Como
dijo Irene Vallejo: “Pintar —como escribir— es salvar del olvido,
es levantar refugios contra la prisa y el ruido, es detener
el tiempo para contemplar lo invisible”.
Esta frase resume
perfectamente la obra pictórica de Ángel Pintado. Ciertamente ha sido un honor
poder escuchar las palabras de un pintor del talento incuestionable de Ángel
Pintado. Se ha forjado a sí mismo desde sus primeros inicios a pesar de sus
circunstancias tan adversas como fue la propia oposición, en un principio, de
su familia, quienes en vez de apoyarle en su periplo pictórico, hicieron todo
lo contrario.
Nuestro pintor
local elegido para ser entrevistado reúne una serie de características que
conforman su panorama pictórico marcando “una escuela y un estilo propio”, en
contraposición al resto de pintores de Tomelloso. Desde muy joven tuvo la
oportunidad de tener por maestro al mismísimo Antonio López Torres, quien lo
condujo de su mano y de quién aprendió las fuentes de inspiración para saber
admirar y contemplar el paisaje manchego y su bruma matinal.
La obra de Ángel
Pintado permanece dispersa por toda la geografía española y parte del
extranjero, en Asturias, Canarias, Mallorca, Londres, etc. Siente una mezcla de
orgullo y melancolía porque pierde una parte de él cada vez que una de sus
obras se marcha.
Cabe destacar que una
de las últimas exposiciones que reunía gran parte de su obra ocurrió en el año
2018 cuando Rafael Torres, el dueño de la Cooperativa Virgen de las Viñas actuó
como mecenas para mostrar sus cuadros.
Dos pilares han
sido fundamentales en su itinerario que comenzó en los años 80. El primero fue
su contacto con el mundo del ferrocarril, por eso siente un cariño especial por
los trenes y lo manifiesta a través de su pintura.
El segundo pilar
fueron sus grandes maestros, Antonio López Torres y Manuel López-
Villaseñor, un catedrático de arte que se
fijó en su pintura y lo apoyó desde un principio de forma incondicional, hasta
tal punto que le dejó ir durante cinco meses a la escuela de San Fernando en
Madrid para perfeccionar en la pintura.
Otro maestro
valenciano que ha influido mucho en su obra es Ignacio Pinazo, en quien se ha basado
para mostrarnos esas auténticas obras de arte llenas de una magia y un mundo
especial en el que parece que perteneciesen a lugares recónditos de otros
mundos.
Los comienzos: la semilla de un artista
—¿Cuál es su primer recuerdo relacionado con la
pintura?
—Aunque parezca mentira, no supe lo que era un pincel
hasta bien avanzado el tiempo. Primero comencé a pintar con ceras de la marca Manley.
No sabía cómo se cogía un pincel, ni lo
que era una paleta ni un caballete. Pintaba con ceras, trapos sucios, y hacía
dibujos abstractos que me sugería la imaginación. Tendría unos 13 o 14 años y
fue cuando estaba en el instituto de Bachillerato.
Recuerdo una anécdota que se me quedó grabada a fuego.
Fue cuando un profesor me vio pintar por primera vez, cuando lo que tenía que
estar haciendo era otra cosa. Me dio tal golpe en la cara que me salió sangre y tuvieron que llevarme al baño.
El sentimiento fue de desolación, vergüenza y miedo. En ese momento no sabes
cómo reaccionar.
En ese mismo lugar, por fortuna, me ocurrió otra
anécdota que fue lo contrario. Hubo un profesor de dibujo que se llamaba
Esteban Tejado. Se casó con Ana Victoria Velasco, profesora de Historia del
Arte. Y sí que me animó a seguir pintando.
—¿En qué momento sintió que la pintura
dejaba de convertirse en un juego para convertirse en su forma de vida y cómo
reaccionó su familia?
—Cuando me di cuenta de que no podía dejar
de hacerlo. Era algo vital, una necesidad diaria que se convirtió en casi una
obsesión. Recuerdo que me iba con una Mobylette al campo a pintar.
A mi padre le causó mucha frustración, porque quería
que yo hubiera sido funcionario como él y así tener una vida más cómoda. Mi
padre también era muy mañoso y hacía algo de pintura. Mandó hacer un caballete,
a pesar del gran disgusto que tuvo ante mi empeño para hacerme pintor. Y con el
paso del tiempo pude recuperar el caballete que mi padre me hizo y es en el que
pinto ahora.
—Dicen que los comienzos nunca son fáciles... ¿Qué fue
lo más difícil de asumir a la hora de seguir un camino artístico sin respaldo
académico ni familiar?
—Cuando se te mete algo en la cabeza y tienes ciertas aptitudes. Lo primero de todo, es que te tiene que gustar mucho hasta el punto de que no puedas vivir para otra cosa. Al principio era una obsesión, me hice una cocinilla de un 1metro x 3. Pensé que tenía que pasar por encima de todo para demostrarles a mis padres que valía para ser pintor.
Había una empresa de transportes en
la calle del infierno, se llamaba transportes Morago y hablé con ellos para
irme a Madrid. Cargado con un caballete, una bolsa de aseo y tablillas. Y me
fui al Círculo de Bellas Artes, donde se hacían cursillos. Iba a Legazpi y
después a San Blas. Ahora pasado el tiempo, no sé ni cómo fui capaz de
hacerlo.
Maestros e influencias
—Tuvo contacto con Antonio López Torres. ¿Cómo fue esa relación y qué significó para usted?
