Opinión

Un tango especial vivido por Ciri

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 26 de Julio del 2025
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Se ha puesto serio julio y vuelve a las andadas de calores, tras unos días de refrigerio bien aprovechado por cada ser vivo, animal o vegetal. Bajan bastante los grados en la cafetería; no vendrá Ciri por ausencia vacacional con la familia, pero yo retorno al lugar, con cierta añoranza “in memoriam eius”, es decir de mi amigo. 

Como es tan apercibido para todo, me envió un escrito con la rogativa de que os lo leyera, lo confeccionó en los últimos días de asueto. 

Aquí os lo envío íntegro y entrecomillado. Dice así:

«Llegaron los últimos días de agosto y con ellos la posibilidad de veranear, jubilado, a más bajo costo. 

Digo posibilidad, no realidad. Los precios en restaurantes, bares y demás servicios de restauración son los mismos, las cartas idénticas, pero más manoseadas y con manchas secas de comidas y bebidas servidas. Mejor no pensar en los millares de microbios, bacterias y demás seres microscópicos que deben estar refocilándose panza arriba por estos letreros plastificados.

A pesar de lo dicho, los locales de comidas continúan llenos; no faltan los de arroces, se descubren a lo lejos, porque es donde los, siempre sufridores, madrileños (acostumbrados desde tiempo inmemorial por sus circunstancias capitalinas) forman y mantienen colas interminables con los jugos gástricos a tope. No sé si para ellos es más importante comer o hacer colas, cuando vuelvan a sus barrios podrán regodearse recordando el extraordinario restaurante, a pie de playa, en el que invitó a toda la familia. El “arrocete” le costó un riñón, por no nombrar otro órgano más genitalizado. «Si sería bueno y famoso (comenta al oyente reventado de escucharlo) que tuvimos que esperar una “hora de reloj” para que nos atendieran».

Por la noche, sosegado un poco el bochorno del día, duchados, con olor a la loción “Floyd” y similares, esas que conservan el recalentamiento fétido de los años 50, esas que, al pasar a tu lado el señor que se ha remojado en ella, deja una estela parecida al chorro de aire comprimido de los aviones, esas que cuando comenzabas a afeitarte te regalaba algún familiar cercano y, siempre presente, el frasco en la estantería de cristal del señor que: “Te echaba el cero en toda la cabeza, para estar fresquito”.

Por la noche, digo de nuevo, en la pista del parque subido al escenario hay un señor sentado delante de una mesa de mezclas, no es un jovenzuelo que pincha los discos en el chiringuito de la feria; no, este es un señor añado, lo declaran las arrugas de su cara y el pelo blanco, brillante por las luces iluminantes de su entorno. 

Abajo en la pista, casi con aforo al completo, disfrutan hombres y mujeres que, también por lo observado, deben rozar sus edades a la del músico pinchante, anunciador de las piezas musicales que va enhebrando.

Inicia la enésima pieza musical, me recuerda el fondo de alguna película de vaqueros.  

Más de sesenta personas de las allí congregadas y cercanas al pretil escénico, se sitúan en tres filas perfectamente alineadas moviéndose al ritmo y todos (todas) marcan los mismos movimientos, ellos añaden el ademán de llevar colgados los brazos de la cintura, enganchados los pulgares en el cinturón de sus calzones, la gran mayoría terminan en las rodillas por el fresquito que da en los bajos humanos. 

La apariencia completa es como si algún coloso estuviera removiendo un cedazo gigante lleno de muñecos de feria. Debe resultar un martirio para los bailadores (bailadoras) por el semblante que muestran, serio, concentrado, incluso alguno, con gesto parecido al mal genio, lanzando miradas asesinas al bailador compañero que se ha equivocado levantando el “izquierdo” en vez del “derecho”. 

Conclusión, deben ser paisanos todos, han venido en el mismo autobús y durante el curso asisten a la misma academia, con la misma monitora y aprenden los mismos movimientos bailones. Me recuerda los bailes de parvulitos al final del curso, pero evidentemente con un cesto grande de años.

Anuncia el señor de la mesa un tango: “Adiós muchachos” con grabación antigua y remodelación moderna. Los movimientos de los bailarines no difieren apenas de los marcados en otras cantinelas. Gracias a la música aguanto un poco más, pero voy cansándome del espectáculo.

En un lateral de la pista, justo donde casi termina el encementado hay una pareja bailando. Por los primeros síntomas observados no pertenecen al grupo de los “iguales” detallados arriba. 

Ella ataviada con un hermoso vestido rojo calado y con puntillas adornando sus rodillas, escote prudente con collar dorado de valor emotivo, pero no crematístico. 

Los pendientes largos, éstos de oro, le embellecen el semblante. 

Ligeramente pintados, los ojos aparecen vivos detrás de unas gafas redentoras de varias dioptrías, el tono verde suave realza su belleza que, a sus cerca de cincuenta años, va relajando su intensidad de juventud. Sus zapatos negros de tacón corto.

Él apuesto en su juventud mantiene apariencia de persona fuerte e incluso musculada sin exageración, una viveza especial también en sus ojos azules. 

Viste cómodos pantalones tipo bermuda color beige; unas zapatillas cómodas le sirven de calzado.

Giros a derecha e izquierda, pasos marcados, brazos en alto que dibujan semicírculos en sus bajadas. Sonrisas que van y vienen de uno al otro. 

Guiños picaruelos se lanzan los ojos entre ellos, destellantes, vivos, casi de fuego. 

Compiten el uno con la otra y la otra con el uno, en una lucha por demostrar más cariño y enamoramiento. 

Avanza la canción y se avivan sus movimientos. 

Se les nota extasiados, enamorados, queridos. 

Sus frentes comienzan a brillar por la emoción y el empuje puesto en la danza.

Los bafles gritones publican últimas notas musicales, la elevación del tono y… el silencio siguiente anuncia el final.

Él y ella terminan formando una escultura perfecta. 

La mano izquierda de él abraza la espalda de su querida, mientras la derecha se alza al cielo, cual torero al final de una gran faena. 

Ella abraza a su marido con el brazo derecho mirándolo con una ternura fantástica, mientras con la mano izquierda maneja los mandos de su silla de ruedas eléctrica.

Necesito decirles que me han emocionado con su baile. 

Se alegran de mi felicitación, pero están más contentos porque el día veinte, me dicen, se les casa una hija.

Creo que pequé de discreción por no haberles dado un abrazo a cada uno y, cierto que me arrepiento. 

Si los hubiera conocido de antes seguro que lo habría hecho.»


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