viernes, 4 de Julio del 2025
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Europa está a punto de redefinir —quizá desfigurar— una de las políticas más emblemáticas de su historia común. La Política Agrícola Común (PAC), piedra angular del proyecto europeo desde sus orígenes, podría sufrir una transformación de tal calado que altere no solo su diseño, sino su propia naturaleza. La propuesta que la Comisión Europea, encabezada por Ursula von der Leyen, prevé presentar junto al nuevo Marco Financiero Plurianual abre la puerta a una PAC recortada y renacionalizada.

Lo que se plantea no es una simple revisión técnica de reglamentos. Se trata, en realidad, de un cambio estructural que podría vaciar de contenido el modelo actual de gestión de la PAC. Bajo el nuevo enfoque, los fondos agrícolas quedarían integrados en planes nacionales planteados al albur de cada gobierno, condicionados a reformas e hitos impuestos por Bruselas, incluso en ámbitos ajenos a la agricultura, al estilo del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Aunque seguirían existiendo ciertas normas comunes, la orientación estratégica y la condicionalidad de los fondos se trasladarían a un plano nacional, más fragmentado, menos coordinado y menos previsible.

Este modelo, además, rompería los equilibrios del mercado interior: los agricultores de unos países competirían en desigualdad de condiciones frente a otros, generando distorsiones, fragmentación y tensiones que afectarían al conjunto del sistema agroalimentario europeo. Se pondría en cuestión uno de los principios fundacionales del proyecto europeo: la igualdad de trato entre productores en un espacio común sin fronteras.

Más allá de su arquitectura, el aspecto más preocupante es el recorte presupuestario que se baraja. Fuentes del propio Ejecutivo comunitario trabajan ya con escenarios de reducción del 15 % al 20 % del presupuesto agrícola, lo que supondría para España una pérdida de entre 6.600 y 8.800 millones de euros en el periodo 2028-2034. Una cifra difícil de asumir para un sector que sigue soportando la volatilidad de los precios, el aumento del coste de los insumos y los efectos del cambio climático.

Ursula von der Leyen será recordada como la presidenta de la Comisión que convirtió la deuda común del Next Generation en un boomerang contra los agricultores. Porque eso es exactamente lo que está ocurriendo: para devolver los préstamos emitidos durante la pandemia, se plantea recortar la PAC. ¿Tiene sentido que el campo europeo —que sostuvo la seguridad alimentaria cuando todo fallaba— sea ahora quien financie la recuperación del resto de sectores productivos? Nadie discute la necesidad del programa Next Generation ni la importancia de sus objetivos. Pero si sus inversiones han servido para modernizar procesos productivos y avanzar en digitalización y sostenibilidad, tal vez deban ser esos mismos sectores quienes asuman ahora el esfuerzo del retorno. El campo ya contribuye a esa transición; lo que no puede es financiarla solo.

Es necesario, además, situar este debate en el marco más amplio del presupuesto europeo. La Unión ha asumido, con razón, nuevos compromisos en ámbitos como la defensa, la seguridad o la digitalización. Pero esos compromisos deben financiarse desde una lógica de reparto justo del esfuerzo. La PAC y la Política de Cohesión no pueden ser las únicas sacrificadas para cuadrar las cuentas, ni convertirse en la variable de ajuste para saldar una deuda que benefició a otros muchos sectores económicos, sociales y territoriales.

El posible desmantelamiento del segundo pilar de la PAC, el dedicado al desarrollo rural, acentuaría aún más la fractura territorial. Este instrumento es el que permite dinamizar la economía de las zonas rurales: inversión en explotaciones, impulso a la agricultura ecológica, apoyo al relevo generacional, modernización de regadíos o servicios básicos en municipios en riesgo de despoblación. Su pérdida supondría dejar a muchos territorios literalmente fuera del mapa de la inversión pública europea.