—En el año 1980 aparece la figura de Antonio López Torres y la relación fue muy enriquecedora. Más allá de la técnica, me transmitió la importancia de observar, de ser paciente y fiel a la mirada propia.
Tengo un dibujo que le hice a Antonio en medio del campo con su sombrero y su caballete. Yo estaba detrás de él, a tres metros. Pensaba que me iba a decir que cambiase de oficio pero creo que salí bastante airoso.
Empecé a hacer mis primeras incursiones. Nos íbamos al campo y yo intentaba hacer lo mismo que él. Recuerdo que cuando miraba mi pintura solía utilizar unos términos muy curiosos para explicarme sobre la tarea a desarrollar sobre el lienzo. Decía que “estaba muy duro” o “esto está muy picante” y “hay que tranquilizarlo” porque no se correspondía con la delicadeza que tenía, según el maestro.
Salíamos a pintar a las 12 horas del mediodía en pleno verano. Al principio no entendía el porqué, pero después deduje que se produce una bruma saliendo al monte que se veía desde el barrio de San José y se apreciaba una profundidad cuando se juntaban todos los colores, con la calima. Esto no se puede hacer en el estudio y no lo puede hacer todo el mundo. Esa delicadeza no se ha sabido explicar todavía. Se producía una magia especial.
Y si se le conoce más al maestro es
porque su sobrino, Antonio López, lo menciona siempre. Tenía algo ya innato que
nadie ha sido capaz de emularlo.
El proceso creativo: trenes, tierra
y memoria
—¿Cuál es el cuadro al que más cariño le tiene y por
qué?
—Mirándolo desde la óptica del
cariño, la emoción y el momento, es el cuadro “El último tren” porque resume
mucho de lo que soy, de mi historia y de lo que quiero contar. Aparece un vagón abandonado en la estación que
coincidió con mis inicios. Lo hice con un caballete en directo. Le tenía un
cariño especial a los trenes. Me metía en el hangar, me ponía al resguardo y ahí comencé a
hacer ese cuadro.
Hay otro cuadro, de la misma época.
El del vagón viejo, la estación. No creo que haya ningún pintor que lo haya
reflejado como yo. Me documenté para pintar ese cuadro.
—La estación de trenes aparece repetidamente en su
obra. ¿Qué simboliza para usted ese espacio?
La estación representa el tránsito, la partida, la
llegada. Tiene un fuerte componente emocional porque está ligada a mi
nacimiento y a mi familia.
Legado y arte como testimonio
—¿Si el Ayuntamiento le ofreciera crear una obra que
dejara huella a nivel patrimonial de Tomelloso, aceptaría el reto?
—Lo aceptaría sin dudar. Aportaría mi visión de la
memoria colectiva, con una obra que recogiera la esencia de lo que fuimos y aún
somos. Haría un repertorio de
“Caprichos”, sería un homenaje a un mundo rural que desaparece. Escenas que ya
no existen, gestos cotidianos, paisajes emocionales que merecen permanecer.
Por ejemplo haría una colección de ocho cuadros “Caprichos”,
en tamaño pequeño sobre cosas que ya no existen y para mí han tenido un
contenido emocional. Tengo mucha
documentación. Por ejemplo, mientras araban los campesinos y las mulas mostraban
el sudor que les salía y el vaho de la piel, el polvo de la tierra. Cuando paraban
les ponían las mantas encima…esa magia óptica, sería uno de los caprichos.
A modo nostálgico, recordando estas
temáticas. Algún rincón de la estación, algún niño jugando. Por eso se llama
Caprichos y algunos de ellos están expuestos en Facebook. El tema ferrocarril me
interesa. Haría una pequeña
recopilación. Las cuevas también las he pintado, la de Sagrario Rosado, hermana de Paco Rosado, que tienen
una bodega en la Calle Francisco García Pavón. No me importaría capturar estos
tesoros subterráneos.
—¿Qué representa para usted seguir pintando hoy,
después de tantos años, sin haber hecho una fundación ni tener un gran respaldo
institucional?
—Pintar es mi forma de respirar. Lo
hago por necesidad, no por reconocimiento. Aunque el respaldo falte, la pasión
sigue intacta.
—¿Qué consejo le daría a alguien joven que siente el
impulso de dedicarse al arte de la pintura?
—Le diría que no dejen de crear, que escuchen su
impulso y no teman, aunque no tengan respaldo por parte de las instituciones. El
arte verdadero nace del corazón, no del título.
Para concluir, les invito a
que contemplen detenidamente sus cuadros y hagan su propia reconstrucción de
ese tiempo que quedó bajo la luz crepuscular de un día cualquiera. Lo que es indudable es que la obra de Ángel
Pintado no es simplemente una buena técnica, sino que en ella “hace poesía
con los pinceles”. Nos traslada a ese parnaso en el que vibraban las musas,
sacudiendo al espectador y dándole esa posibilidad de recrear la historia de
acuerdo a sus experiencias vitales.
Actualmente tiene
pendiente de presentar una obra pictórica con unos catorce cuadros sobre los
Bombos de Tomelloso que espera puedan ver la luz este año 2025.
A continuación, les dejo un pequeño repertorio de algunas de sus obras que son dignas de recordar como patrimonio de nuestra memoria colectiva, y que Ángel nos ha regalado como “pequeños caprichos” para deleitar nuestros sentidos.
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Martes, 8 de Julio del 2025
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