Opinión

De Hipócrates al MIR: recuperar la humanidad en la medicina

Eva María Baos y Javier Rubio Chacón | Viernes, 12 de Septiembre del 2025
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Hipócrates escribió más de 1.200 tratados, de los cuales apenas conservamos una decena, como el Adeno, un tratado minucioso que describe cientos de cuadros clínicos. Todo lo demás se perdió en el tránsito histórico, no en un único cataclismo, sino en un proceso de transmisión fragmentaria y desigual. Aun así, los principios que nos legó —observación rigurosa, análisis racional de los síntomas y respeto absoluto por el paciente— han marcado la medicina occidental durante siglos.

Hipócrates no necesitaba residencias, exámenes estandarizados ni acreditaciones interminables para ejercer la medicina. Lo que requería era tiempo para observar, paciencia para escuchar y un compromiso ético con cada persona que confiaba en él. Su juramento no era un simple ritual académico, sino un recordatorio solemne de que la medicina no se limita a administrar fármacos o ejecutar procedimientos: consiste en acompañar, comprender y respetar la vida del otro.

Siglos después, Galeno recogió y expandió ese legado. Médico del Imperio Romano, cirujano y filósofo, Galeno entendía que el valor de un diagnóstico no reside únicamente en la precisión técnica, sino en la capacidad de transmitirlo, de ganarse la confianza del paciente y de asesorar a otros médicos con rigor y ética. Ya en su época existían los llamados visitadores médicos: emisarios del conocimiento que recorrían ciudades y comunidades para aconsejar a los médicos locales sobre prácticas y tratamientos. No eran comerciales al estilo moderno; eran portadores de experiencia y criterio, demostrando que desde hace siglos la medicina ha sido un arte de comunicación, intercambio y acompañamiento. El conocimiento médico nunca fue solo un cúmulo de técnicas; era un tejido vivo de ética, observación y diálogo, donde la transmisión de saberes era tan importante como la aplicación de los mismos.

Sin embargo, la educación médica moderna parece haber perdido esa perspectiva integral. Los estudiantes llegan a la universidad dispuestos a aprender el arte de sanar, a enfrentarse al dolor ajeno y a aliviar el sufrimiento, construyendo un puente entre su vocación y la sanación, pero el primer contacto real con la práctica clínica llega demasiado tarde. Durante los primeros años, se enfrentan a bioquímica, anatomía, fisiología, genética, histología y demás disciplinas aisladas, que se presentan fragmentadas y descontextualizadas. Se les dice que primero deben dominar los fundamentos y que, más adelante, por la mitad del grado, estudiarán la enfermedad. Pero ¿no sería más efectivo aprender desde el principio a ser médico, a ejercer la medicina de manera integral, enfrentándose a casos reales y comprendiendo simultáneamente los mecanismos de la enfermedad y la relación con el paciente?

El aprendizaje basado en problemas, aplicado en algunos centros pioneros, demuestra que es posible. Menos disgregación de asignaturas por año, pero desde el primer día se trabaja con casos clínicos reales: un paciente hipertenso, un adolescente con asma, un anciano con artritis. Cada caso integra anatomía, fisiología, bioquímica o farmacología con la práctica clínica y la toma de decisiones. Así, el estudiante no memoriza conceptos aislados que luego se olvidan; aprende a razonar, a diagnosticar, a actuar y, sobre todo, a acompañar. La medicina se convierte en un ejercicio vivo de conocimiento, observación y empatía, como la concebían Hipócrates y Galeno.

Aquí es donde entran las humanidades. La medicina narrativa, defendida por Rita Charon y otros expertos, ha demostrado que la literatura, la historia, la filosofía y la ética no son accesorios académicos, sino herramientas esenciales para comprender al paciente como ser humano completo. Escuchar sus historias, interpretar sus emociones, situarlos en su contexto social y cultural, permite que la atención médica sea más efectiva y humana. Las humanidades forman médicos capaces de observar, razonar y, sobre todo, conectar, recordando que el arte de curar nunca se limita a la técnica.

Nuestros maestros nos enseñaron a razonar, a leer, a escribir y a comprender conceptos fundamentales, esa base es la que permite abordar cualquier disciplina, incluida la medicina. Y es esa formación inicial la que nos enseña que un médico no se define únicamente por la cantidad de exámenes aprobados ni por la especialidad alcanzada, sino por su capacidad de pensar críticamente y de actuar con ética y humanidad.

El MIR y la especialización prolongada evidencian una paradoja inquietante: los médicos se consideran incompletos hasta superar años de residencia, mientras que, en la práctica, la experiencia y el juicio clínico comienzan desde la graduación. Esta demora retrasa la incorporación al mercado laboral y genera desgaste, precariedad y frustración. Muchos estudiantes abandonan antes de tiempo, desanimados por un sistema que no les permite ejercer plenamente.

El contraste con la medicina hipocrática es radical. Hipócrates no hizo MIR ni residencia, y aun así era un médico completo. Galeno tampoco dependía de un examen formalizado; su autoridad residía en su conocimiento, su ética y su capacidad de comunicación. La historia demuestra que ser médico no requiere acumular años de especialización, sino cultivar el razonamiento, la observación, la ética y la relación humana.

La medicina contemporánea, con su exceso de burocracia y protocolos, corre el riesgo de olvidar que la esencia del oficio es humana. Los médicos no son meros ejecutores de procedimientos; son observadores, consejeros y acompañantes, como lo fueron Hipócrates y Galeno. Recuperar esa visión implica replantear planes de estudio, reducir la fragmentación de las asignaturas, priorizar la práctica clínica temprana y reconocer que un médico graduado ya es un médico, independientemente de la especialidad que alcance más tarde.

En definitiva, la medicina necesita un cambio profundo: volver a sus raíces, combinar ciencia y técnica con humanismo y comunicación, recuperar la ética y la capacidad de observación, y recordar que cada paciente es una historia única. Recuperar lo mejor de la tradición hipocrática y galénica no es un ejercicio académico: es un imperativo para que la medicina siga siendo siempre un arte humano al servicio de la vida. Un arte que une el rigor del conocimiento con la luz de la ética y la calidez de la relación con el paciente. Porque no basta con curar cuerpos: la verdadera medicina acompaña, escucha, sostiene y da esperanza. En cada gesto, en cada mirada, en cada palabra de aliento, late la grandeza de una profesión que es ciencia, sí, pero también compasión, entrega y humanidad. Que la esencia de la medicina nunca se aparte del camino verdadero, aquel que nos guía en un viaje compartido hacia una existencia plena. Un camino que respira vida en cada gesto, que transforma el conocimiento en cuidado y que convierte la medicina en un arte profundamente humano.

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