Hoy, más del 80 % del territorio español es rural, y en él se concentran comarcas enteras que solo acceden a servicios esenciales —conectividad, transporte público, atención primaria o agua potable— gracias a la financiación del segundo pilar de la PAC. Esta herramienta ha permitido modernizar regadíos, mantener escuelas rurales, reforzar consultorios médicos y financiar proyectos de digitalización, energías limpias o emprendimiento femenino. Sin ella, la igualdad de oportunidades entre territorios dejaría de existir. Y todo esto sucede mientras también se perfilan recortes significativos en los fondos de cohesión, lo que añade una amenaza adicional para las regiones más vulnerables de Europa.

Y todo ello, en un momento en el que buena parte del sector agrario ha empezado a asumir, con realismo, que es necesario adaptarse al cambio climático. Cada vez más agricultores comprenden que no puede haber viabilidad a medio plazo sin transición ecológica. Pero esa transición no puede imponerse por decreto, sin red de apoyo, sin acompañamiento técnico ni financiero. Otros sectores, como el automovilístico o el energético, han contado con marcos de transición estructurados, inversiones masivas, calendarios flexibles y fondos específicos. El campo, con esta merma presupuestaria, se enfrenta a un doble castigo: se le exige más y se le recorta la ayuda para lograrlo.

En estas condiciones, muchos agricultores medianos y pequeños se verán obligados a abandonar sus explotaciones, incapaces de afrontar los costes crecientes con menos apoyo público y mayores exigencias. Los más grandes, por su parte, podrían verse tentados a deslocalizar su producción fuera de la UE, en países donde los costes son más bajos y los estándares sociales, ambientales y sanitarios mucho menos exigentes. Esta tendencia, lejos de ser una hipótesis teórica, ya empieza a manifestarse en determinados sectores.

El resultado será un mercado europeo cada vez más dependiente de alimentos importados, más baratos pero de menor calidad, producidos con prácticas menos sostenibles y en condiciones laborales que Europa no aceptaría en su propio territorio. Una paradoja amarga que fuerza al agricultor a tirar la toalla, dejando el paso libre a productos importados más baratos, a los que recurren los consumidores en busca de llenar la cesta de la compra con precios asumibles. Sin ayudas, el agricultor no puede asumir las exigencias europeas sin elevar los precios, y al hacerlo, pierde la batalla frente a productos foráneos que no respetan nuestros estándares. Los productos europeos de calidad quedan arrinconados, accesibles solo para unos pocos, mientras se vacía la base productiva que los sostenía.

Una transición justa para el campo no es una consigna, sino una necesidad estratégica. Sin ella, la agricultura europea no podrá sostener ni la soberanía alimentaria, ni los objetivos climáticos, ni la cohesión entre territorios.

A este escenario se suma otro hecho institucionalmente preocupante: por primera vez, la Comisión parece dispuesta a presentar su propuesta sobre la PAC sin esperar la posición del Parlamento Europeo, y prevé hacerlo el próximo 16 de julio, junto al nuevo Marco Financiero Plurianual. Una alteración del equilibrio interinstitucional que debilita el debate político y limita la participación de los representantes legítimos de la ciudadanía en el diseño de una política clave.

En este proceso, el Partido Popular Europeo asiste con pasividad, almibarado por el canto desregulador que promueve una revisión a la baja del Pacto Verde. Convencido de que esta Comisión rebajará las exigencias climáticas, el PPE parece complacido, aun a costa del campo. Con la anestesia puesta, no solo digieren sin protesta el mordisco presupuestario, sino que incluso se disponen a aplaudirlo, ajenos a que la desertificación, las DANAs, los pedriscos y las temperaturas extremas seguirán creciendo, aunque aún no logren despertarlos de su autoengaño climático.

No se trata de rechazar nuevos objetivos europeos, ni de oponerse a una Europa más fuerte en defensa o más innovadora en digitalización. Se trata de defender que no hay Europa posible sin agricultores. Que la soberanía alimentaria también es estratégica. Que la sostenibilidad no se construye castigando a quienes deben aplicarla.

La PAC no es una reliquia del pasado. Debe ser una inversión de futuro. Y si Europa quiere seguir siendo un referente de cohesión, justicia territorial y liderazgo climático, necesita mantener fuerte, común y bien financiada su política agrícola. Renunciar a ella no sería modernizar Europa: sería desfigurarla.

Cristina Maestre Martín de Almagro
Eurodiputada miembro de la Comisión de Agricultura

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