Opinión

Sol y sombra (y II)

Joaquín Patón Ponce | Miércoles, 13 de Agosto del 2025
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Finalmente llegaron la grúa y el taxi. La grúa enganchó el turismo y se lo llevó a Madrid. Después de explicar al taxista que iba de Criptana a Mota del Cuervo, este le dijo que había una carretera  directa que unía ambos pueblos. ¡Y él se había metido por esta pillando vuelta!  El taxista dijo que podían ir a Mota del Cuervo por los dos lados, por Criptana o por Arenales, entonces él le dijo: “por donde usted quiera”. El conductor dijo que irían por Arenales, que estaba un poco más lejos pero había mejores vistas.

El taxista tenía razón sobre el paisaje, pero mucho antes de llegar al pueblo se divisaban unos altísimos y vigorosos pinos piñoneros. Él preguntó al conductor: “¿Pasa algún río por Arenales?” El conductor dijo que no, si lo decía por los pinos, éstos estaban en tierras de secano. Llegaron a Arenales de San Gregorio a las dos y media de la tarde. El conductor le dijo: “Podemos comer en un restaurante de los que hay aquí, a la sombra de los piñoneros”. El viajero contestó afirmativamente, dijo que  él pagaría, a ver si conseguía arreglar el día.

El restaurante tenía una terraza a la sombra de varios pinos piñoneros. ¡Vaya árboles, tendrían treinta metros de altura! En mitad de esta llanura requemada por el sol en la que el verdor lo pone un mar de viñas, estos árboles destacan enormemente en el entorno. Comieron  queso manchego delicioso y un solomillo de cerdo a la brasa que sabía a gloria. Para beber, una copa de vino blanco joven de la variedad Airén,  afrutado y con aroma a plátano, bajo en alcohol. De postre, una rebanada de sandía de pulpa crujiente y roja, de corteza gruesa, dulce como la miel y con pepitas enormes, para las cuales el camarero les dio un cuenco pequeño de cerámica en donde tenían que echarlas, teniendo cuidado de no masticarlas. Hacía tiempo que no comía tan bien, corría un poco de viento a la sombra de los enormes piñoneros.

En la terraza había –incluyéndolos a ellos- diez clientes. El propietario del local, que conocía al taxista y vio que él era forastero, hablaba sin parar  de su tierra, La Mancha. Los invitó a un café, se sentó con ellos y les dijo que todo lo que habían tomado eran productos de la tierra: el queso, manchego de ovejas merinas autóctonas que pastan por estos lugares;  el solomillo, de cerdos en una finca cercana criados mayoritariamente con bellotas de las encinas que habían visto en la carretera, hecho lentamente a la brasa en ascuas de sarmientos; la sandía, de una variedad autóctona de secano  mejorada durante siglos por los agricultores locales,  si salía una muy buena, había que guardar las pepitas,  pues eran la semilla de años próximos; el vino, joven Airén afrutado de fermentación controlada. Además de a café los invitó a un licor destilado del vino y macerado con hierbas, también de la zona. El conductor no tomó licor. Contó el dueño del restaurante que los pinos piñoneros los habían plantado terratenientes propietarios de estos pagos allá por 1850.

El empresario hostelero estaba muy animado, el viajero tenía la impresión de que el taxista ya conocía toda la historia que contaba. Pero como a él lo veía interesado, pues no paraba de hablar de su tierra, de los piñoneros… Les dijo que allá por los años setenta del siglo XX, cuando estos pinos –ahora en propiedad pública- estaban en propiedad privada, junto al pueblo, uno de los propietarios pensó en cortarlos y arrancarlos para sembrar en estas tierras otros cultivos más de su agrado. La gente de Arenales de San Gregorio se enteró, ¿Qué podían hacer ellos, gente trabajadora, ante un terrateniente en su propiedad? En este momento, el hombre detuvo la narración, hizo una pausa teatral y dijo: “Si adivina usted lo que hicieron los habitantes del pueblo para salvar los piñoneros, les invito a la comida que han tomado, si no, son 50  euros”.

El viajero se quedó pensando un buen rato, divertido con la apuesta, finalmente dijo: “Se subieron a los árboles y se quedaron a vivir allí, hasta que pasó el peligro”. Los otros dos hombres sonrieron irónicamente, el hostelero se levantó y volvió a los pocos minutos con la factura, le dijo: “Lo siento, puede usted regresar cuando quiera, si acierta la pregunta lo invitaré  a comer, esta vez tiene que pagar la cuenta”.

Cuando arrancaron después de comer en dirección hacia Mota del Cuervo, en el asiento trasero del taxi, el viajero, al tiempo que admiraba el paisaje de viñas, olivos y algunos  bosquetes de encinas, pensó que se había pasado. Los ecologistas están organizados y tienen atletas que pueden trepar a un árbol muy alto y quedarse unos días o unos meses a vivir en él para evitar la tala. Otra cosa es cómo la evitaron estas gentes trabajadoras  ante un terrateniente. El caso es que lo consiguieron, porque los pinos siguen aquí. ¿Cómo?

A los cinco minutos de iniciar la marcha el taxista le pasó un sobre al asiento trasero y le dijo: “Del propietario del bar para usted”. Lo abrió inmediatamente y sacó un papel escrito a mano que decía: “En el año 1976, estando  los hombres de Arenales trabajando en el campo, se presentaron  máquinas y operarios a cortar y arrancar los pinos;  las mujeres y los niños salieron todos y se abrazaron a los piñoneros; muchas de las mujeres se encadenaron a los árboles. Los trabajadores y las máquinas se tuvieron que marchar y los pinos que usted ha visto se quedaron en su sitio, no consiguieron derribar ni uno solo. Este mismo propietario donó sus tierras con árboles al pueblo poco después”. En el fondo del sobre había un billete, de 50  euros; cogida con una pinza metálica a los billetes una nota: “Ha estado usted muy cerca”.   

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